
Cuando presenté este texto en el Día Internacional de la Mujer en el Instituto Estatal de la Mujer, y asimismo antes cuando lo escribía, mi intención era nombrar mujeres que no aparecen en nuestra historia. El milagro se produjo cuando al término de mi lectura se levantó alguien, una mujer que como yo se obstina en la memoria, Lídice Ramos, y con voz emocionada señaló: Has nombrado a mi mamá. Ahora al publicarlo quiero que se repita el milagro y que se levanten otras voces, nietas, hijas, hermanas, amigas, que reconozcan algún nombre y podamos llegar a una nueva escritura donde sean reveladas sus identidades.
Siguiendo con el hilo de Ariadna tomo a Andrea y Teresa Villarreal como exponentes de un estado que se llama exilio. Me va en ello mis propios exilios, el primero impuesto, el segundo elegido, pero en los dos casos la sensación de pérdida, de estar perdida literalmente, de hallarme a medio camino entre yo misma aquí y yo misma allá, partida la identidad, rota la existencia del ser que fui y que nunca más volveré a ser. También las mujeres sufrimos exilios políticos.
Del mismo modo que los hechos de la Independencia y el héroe Morelos, cien años antes, los versos de Andrea Villarreal vienen a ser la metáfora de sus tiempos revolucionarios. Hay una patria que se inventa en el exilio; la memoria, esa inventora, nos juega malas pasadas. También el país que llegamos a habitar resulta ser el resultado del entusiasmo, la novedad idealizada, o bien su contrario, la condenación por la pérdida del otro, la tierra natal, con la cual lo comparamos. Así tanto en Andrea como en Teresa Villarreal a través de sus escritos puede observarse la creación de una patria heroica donde los senderos son de gloria, las medidas de esperanzas altísimas y un triunfo sin menoscabos para los visionarios rebeldes.
Pero para ejercer la palabra es indispensable un acervo, el de los estudios, las fuentes de aprendizaje, los contactos y vínculos, pero sobre todo las lecturas. Los libros que hemos hilvanado y deshilvanado en las horas solas donde aprendíamos y aprehendíamos el mundo a través de ellos. Y de lo que la mayoría de las mujeres hemos carecido en nuestra formación en todos los tiempos y todos los sitios.
Andrea y Teresa crecen en este ambiente con una ardiente temperatura para juzgar, para confrontar, y con una inclinación poderosa: la del conocimiento.
Estas mujeres lo tuvieron. En las últimas décadas del siglo XIX surge en Lampazos de Naranjo en el estado de Nuevo León, donde nacen Andrea y Teresa, un desarrollo cultural promovido por una pléyade de jóvenes que se han decidido por la escritura, iniciando así, a causa de su inclinación literaria, diversas publicaciones. El tremolar del pensamiento de estas jóvenes y estos jóvenes también se encarna en una dura crítica a las dictaduras que deshonran las libertades de cada ciudadano. La profusión de publicaciones indica la influencia del pensamiento anarquista llegado a América a través de los migrantes italianos y españoles, que da lugar a la explosión de la escritura, de la creación de bibliotecas, de semanarios culturales, de periódicos de toda índole y por supuesto a la irrupción de la crítica y con ella el accionar revolucionario. Pensar es criticar, leer y escribir anuncian las denuncias, valga la asonancia. Andrea y Teresa crecen en este ambiente con una ardiente temperatura para juzgar, para confrontar, y con una inclinación poderosa: la del conocimiento.
Sin embargo, la familia se exilia pronto en Estados Unidos por razones políticas por supuesto. Tanto una como la otra se atreven a feroces críticas en contra del sistema porfirista e incluso al del nuevo país, por lo que deben hallar un espacio liberador: el espacio de la escritura. El espacio del libelo, la conferencia, la tribuna, la demanda, donde la palabra tiene las mismas connotaciones que los sentimientos que las producen y los actos que se hubieran querido realizar: pasión revolucionaria en el caso de Andrea y Teresa. Escriben con furor y con el mismo furor Andrea funda el periódico La mujer moderna que revela no sólo su índole revolucionaria sino asimismo su defensa de la mujer. Un ejemplo: “…despreciando los torpes egoísmos de ciertos hombres que prefieren la sierva humilde, ignara y sometida, a la compañera digna, inteligente y libre…” [de la editorial de su periódico “A qué venimos”.]
