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Capitalismo, pandemias o el posmoderno Prometeo

mayo 19, 2020Deja un comentarioEnsayo, Portada PolíticaBy José Daniel Arias Torres
Foto: Archivo

La actual pandemia es un fenómeno que va más allá de la salud pública. Deja al desnudo un sistema que es incapaz de hacerle frente a esta crisis. El capitalismo carece de temporalidad, es pura espacialidad y presente; esto queda de manifiesto en una de sus tantas máximas extirpadas de humanidad: “Producción infinita en un mundo finito”, es decir, el sistema no tiene pasado, poco le importan las lecciones históricas como la crisis de 1929 o la crisis del 2008 -sin mencionar crisis menores-. Sin aprender de estos errores, continúa inmerso en las mismas dinámicas y la crisis que vivimos no ha hecho sino demostrar que lejos de cambiar su voracidad comercial, política y social, la ha intensificado. El cuerpo como centro de producción y autoexplotación es prueba de ello: la necesidad productiva del sistema se hace cuestión propia, a tal grado que el concepto de “ocio” se percibe como una actitud nociva del sujeto, pues no produce, y al no producir en un sistema fundado en la producción, aparece la culpa por “malgastar” o “desperdiciar” el tiempo.

El sistema tampoco tiene futuro, literalmente. Las crisis sociales, civilizatorias y ambientales por las que el mundo atraviesa, demuestran que no existen valores fundantes en esta subjetividad que diluye cualquier tipo de posibilidad colectiva. La carencia de valores sociales es una característica de sociedades o temporalidades en estricta decadencia; es arrebatar la identidad colectiva de una sociedad y dejar a los sujetos a merced de la nada, en un mundo donde cualquier opinión es verdad, y la verdad deja de ser un ideal a perseguir para pasar a ser una interpretación diluida entre millones de interpretaciones más, cada una ensimismada y sorda, tratando de llegar a la cima hegemónica, pero cayendo ante el intento de millones más de verdades que tratan de hacer lo mismo.

La carencia de valores sociales es una característica de sociedades o temporalidades en estricta decadencia

El sistema carece de temporalidad, pues solo es hoy. Es más: no le interesa una proyección a futuro. La ganancia se está dando hoy, y el capital, al ser el medio y fin último tiene su presente, pasado y futuro en una dimensión abstraída del tiempo humano, como la mano invisible de Adam Smith, el capital hecho sistema, es decir, como capitalismo, está en todas las dimensiones de la existencia humana, sin embargo, al mismo tiempo no está.

Un sistema sin pasado y sin futuro es atemporal. Los seres humanos somos seres temporales, y por esto es que no podemos hablar de “humanidad” en el sistema capitalista, pues si su razón de ser y su finalidad es un crecimiento y desarrollo infinito (atemporal), un ciclo de incremento e inversión de capital, es decir, si su fin último es el capital en sí mismo, esta sencilla ecuación excluye a lo social, en cuanto lo social representa más un obstáculo para su desarrollo y reproducción que un posibilitador. Es por estos que el mercado actúa como actúa en tiempos de crisis. Finalmente, no es que sea un sistema “bueno” o “malo”, al no tener humanidad sencillamente actúa como depredador, sobrevive a costa de lo humano. Exigirle humanidad al sistema capitalista es como exigirle a un león que no mate a una gacela.

El sistema capitalista tiene como motor a la producción, y el desarrollo tecnológico y social que le sirva a la producción para hacerse más eficiente y eficaz a un menor costo, esto supone la eliminación de plantillas laborales al prescindir de mano de obra para ciertas actividades. El desarrollo concebido por occidente carece igualmente de humanidad, pues, finalmente, es debido a este desarrollo que el planeta se está, literalmente, agotando. Mary Shelley ya le advertía a la humanidad los riesgos de tener un desarrollo sin límites éticos: Frankenstein es una obra que se anticipa a su propia época de revolución industrial, y a la promesa del desarrollo y la civilización que se podría incluso llevar a otros lugares del mundo.

El concepto de desarrollo que tenemos se origina dentro del sistema capitalista. La producción en serie, la alienación y enajenación, la tecnificación, la extracción y la explotación, son conceptos propios de la época que le dan una personalidad a la misma, o más bien, una condición psiquiátrica enferma, una psicopatía que funge al mismo tiempo como personalidad.

