
(Cuento, México).
No, señorita, la banda se hundió cuando regresó el agua a la colonia. Esa fue nuestra mayor desgracia, que un piche chorro de color nos hiciera cagada nuestro repentino éxito en el medio. Nadie lo vio venir, como dijo el atropellado. Estábamos en pleno toquín, entre la música, la inconsciencia del alcohol y los sicotrópicos, traspasando esos umbrales que te hacen golpear traumas añejos y ver a tu perro chihuahueño como una especie de ser cósmico que se chupa el pito en pleno uso de sus facultades mamíferas.
Yo siempre quise ser el compositor de los temas. Pero no puedo bien porque tengo el síndrome de Cornelio Reyna. ¿Cornelio Reyna? No, él no vive aquí, murió hace mucho. El síndrome consiste en que empiezas a escribir versos bien intensos, enfilado y seguro, pero sin decir agua va, se te caen de la nube en que andaban. ¿Sí comprende? ¿Nunca escuchó decir “me caí de la nube en que andaba, como a veinte mil metros de altura”? ¿No? Ok, está bien. Me inspiraba al ver la vecindad, las ventanas rotas y defectuosas, los baches, el poste vencido, las banquetas que se achican ante el agandalle de las casas, las paredes carcomidas de colores, las cabelleras rockeras de los helechos que colgantes desbordan jodencia ecológica. Ya sabe, como el jodido que intenta engañarse la mayor parte del tiempo llenando con figuritas nacas, banderas de futbol y carpetitas de encaje su pobre casa de modo que, si no tiene dinero, al menos tiene recuerdos.
Sí, hablando de recuerdos, sí éramos principiantes. La banda había tenido antes otro nombre, al inicio nos llamábamos “Los hijos fugados de Sico”, pero luego cambiamos a un nombre con más caché, menos discriminatorio para las mujeres y nos pusimos “El Kotex Rorschach”. Le parecerá extraño o repugnante, pero había un mensaje oculto de dignificación hacia la mujer. No, soy soltero, pero no me interrumpa. El Trevor, años después, siendo ya psicólogo, retomaría el nombre de la banda para trabajar en su consulta privada. El maldito les pide a las mujeres guardar en bolsitas esterilizadas los kotex manchados durante su menstruación, con eso les interpreta sus pedos mentales atorados en este intestino bizarro y caleidoscópico que es la vida. Dicen que le va muy bien. Pero bueno, el chiste es que después optamos por “Los destilados de verga”, nombre con el que vinieron los éxitos para la banda.
No, chava, lo nuestro no es el rock metal, lo nuestro es deathcore, usted sabe, con cierta influencia punk. Dicen que son gritos nada más, pero es gente pendeja y sin cultura. Sí, profesión músico.
La verdad la banda cambiaba de nombre como la selección mexicana cambia de uniformes y también seguíamos acumulando derrotas y toquines vacíos. Imagínese al final a toda la banda alrededor de una hielera, con caguama en mano, con las greñas largas y más tristes que los pinches helechos de mi vecindad. El Trevor nos diagnosticó, según la biblia de los loqueros, un tal DSMMADRES, desde episodios esquizoides y traumas en nuestra etapa oral, hasta depresión tropical. Chale, algunos ni el mar conocen. Bueno, a decir verdad, sí, la tristeza tuvo sus consecuencias. Por ejemplo, el Cóndor, nuestro baterista, dejó la uña. Tenía una fijación por creerse personal productivo de bajo rango (pinche empleadillo), que se volaba las chaquetas y camisetas oficiales de Wal-Mart, Office Depot o Caesar Pizza para que en la noche, cuando su mamá le hablaba desde Tlaxcala, ya con uniforme, le contaba que todo iba bien, así él sentía adulterarle menos la mentira a su jefa. Y todo porque su madre hizo leyenda en Kentucky Fried Chicken como empleada del mes, siendo indígena y hablando dialecto. Como el Cóndor es güerito, sospechamos que el Coronel Sanders es su papá. El Espiri (el más joven de la banda) lo tomaba con relativa ternura, porque después de cada concierto fallido, cogía su mantita del Cruz Azul y se iba a dormir a la camioneta en posición fetal, con su caguama como mamila. Yo, al volver a mi cantón, me quedaba mirando los tendederos con sus dentaduras desiertas cruzarse de un lado a otro. A veces, me quedaba contemplando desde el palomar, la tortillería de enfrente, viendo cómo iban saliendo las tortillas, una a una de la máquina, imaginando que cada molde redondo de masa consagrada y perfecta, era un carnal que tras pasar el calvario del fuego, era arrojado a la vida cruel. Pinche metáfora de la vida. De algún modo todos somos como esa tortilla en la máquina, predestinados al vacío. Entendía un poco lo que la madre del Cóndor deseaba: quería que la vida de su hijo tuviera un significado suficientemente real, quería tener que aferrarse a algo valioso durante la caída.