Finalmente, el exilio se canaliza por la resistencia. Si ejerzo la palabra en el poema, el relato, el discurso, el ensayo, como lo hicieron ambas hermanas y tantas mujeres del mundo entero, y esta palabra se yergue contra la injusticia política, contra la injusticia social, es decir a favor de la ciudad, del pueblo, de cada mujer y cada hombre, no he dejado de existir como habitante, como parte de la comunidad. Garantizo así mi condición de permanencia como ciudadana. Prevalece la condición del sujeto.
A su regreso Andrea vivió en Monterrey, al parecer completamente aislada; quiso entrar a la Facultad de Filosofía y Letras de nuestra universidad sin lograrlo, y murió en la más extrema pobreza en 1964. Teresa se perdió en Texas y se desconoce la hora de su muerte. No hubo reconocimientos, ni apoyos, ni homenajes, ni memoria como sí hubo para tantos que se exiliaron al igual que ellas antes, pero por razones opuestas, cohesionados a través del periódico La Prensa, donde muchos intelectuales fueron reconocidos dentro de lo que se llamó el México de afuera con obra y nombre, pasando de este modo a la Historia y no al olvido.
El carácter del exilio, bien lo prueban nuestras heroínas, cuando es forzado conlleva la utopía que un día, de alguna manera, aquella tierra será hospitalaria otra vez y, como en el tango, florecerá la vida, no existirá el dolor. Por mi parte coincido con Thomas Mann: la patria no ha de regresar aunque uno regrese a ella como lo hiciera Andrea Villarreal, perdida en un Monterrey que desconoció su presencia, sus aspiraciones, y su gesta patriótica.
El triunfo de la Revolución a pesar de sus luchas físicas e intelectuales, no dieron a las mujeres ninguna novedad: No participaron de las nuevas bases de la Nación y tampoco cambió su educación, nivel que para los hombres no les impidió votar y para las mujeres fue su impedimento.
En esta larga lista hay dos que tuvieron cierta fama y están inscriptas en la historia literaria de Nuevo León: María Luisa Garza que firmó sus obras como Loreley, de Cadereyta, y más tarde Irma Sabina Sepúlveda del municipio de Bustamante, cuya obra, sus cuentos de Agua de las verdes matas, son un parteaguas en la literatura de nuestras tierras.
Y en busca de las poetas de estos senderos, arde mi indignación cuando siempre encuentro a los Grandes poetas de Nuevo León, Grandes escritores de Nuevo León, Grandes hombres,etc., etc., etc… todos ellos, consagrados, aplaudidos, estudiados y vueltos a estudiar por otros hombres. Entonces decido en nombre de la innumerable pléyade de poetas mujeres de Nuevo León volverme sobre el presente y nombrar a cada una al nombrar a Carmen Alardín, Dulce María González y Minerva Villarreal a quienes conocí, familiaricé y ya se fueron, así como también a las preciosas alumnas que fueron la otra Minerva la Reynosa, y las Ivette, las Priscilla; y si de alumnas se trata se me confunden las Jessica, y aparece Orfa y por ahí anda Celeste y más allá Diana, y entre dramaturgas, ensayistas, narradoras y poetas se me hace un entrevero de rostros desafiantes y esperanzados. En ellas confío para proseguir la memoria.
Pero están las del pasado y si no las traemos al presente hoy y cada día, se perderán para siempre. De ellas tenemos que ocuparnos.
Entonces me doy a la tarea de rastrear a las que poetas o narradoras, formadoras o periodistas, que conforman la enorme urdimbre del olvido para, aunque sea una sola vez, darles nombre y residencia. Por lo cual me obstino en elegir a las más lejanas y las más perdidas, desaparecidas en el vasto mar de la omisión y la desmemoria. Y me decido a nombrarlas, siguiendo los pueblos que jalonan el Estado de Nuevo León de donde son originarias y entre ellas elijo a las que ya partieron como Sara Aguilar Belden, de Monterrey; Herlinda Alardín Rosas, de Aramberri; Loretto Ayala López, de Cerralvo; Herminia Ballesteros y María Brown, de Montemorelos; Agustina Baur, Antonia Reyes y Reyes del Seminario el Jazmín, edición casi por entero de textos femeninos publicado en 1874; María Benavides, de Pesquería; Hortensia Elizondo que firmaba Ana María, y Angelina Da Fontanar, de Lampazos; Famelisa Galindo Chapa, de General Treviño; María Luisa Garza (Loreley), Rosaura Gómez Reyna y María Luisa Treviño, de Cadereyta; Isabel Leal, de General Terán; Antonia Martínez Alanís, de Doctor Arroyo; Diana Martha Salazar, de Allende; Griselda Ruiz, de Parás; Irma Sabina Sepúlveda, de Bustamante; María Valdés, de Linares, que sembraron el estado de obras educativas, literarias, musicales, plásticas, y que nombro al azar. Porque si no, ¿cómo hacer? ¿Cómo darles al menos un lugar?, puesto que las que se fueron a México o viajaron al extranjero para perfeccionarse, aun así, pasan casi desapercibidas y se las nombra sólo para hacer como si la generosidad de los dueños de la voz pública, les dieran un lugar verdadero en el espacio de la Historia y la Sociedad. En esta larga lista hay dos que tuvieron cierta fama y están inscriptas en la historia literaria de Nuevo León: María Luisa Garza que firmó sus obras como Loreley, de Cadereyta, y más tarde Irma Sabina Sepúlveda del municipio de Bustamante, cuya obra, sus cuentos de Agua de las verdes matas,son un parteaguas en la literatura de nuestras tierras.