La gran promesa de la globalización ha mostrado tener límites concretos. El propio término de globalización tiene demasiados vacíos y carencias, como el hecho de que la globalización presupone un proceso de homogenización y eliminación de la diferencia que se contrapone al proyecto hegemónico. Parte de estas promesas y de las voces optimistas del proyecto mundialista, se dieron en la década de 1990, en la que se pronosticaba una bonanza en el mundo gracias a la interconectividad -Queda la pregunta al aire de ¿Quién es el mundo? ¿Quiénes pueden conectarse?- y a la eventual reducción del Estado a capacidades mínimas, pues la globalización y el libre mercado terminarían siendo las nuevas instituciones y estructuras de ordenación política y social. Este proyecto está en consonancia con la teoría cosmopolita de Emmanuel Kant, el padre del liberalismo, en la cual abogaba por una comunidad internacional y la abolición del Estado para conformar un sistema mundial en la que las personas pasáramos a ser ciudadanos del mundo: la paz perpetua lograda a través de la erradicación de la diferencia. Hoy ha quedado en claro que esto está lejano de ser verdad y que, aunque en ocasiones las capacidades del Estado se veían superadas por las capacidades del mercado, lo cierto es que la estructura del Estado-nación, en esta crisis, ha desplazado al mercado para posicionarse en un papel protagónico.

Vivimos una parálisis virtual del mercado ante la falta de productividad y un protagonismo del Estado, sin embargo, esto es lo natural a ejecutar por el sistema. El rescate financiero del 2008 por parte del gobierno de Estados Unidos fue un ejemplo del sistema desplegando sus recursos para sostenerse; hoy observamos lo mismo con los rescates económicos que países como Francia, España o Estados Unidos hacen para que la economía no colapse; sin embargo, se debe ser claro: se rescata al sistema, no a la sociedad.

Esta pandemia ha dejado ver las deficiencias del sistema mismo, deficiencias que siempre han existido, pero que no es sino hasta ahora, que quedan evidenciadas a gran escala y que la humanidad se percata que las crisis no son particulares de un país, sino del mundo entero y, por ende, del sistema. La crisis que se vive no es tan solo una crisis de salud pública es una crisis humana y una crisis axiológica que cuestiona el modelo capitalista desde todos los niveles, pues la crítica ya no solo se mantiene en las clases intelectuales, sino que ha permeado en la población en general. El problema que el capitalismo concibe no es de la salud pública, sino el que le supondrá la crítica que vendrá una vez superada la pandemia, una crítica fundada en la incapacidad del sistema del que somos parte para hacerle frente a esta tipología de crisis.

Y es que, aunque la aparición de esta enfermedad fue algo fortuito y la expansión de la misma era inevitable, la respuesta y capacidad de previsión de los Estados integrados y moldeados en el capitalismo ha sido deficiente. Según diversas organizaciones como el Fondo Monetario Internacional y otros analistas, se espera un incremento exponencial de la pobreza y una recesión económica. Se omite el calificativo, pero lo que anticipan es una crisis económica que se traducirá en una crisis social, que se traducirá a su vez y nuevamente, como un ciclo, en una crisis económica. Estas crisis en conjunto no son más que una crisis existencial del sistema mismo que se sabe incapaz de subsanar la brecha de desigualdad que él mismo creó y que ahora le está significando un problema al no poder cerrar esta misma y, al hacerlo, aligerar la presión social que esta tensión de clases produce. La crisis económica y el aumento exponencial de la pobreza no es una posibilidad. Al ser anunciada por el mundo entero, la pobreza se hace decreto.       

La crisis que se vive no es tan solo una crisis de salud pública es una crisis humana y una crisis axiológica que cuestiona el modelo capitalista desde todos los niveles

Si bien el mundo actual descansa en la desigualdad y en la carente repartición de recursos, lo cierto es que esta desigualdad termina siendo una amenaza en potencia al incrementar las razones de las bases sociales para reordenar el poder mundial. En este sentido, la crisis que el COVID-19 trajo consigo, es una prueba para medir la capacidad de resiliencia del capitalismo, o al contrario, de finalmente ver sus límites en este sentido de supervivencia y de adaptación al ser incapaz de reformarse al interior y hacer concesiones sociales para liberar la presión y amenaza del estallido social, concesiones como la socialización de algunos servicios como salud o educación, y el incremento de algunas seguridades como las pensiones o la jubilación, pero todo esto enmarcado dentro de las lógicas sistémicas que actualmente rigen la vida, en otras palabras, inmersas en la lógica del mercado, algo similar al capitalismo verde reflejado en los Objetivos de Desarrollo Sostenible.

El fracaso y colapso institucional que vivimos se refleja desde las mismas imágenes que se comparten a diario. Hace tan solo algunos días salieron a la luz fotografías de los “sin casa” de Estados Unidos, esa otredad que se oculta en el imaginario del país norteamericano, personas sin hogar forzadas a dormir en el pavimento, en cajones pintados similares a cajones de estacionamiento, sin nada más que algunas cobijas, a la intemperie. Esa imagen refleja el colapso interno del país capitalista y promotor del neoliberalismo por excelencia. El sueño americano hoy por hoy duerme en las calles.