Lo que le platico es el derrumbe de la banda. Sí, el éxito vino cuando nuestro vocalista, el Nico, se denigró al incorporarse a un mariachi de 200 pesos por canción. No nos quedó más que abrir invitación en las redes. Tres días de audiciones en las que se presentaron tres personas. Entre los candidatos estaban un exhibicionista ateo, una policía dark y un ex niño gritón de la Lotería Nacional. Todos nos íbamos por el niño gritón, pero no estábamos convencidos al 100.
Un día en que a mi padre, con fe y lógica (cosas que difícilmente van juntas en la cabeza de un hombre), se le ocurrió la idea de que si el agua no subía a llenar los tanques de los sanitarios y la regadera, por lo menos la llave del sótano podría tener agua. El sótano era una especie de cochera para tres carros en color verde olivo, que conectaba dos o tres casas en el subsuelo; nosotros teníamos acceso al vivir en la orilla. Llegué con mi cubeta de lámina a la llave que se encontraba empotrada al centro de la pared. Abajo, una pileta cuadrada dejaba entrever una coladera de aspecto leproso, atragantándose con una bolsa de papitas y hojas secas. Mi celular sonó, era el Trevor diciéndome que el ex niño gritón se negaba por creencias religiosas a hacer sonidos que tuvieran que ver con el diablo. Yo le respondí:
—Dile que no mame, dile que Dios no va a escuchar música a lugares tan miserables como los nuestros.
—Ya le prometí mi medallita de primera comunión y dice que no.
De repente abrí la llave medio fastidiado y surgió.
No, no salió agua, señorita. Gracias al deficiente trabajo de la Comisión del Agua, salió aire de la llave, aire gutural, aire cavernoso, aire que gritaba la liberación de una violencia contenida. Daban ganas de arrancarle la piel a la noche. Le ordené a Trevor que se callara y escuchara. Puse el celular cerca de la llave unos segundos. Él, incrédulo me dijo:
—No friegues, es lo nuevo de Masacre o Suicide Silence. ¿Dónde lo conseguiste?
—Es la llave del sótano, güey. ¿A poco no te meas? Se oye con madre.
—Estás jodido, cómo va a ser tu llave. Se oye cabrón.
—Manda a la verga al niño y vente a la casa, háblale a los demás que hoy hay ensayo en el sótano a las 8 en punto.
Al principio no me bajaron de pendejo. El Cóndor escéptico armó su batería, en su rollo de trabajador ocupado que a la distancia masticaba un Canel’s sabor yerbabuena. Por su parte, el Espiri se tiró a carcajadas sobre la fiel hielera Coleman que nos seguía en calidad de groupie obesa y representante de nuestra acumulada frustración desde hacía muchas caguamas. El Trevor les advirtió que se callaran y escucharan a la llave. Yo conecté el micrófono y abrí la llave. Se quedaron momificados, con ganas de mearse. Una risa idiota nos invadió al mirarnos a los ojos. De inmediato conectamos los instrumentos y empezamos a ensayar. Fueron varios ensayos en que la banda improvisaba al ritmo y tono de la llave.
