Éter
Prologar una antología de cuentistas emergentes, compuesta con la clara intención de fundar un cosmos de raíces presocráticas, es, acaso, una de mis definiciones preferida de Nueva Normalidad: ese fin de época neoliberal que se nos echa encima en pocas semanas. Leí entonces, alejado de la ciudad, como cualquier Dioneo o Filostrato, los cuentos de la presente antología. ¿Qué encontré? ¿Por qué recomendarles la lectura de Elementum? Los catorce autores se muestran interesados en los orígenes: de la historia regional, de los sentimientos primitivos, del lenguaje con el que trabajan, de las posibilidades de la ficción; algunos han arribado ya a ciertas respuestas, en todos se percibe la búsqueda de un origen literario, una marca de nacimiento: el cuento fantástico, las historias de fantasmas, el realismo social, el indigenismo, el surrealismo, la balada ranchera, la literatura erótica. A veces son apuntes, a veces complejas hibridaciones. En esa heterogeneidad que los editores clasifican en tierra, agua, aire y fuego, se percibe la voluntad general de imaginar otro mundo desde la ficción. Eso para mí es el puro éter aristotélico, akasha detrás de los tratados de Poética y Retórica del posocrático. Por eso lo recomiendo: la antología está viva, algo que no se puede afirmar de todas las antologías. Sé de lo que hablo.
Tierra
Manuel Herrara encuentra a sus personajes en la historia y topografía regional, pero los desarrolla explorando las posibilidades de una corriente más amplia, latinoamericana: las narraciones históricas, más o menos fantásticas, que emprenden una relectura de la historia americana desde personajes subalternos o periféricos. “Los borrados” –habitantes, entendemos, de Aridoamérica– llevan en la piel “rayas de colores que simbolizan el viento, la lluvia, las flechas del sol”, símbolos que en su ascensión “reafirman” al narrador, escondido en una cueva. La humanidad de un narrador “borrado”, se sostiene en la memoria, es decir, en el reordenamiento de sus pensamientos. Esa memoria además de material (la marca en el cuerpo de los elementos, el tatuaje como arte) es cronográfica (la conquista militar de esta región). Esto no sólo reafirma al personaje, también lo coloca como un lector crítico de la historia norestense.
Guido Gueta trabaja con atmósferas de “murciélagos y roedores de la oscuridad”, lo que nos sitúa de lleno en el cuento de terror: terrores primarios como sentirse observado o ser devorado. ¿Por quién o por qué? En “Eterna pesadilla”, por “dos lucecitas pequeñas”, más cerca del asesino de la nota roja que al monstruo de las narraciones góticas. En “Cuento de rancho”, por los animales crueles, fríos, antropomórficos, de las leyendas populares.
En “Tierra somos” Tania Romero ofrece el testimonio indirecto de una vida que se apaga: la nieta hace el recuento de la vida de la abuela, una vida disfrutada hasta el fondo, resumida en la sentencia final: “la muerte la llevamos en las pestañas”.
Agua
“La botella” es un cuento de frontera. Esta clase de narraciones operan tensando, menos o más, las implicaciones trágicas del cruce. Gabriel Hernández sitúa ahí a dos hermanos, personajes en fuga. Al autor no le importa detenerse en la anécdota, en por qué escapan, se concentra en la etopeya: la posibilidad de encontrar la libertad del otro lado, demanda resolver la relación de los hermanos de este lado. En la frontera, los códigos sociales permutan, el código familiar se rompe: “Si ves a mamá y papá, diles que espero me perdonen”.
Carlos Rutilo es un lector atento del cuento fantástico en Latinoamérica, imposible no recordar a Horacio Quiroga o a Amparo Dávila mientras se lee “Tlahuelpuchi”. Pero lo de Rutilo es algo más que una incursión en una tradición o un género, es la búsqueda de un lenguaje propio en la obra de sus maestros: Arreola, Fuentes, Pacheco, Del Paso, artesanos todos del lenguaje. Carlos no infla el lenguaje, lo pule: “Un cuchillo color de cielo serpentea entre las nubes de la tormenta”. La intensidad de ese apunte de atmósfera se atempera con la manera en que dilata el tiempo del relato. Todo lo anterior cifrado en un cuento de brujas ambientado en un pueblo mágico. Este es uno de los cuentos más maduros de la antología.
En “Lágrimas en el café”, Mariann Morales nos propone una relectura de algunos bloques semánticos del cuento de hadas (abuela, nieta, casa en el bosque, objeto mágico, iniciación) ajustándolos a la sintaxis del cuento de terror (el monstruo que se alimenta de la víctima por un tiempo prolongado). El resultado de ese cruce es la ternura desencantada de la narradora, la cual no puede dejar de querer a su monstruo.
Aire
“La expiación del espectro atormentado” es un loop que denota interés por las narraciones circulares. Karina González sitúa al narrador de su cuento en la antesala de la muerte, “justo en medio de la inanición y la demencia”. Porque estamos, como descubrimos al final, frente al relato de una cacería contada por la presa, un espectro condenado a repetir una y otra vez su ajusticiamiento.