El sistema intenta mantenerse en pie por todos los medios y pretende aparentar normalidad en tiempos anormales. Cuestiones como el Home office o la universidad en línea, son reflejo de esto, de la misma forma se evidencia que nosotros mismos somos sistemas por sí solos, al llevar el concepto e imperativo de productividad hasta el hogar que no se hace sino un centro de explotación y de trabajo personalizado. Sin embargo, esto no se detiene en una cuestión subjetiva, también se traslada al plano sistémico. Los esfuerzos de normalización son llevados a cabo también por las agencias calificadoras de riesgo, que no han tenido reparo en degradar la calificación de países afectados por la pandemia haciéndolos menos atractivos para las inversiones extranjeras dada su condición afectada; una paradoja, pues en el sistema actual es necesaria la inversión extranjera para movilizar y hacer crecer la economía de un país, esto muestra que, si bien la humanidad puede estar paralizada, el sistema es una maquinaria indetenible.

Las viejas estructuras fundadas tras las dos guerras mundiales y que han dirigido al mundo y ordenado las relaciones de poder están en crisis. La ONU no ha dado una respuesta pues lo importante ahora no es la gobernanza internacional, sino los países que buscan su supervivencia por sí mismos, y muestra el idealismo del liberalismo, iluso. Proyectos que se posicionaban en la agenda mundial como posibles modelos a seguir mediante la integración regional, como lo es la Unión Europea, sufren un fuerte golpe a sus principios fundantes, pues Europa no ha actuado como bloque frente a la crisis, sino que se ha descompuesto en sus partes. Hoy tenemos una Francia, una España, una Italia y una Alemania actuando por sí mismos como Estados-nación y no como Unión. Schengen ha sido suspendido y la Unión Europea ha cerrado sus fronteras en un ejercicio de nostalgia por la Europa de posguerras, en el recuerdo nacionalista que hoy, cada vez parece más presente, y es que finalmente, ante esta crisis institucional, los cuestionamientos que vengan después emergerán desde las alas más moderadas, hasta los sectores más radicales y las críticas en Europa no serán la excepción. Los partidos de ultraderecha y nacionalistas que ya tenían un lugar importante en la política europea, sabrán capitalizar los errores, vacíos y carencias del sistema para hacer sus bases electorales, enmarcadas dentro de la crisis económica. La historia nos ha demostrado que esto es caldo de cultivo ideal para la aparición de líderes extremistas; probablemente el Brexit haya sido tan solo el inicio de un colapso estructural de la Unión.

El sueño americano hoy por hoy duerme en las calles.

Finalmente, tenemos a una China que, si bien hace semanas estuvo en una frágil posición dada su crisis interna, hoy ha emergido de nueva cuenta y parece haber contenido dicha crisis, al grado en que es el país que exporta ayuda a otros países como Italia. China se ha mostrado ante el mundo como un país con las capacidades estructurales, económicas y humanas para lidiar de forma exitosa con las crisis sociales y le ha demostrado a occidente la superioridad de su sistema frente al nuestro. El éxito de China no solo se debe al tamaño de su economía, sino también a su sistema de vigilancia y control social, un sistema que fue crucial en el manejo de la crisis, pero igualmente un sistema que solo es posible en sociedades con regímenes autoritarios y con un escaso entendimiento de derechos civiles y humanos.

China no solo se hará exportador de ayuda humanitaria, sino también se hará exportador de sistemas de vigilancia y de control. El país asiático está cambiando el paradigma de seguridad, una seguridad que en ocasiones es utilizada e implementada como un justificante de suspensión de derechos. Las deficiencias de occidente frente a esta pandemia en buena medida se deben a los derechos civiles humanos de los que nuestras sociedades gozan. De esta forma un toque de queda se hace una decisión política criticable y riesgosa de tomar. Los derechos civiles y humanos suponen un obstáculo a las medidas de contención de contagios, pues demandan un control del cuerpo y la intromisión del Estado en la esfera de lo privado. La soberanía de un Estado en sociedades de corte democrático liberal, es menor a la soberanía ostentada por países como Corea del Norte o China, pues el Estado no tiene un control social absoluto y los sujetos mantienen, en cierta medida, soberanía de sus cuerpos y mentes. La intromisión del Estado en esta soberanía subjetiva es una declaración de guerra, es por ello que las medidas de contención y aislamiento deben ser negociadas y no declaradas, al contrario de países como China, en donde tan solo se decretan.

El sistema está en crisis y se debe a que su atemporalidad está siendo atraída hacia la temporalidad humana. Esta crisis no es una cuestión reciente, se había venido gestando desde hace años mediante representaciones de malestar social expresados en movimientos sociales esporádicos, pero que denotaban un desgaste del mismo. El incremento de la pobreza se entiende al mismo tiempo como el aumento de la tensión entre clases, y países con sociedades que ya se habían movilizado antes de la pandemia debido al fracaso de sus democracias, terminarán siendo de igual forma pioneros de las movilizaciones sociales venideras.

 El sistema se enfrenta ante su propio reflejo de demonio: reformarse o morir.

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Sobre el autor

José Daniel Arias Torres

Estudiante de Relaciones Internacionales en la Universidad Iberoamericana Puebla, escritor y ganador de diversos concursos literarios, invitado a eventos y encuentros artísticos con experiencia en el medio radiofónico y en el área de investigación de derechos humanos. Correo electrónico: danatjose@gmail.com

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