La banda organizó el primer toquín en el sótano, un día en que mis padres se fueron a un retiro espiritual. La raza se volvía loca con la llave. Fueron dos horas ininterrumpidas e hilarantes de buena música. Los vecinos se quejaron, nosotros agarramos la multa y ya. Esa noche entraron 150 personas, tan apretadas que no sabías si te rascabas un huevo o si en realidad el huevo te pertenecía. El alcohol, el cigarro y los sicotrópicos rolaron. Al final el público nos amó. Se tomaban fotos y selfies con la vocalista, etiquetando a otros antros y clubes en los que nuestra música había sido muchas veces humillada. Terminamos esa noche tirados en el piso, sorprendidos, sensibles, como si nos hubiera violado el éxito siendo vírgenes en el éxito.
Empezamos a ser tendencia en las redes y la banda mejor posicionada de deathcore. La gente nos reconocía en la calle. A la llave se le hizo un tatuaje de labios zombis donde antes decía ¾ Rugo; también se le pusieron las greñas largas de una Barbie y la camiseta negra de un gato. El mundo conoció a nuestra vocalista como Ruga. Esos días, hasta el chaparro y feo del Espiri, masturbador invicto desde la secu por soledad, tenía tantas vaginas para escoger y coger que parecía cadenero del amor, haciendo una pre selección antes de cada concierto. Había en su gesto algo sobrado, algo imperial que le producía aburrimiento y cierto desencanto, a pesar de que cada noche se llevaba una o dos mujeres diferentes a su cama, desde rucas crossfit bien alineadas en ropa de piel, hasta niñas bien, que a decir verdad jamás le hubieran considerado un ser vivo con derecho a amar si no fuera por el éxito de la banda.
Trevor estaba tendido a la promoción de la banda, hablaba incluso de comprar la casa vecina con la idea de ampliar el escenario y aumentar la capacidad de público. Cada toquín, los fines de semana, se hacían grandes filas para comprar los boletos. Al Cóndor se le ocurrió que requeríamos un staff, chido, a la altura. Se mandó a hacer una playera polo negra con los logos de la banda, con tal de tomarse una foto y mandársela a su jefecita. Aunque también le mandaba las ganancias de las tachas y las cheves que se vendían durante el concierto, porque supongo que el Cóndor quería seguir siendo una desilusión vigente. Nunca la banda comió tres veces y a sus horas, como en esos días. Cuando mis jefes empezaban a ponérseme picudos, les llenaba la camita del niño Dios con puros de a 500 y se volvían como dos borreguitos querendones. Me compré la tortillería frente a la vecindad, nomás por el gusto de ver cómo salían las tortillas de la máquina. Le puse La existencial. Usted sabe, frivolidades que tiene uno.
Una noche, nuestra hermandad se cimbró. Ocurrió cuando yo había empezado el concierto, poniendo la llave a medio sonido, el aire gorgoreaba bonito; el Espiri, queriendo apantallar a una vieja con su lira, calló por un momento a Ruga (por lo de siempre, ya sabe, protagonizar). El público se sacó de onda, pero seguían prendidos. El Cóndor volvió a Ruga y giró con fuerza su manija. Salieron ecos densos que llevaron a un clímax el sonido de la banda. Todos saltaban y se aventaban desquiciados. El Espiri se concentró en su guitarra, haciéndose a un lado, discreto y servicial como gorrón de posada. Fue un exitazo. Dimos varias entrevistas. Pero lo peor sucedió después. Quien nos avisó fue parte de nuestro staff, integrado por el ex niño gritón y el exhibicionista que el Cóndor contrató.
Recuerdo me habló el ex niño gritón con señas, mientras contestaba a la mayoría de las preguntas de un reportero.
—Comandante (así me decía la raza desde el kinder, porque en el festival de primavera, por mis huevos fui del Subcomandante Marcos, con mi capucha y toda la cosa), no quisiera molestarlo, pero en el escenario está pasando algo muy grueso. Algo muy, pero muy grueso.
Incrédulo de la inocencia de un jovencito, lo mandé a que mejor trajera dos six de cervezas para los reporteros. Pero él insistió tres veces, quizás evocando sus tiempos de niño gritón junto a la gran esfera dorada, cuando gritaba premio mayor, premio mayor, premio mayor…
—Comandante, no le quiero decir al compañero porque peligro y tome video, ya sabe cómo es de caliente.