En fin, vivo de mala sangre en mala sangre al mismo tiempo que me burlo de mi indignación cuando me topo con un libro que se llama Trabajos forzados y para colmo escrito por una mujer, Daria Galateria, sobre los diversos oficios que los escritores tuvieron que resignarse a cumplir para poder escribir. Pobres hombres, la autora formula una larga lista, pobre Joyce, pobre Kafka, pobre Beckett, pobre Octavio Paz, pobre Jorge Luis Borges, cuando nosotras desde el amanecer de los tiempos hasta la actualidad, para realizar nuestra producción personal y única, vocación que nos aprieta el estómago y nos ensancha el corazón y la cabeza, no conocemos más que esta situación, la de los trabajos forzados en todos los lugares y todas las épocas para poder elegirnos libres en nuestra pasión profesional.
Y no me queda más alternativa antes de terminar que señalar la deuda más grande que como ciudadanas de Nuevo León tenemos para quienes fueron pioneras de nuestro ser femenino actual. Me refiero a la población femenina indígena. No fue mi ocurrencia, en estos días una activista y amiga, Celeste, me hizo una pregunta medular que a mí personalmente me conmovió puesto que tuve que admitir mi enorme ignorancia. La pregunta es: Para ti, ¿cuál ha sido el caso de feminicidio hacia una mujer indígena que más te ha impactado? Tuve que, apenada, decir: No sé, no conozco. Para las mujeres indígenas que crearon, trabajaron, activaron su conciencia y su palabra en nuestro Estado, existe la misma ignorancia: NO, no las podemos nombrar, no sabemos sus nombres. Porque nadie las nombra, ni siquiera la prensa amarillista. No son noticia que pueda conmover. No conocemos sus nombres ni en el goce de la creación ni en el atroz dolor de su exterminio.
Por eso, para concluir quisiera dejar la voz de Paulina Tamez, testimonio tomado por Veronika Sieglin y María Zebadúa, investigadoras regiomontanas de los asuntos femeninos en el trabajo y en el campo, dos grandes activistas de las que me enorgullezco por haber compartido el pensar y trabajado juntas. Ellas dejaron el testimonio con que cierro hoy estas líneas dedicadas a nosotras, a las mujeres, y me honro en hacerlo a través de los ojos de una campesina de Nuevo León cuyas palabras me parecen ser la metáfora perfecta del empeño femenino en completarse, en ser íntegra. Curiosamente ella no se refiere a hijos, maridos, o algún otro tipo de servidumbre para decir de ella y de sus actos. Lo mismo pudiera decir una escritora, una bailarina, pintora, científica, médica o enfermera, maestra o ingeniera. Por eso sus palabras son universales y nos abarcan a todas. La contentura de hacer el trabajo que uno ama.
Más antes, uno desde muy chica empezaba a ayudar en la labor. Para los siete años uno ya era sembradora. Y luego le ayudaba uno a Papá a cortar maíz o a despajar y a bolear el maíz. Le daban a uno un azadón chiquito y Papá iba diciendo a uno cómo bolear el maíz. A mí siempre me gustó la labor y todavía me gusta. Yo voy a la labor y soy feliz. Puedo estar todo el día y soy feliz. No lleno de estar en la labor.
[Coral Aguirre para el Instituto Estatal de la Mujer
Monterrey, 8 de marzo de 2020]