“Lazarillos” recrea la leyenda urbana de la autoestopista fantasma, concentrándose en la relación que establece el narrador con Brenda, audiencia a la que busca agradar. El realismo de los detalles, combinado con la narración de fantasmas, empatan en un anuncio de periódico que nos empuja a lo sobrenatural, atemperado por el humor mexicano: “Se solicita taxista para fines de semana”. ¿Tario, La hora marcada? No, Iván Aguilar.
Desde el título, el cuento de Teresa Martínez apunta a la imaginación de Leonora Carrington, imaginación plástica que condensa en una imagen, “El diente de león”. Ese irse desmadejando en su contacto con el aire, ligado a esta planta, se traduce aquí como ruptura no de la sintaxis, sino de la semántica de las oraciones: “El guardia del penal le dijo a mi padre: póngase el sombrero de su enemigo y disfrute este baño de burbujas”. ¿Surrealismo? No sé, a mí se me antoja más recurso dadaísta que otra cosa, pero, eso sí, encaminado a desasir a la narradora del tallo familiar: “Soy una rama suelta en el árbol genealógico de mi familia”. El clímax como estallido visual.
“El mito de Mayahuel” es una fantasía épica construida con imaginería prehispánica. El romance entre una niña criada por las tzitzimimes o brujas esqueleto en el tercer cielo y Ehécatl, dios que no tiene forma ni rostro, sólo voz, permite a Juan Iván González ficcionar el origen divino del maguey: planta de la que los hombres, aun en la actualidad, extraen una bebida que los embriaga, otorgándoles a un tiempo la felicidad y el tormento de aquella unión. Acotada a la extensión del cuento corto, la fantasía épica resulta sobrecargada; sin embargo, al final, el autor da con un filón interesante, la ficcionalización borgeana de las fuentes: “No es esta diosa la misma niña que bailó riendo entre el viento por los campos de cadáveres vivos de Tamoanchan, porque esta diosa se pinta siempre con ojos cafés, y se sabe que Ehécatl, viento infinito, se enamora sólo de las muchachas con ojos negros, como la noche antes de que hubiera estrellas”. Ese es el camino a seguir, me parece.
Luisa González Hernández cierra este apartado con “De cómo convertirse en aire”. La autora tensa el cuerpo de su protagonista con el propósito de liberarlo. Educada en las “reglas casi militares de su abuela”, Micaela asume la responsabilidad absoluta de su cuerpo, borrando las marcas que el miedo deja en su ropa, callando el aliento del monstruo, las pesadillas de un padre ausente que la sigue visitando por las noches. Esa disciplina, impuesta primero, autoimpuesta después, termina por agotarla: Micaela, con la imaginación desbocada de sus nueve años, sube al techo de su casa y se echa a volar.
Fuego
“Ceniza” bosqueja el diálogo de la literatura gay con la canción ranchera. Ahí, el lenguaje del desamor (“anoche el telón de fondo era la casa de mi abuela, la muerta; era una fiesta de no sé quién, estábamos en la terraza de las macetas”) se cruza con los brindis más encendidos de José Alfredo (“mientras veo mi amor arder, sorbo un mezcal y me lo paso con cerveza”). Eliud Elizondo, el autor, parece interesado en ahondar en ese diálogo.
“Tonto Tony” es apenas un estudio de personaje a cargo de Emmanuel Carreón Zúñiga. “Por salvarla”, en cambio, es un cuento de fantasmas que pudiera enriquecerse con algunos de los descubrimientos de Henry James.
En principio, “Préstame el encendedor” de XYZ es un cuento carcelario, entregado a la descripción pormenorizada de las etapas de una detención: barandilla, interrogatorio, celdas. Una vez dentro, el narrador da con uno de los temas principales de esta clase de narraciones: la confiscación del tiempo de los reos por parte de las autoridades judiciales. Pero no lo desarrolla. El personaje de Jonathan, limpiaparabrisas detenido por inhalar thinner, lo desvía al apunte social: la inhumanidad de los procesos administrativos, apartados de los presupuestos del liberalismo, a la manera de Hans Christian Andersen.
Iván Aguilar cierra la antología. ¿Qué decir de “Epifanía”? Me parece una narración erótica ejecutada con premura, pero interesante en su planteamiento fundamental: Ulises, pasajero del transporte urbano, logra una erección con la serie numérica impresa de un boleto de autobús. ¡La nostalgia de la secundaria como afrodisiaco matemático, el juego de una lotería informal, estudiantil, el premio de los cuerpos, todo emergiendo de golpe de un minúsculo rectángulo de papel arroz: 17355! Toda una revelación.
Orígenes
Nada surge de la nada, desde luego. Sin embargo, el ser, los seres, se hallan en constante transformación. Estos catorce autores son por derecho propio elementos de un universo en constante expansión: la literatura del noreste o literatura del desierto. Sobresalen los registros fantásticos, las distintas gradaciones del misterio, las historias populares recodificadas en relatos literarios, el humor, la diversidad de intereses, la búsqueda común de un lenguaje personal. Enhorabuena. Celebro los orígenes de Elementum.
[La antología puede descargarse en la página Escritores Neoleoneses Emergentes. Inscríbanse.]