Debo reconocer que la duda erótica de lo que podría estar sucediendo, sembró en mí el espíritu de Sherlock Holmes.
—Qué pasa, dímelo ya sin rodeos.
—La novia del Cóndor se está cogiendo a la Ruga, yo no sé, hasta le puso un condón.
Corrí pensando que para qué fregados el condón, si la Ruga no podría embarazarla con aire, ni pegarle una enfermedad venérea. Además la Ruga es mujer, qué hacen dos lesbianas con un condón. Tengo que aceptar que fui de puro pinche vouyeurista, porque en realidad no tenía un plan de contingencia. Eso sí estaba depravado, incluso para mí.
Lo malo es que al vernos, el Cóndor y el Trevor nos siguieron desconcertados hacia el sótano. Y en efecto, la próxima esposa del baterista le había puesto condón a Ruga y estacionaba su cadera con ojos cerrados hacia atrás, moviéndose cadenciosa, perversa, en lo que parecía ser un pene prehistórico. Gemía arrastrando un “Qué rico”. El ex niño gritón y yo nos detuvimos al bajar los escalones, primero sin saber qué hacer. El pobre Cóndor se quedó suspendido unos segundos, se arañaba el rostro. Todos, menos el Cóndor tuvimos una erección Tomahawk en cadena. El único en disimularla fue el ex niño gritón.
El Cóndor vociferó:
—¡Pinche puta de mierda! ¡¿Cómo me haces esto?!
La prometida del Cóndor giró de la posición en que tenía su cuerpo como de huracarrana invertida, ordenándose el brasier y las pantaletas.
Se armó el desmadre. El Cóndor la quería matar, nosotros lo contuvimos un rato. Quería desquitarse con todos, especialmente conmigo, por darle chance a la Ruga en la banda. El Cóndor tenía un coraje de macho alternativo conteniendo el llanto. Total que el Trevor se llevó a la mujer afuera. Ella, pese a que la agarraron en la maroma con Ruga, parecía recomponerse la ropa con una mirada invicta. El Cóndor caminaba de un lado a otro entre lloriqueos. Desquiciado, corrió hacia la Ruga, alcanzándole a pegar una patada. La Ruga se quedó temblorina, no sabemos aún si de coraje o reflejo. Tal movimiento se podría traducir como la esgrima de un palillo al terminar de comer un bistec.
El Cóndor —como es de suponerse—, necesitó de un tiempo para asimilar y recoger los pedazos de su corazón metalero.
Mientras la banda ensayaba los miércoles, viernes y domingos, surgió algo que nos llevaría a la cima: una presentación especial para la revista Rolling Stone. La revista nos había echado coqueteos a la distancia de sus múltiples periodistas, usted sabe, buscadores de talento. Ya todo estaba listo en la noche de octubre. El Espiri, después de ser un Casanova, se concentraba en el cuerpo de su guitarra. El Trevor colocó al frente unas sillas antiguas aterciopeladas en color morado para la gente de la revista y otros invitados especiales; compró vino francés y botana fina con camarones que nos costaron un ojo de la cara. El escenario estaba al punto. La banda empezó a tocar, las luces armaban sus irritaciones de colores entre la noche plagada de entusiasmo. Y sí, chava, nos cayó la maldición. Una algarabía remota se escuchó en la casa vecina de Doña Prude. Luego gritó a todos la noticia desde la ventana de su cocina. Pero como la vieja era tan argüendera, pensé que a lo mejor había salido del bote su sobrino o que a su hija le habían pedido matrimonio (a pesar de que la Juanita era bien zorra). Pues nada. Apenas estaba la banda y los invitados calentando motores, cuando escuchamos a Ruga frente al micrófono sacar un sonido gutural profundísimo, que sólo sorprendió a los que la conocíamos, pero que a la raza prendió de volada. Algo andaba mal.
Pasaron unos segundos sin que Ruga lograse emitir sonido alguno. Salí corriendo a la calle y por fin logré advertir lo que Doña Prude decía, me lo confirmó su regadera de mano dejando escapar hacia las macetas de su ventana, una línea pautada de agua pura y cristalina.
—Volvió el agua, Comandante, con esa novedad. Avísale a tu mami— dijo con una sonrisa percudida saliendo a tiempos mejores.
Corrí desesperado hacia el escenario, con la idea de hacer algo, que estando ahí no hice.
La Ruga vomitó una especie de lodo arcilloso color marrón. El que tuviera ese desajuste intestinal, sin querer la hizo casi humana frente a mis ojos. Quedaba atrás su condición de objeto útil olvidado en el sótano. Fue la humanización y la caída. Nunca como antes, la Ruga fue parte de la banda. Pero a la vez significaba la derrota, el fin de su paso junto a nosotros.
Salió un chorro de agua que mojó el micrófono, creándose un chispazo. El desconcierto era total. Los de la revista Rolling Stone se largaron sin siquiera despedirse. La raza del concierto se iba, mientras aún seguíamos tocando gracias a la eficiencia de nuestro staff: el ex niño gritón se encargaba de la Ruga, poniéndole un trapo sobre la cruceta al momento de cerrarla, mientras el exhibicionista desconectaba y conectaba el sonido, anulando la conexión de Ruga. El Espiri, queriendo que la raza del concierto se quedara, hizo un solo que partió de lo estridente a lo regional. Las personas se iban disimuladas, como presenciando una pelea familiar ajena a sus intereses. Lo demás usted se lo puede imaginar. La banda se disolvió, cada quien agarró su propio camino.
Yo me quedé con la tortillería, después puse otra y otra. A veces me gusta sentarme a observar el mecanismo, cada tortilla impresa en la banda de metal que sube y baja en ese culero juego de la vida. De cuando en cuando le doy su vuelta a la Ruga, en casa de mis padres; le llevo los recortes del periódico que hablaban de sus días de gloria. En la colonia, desde ese maldito día ya no se ha ido el agua. Hubo tiempo después, en distintos sectores de la ciudad, gente conocedora del death metal que reconoció la voz de nuestra vocalista en otras llaves. Imitadoras que esperaban colgarse de la fama de la banda. La compañía que ensambló a Ruga exigía derechos de autor y hasta el imbécil trabajador que rompió el tubo, que originó los meses del desabasto, pedía regalías. Sí, señorita, ya se que usted no es reportera, solamente le interesa saber si voy a estar en la casilla en las próximas elecciones. Pero es triste que ya nadie pregunte nada de nosotros. Es como si las estadísticas hayan desplazado a todo lo humano. Y mire que no soy para nada un romántico, desde que dejé de escuchar a Cornelio Reyna, mi vicio oculto. En serio, ¿no sabía que él compuso la de Me caí de la nube? En serio, ¿tampoco había escuchado de Los destilados de verga? ¿Pues dónde fregados ha estado señorita? ¿En una especie de aldea o acaso la crio una secta no reconocida de Marilyn Manson?
No, señorita, ¿dónde le firmo para que mi puesto de secretario de casilla se lo den a otro pendejo? Yo estoy muy ocupado con la tortillería. Sabe usted que sin tortillas este país se muere en una semana, una semana, como lo oye. Una semana, el tiempo necesario para sentirse mierda o para saber un poco más de cultura musical antes de tocar heridas que siguen abiertas. Usted no lo sabe. Usted no es nadie para darme un puesto de funcionario. Un funcionario en pleno mediodía, sentado en una mesa de escuela. Esa es la idea de un funcionario en este país. Lo único que funciona bien en esta colonia es el agua y el drenaje.
Y sí, por no dejar, a veces giro la paloma de la Ruga y sigue dando chorros de agua la muy hija de su puta madre, como aquel día en que la providencia y la Comisión se pusieron a jalar para partirle en su madre a nuestro prometedor futuro, sin darse cuenta que al mismo tiempo promovían nuestra caída hacia el olvido.
Foto de portada: Augusto Daniele