
Ya no resulta extraordinario relacionar a los escritores con el cine: de referencia atractiva ha pasado a lugar común. Cuántas novelas no se nos presentan como el tráiler de una cinta posible; innumerables ocasiones los autores citan películas y directores antes que libros o escritores como motivación o sustancia original de su obra. El asunto llega al horror: muchos de los escritores publicados por editoriales “serias” y que son reseñadas en suplementos serios manifiestan una gran afición por la ordinariez y cursilería hollywoodense.
En la década de los años sesenta, se tiende un lazo de mucha mayor fecundidad entre cine y literatura; no es que antes no existiera, sino que en este momento histórico las barreras son más borrosas y la libertad formal y de recursos que supone es mucho más entusiasmante. Papel fundamental es la nueva cultura cinematográfica que genera la revista Cahiers du Cinéma. Quizá tenga que ver con aquellas palabras de Jean-Luc Godard al respecto de que no había dejado de hacer crítica cuando se convirtió en creador, del mismo modo que desde que publicaba en la revista reseñas críticas, ya hacía cine. La imaginación que confunde formas; la famosa caméra-stylo.
Para cuando todo ello llega, en México, un joven crítico ya está demasiado empapado de las atmósferas y la forma cinematográfica. “Este Carlos, porqué se ocupa de estas cosas, nadie más se interesa en eso”, expresa Sergio Pitol recordando la época en que se conocieron, cuando Monsiváis trabaja en una de sus columnas “La caja idiota” (notas sobre televisión). Resultaba inusitado que se ocupara de esa aparente banalidad, pero también adelantado: Carlos iba a leer lo que ocurriera en cualquier pantalla con la misma intuición y lucidez con que leía libros sesudísimos, como los de Vance Packard.
Aprovechando los recursos de que lo proveían las ciencias humanísticas, Carlos creo personajes-narradores en sus crónicas: el pop sicólogo o el sociólogo instantáneo. Quien ha leído sus crónicas y sobre todo las de esas dos obras maestras que son Días de Guardar y Amor perdido (sobre todo la primera), podrá notar el uso técnico que Carlos hace de la sensibilidad pop; es decir, instrumenta como técnica novelística los gestos, lenguaje propio de esa sensibilidad; ahí los mass-media. Y entre todo eso, el cine es fuente de crítica, referencia, contexto o, bien, resuelve problemas de lenguaje: pareciera que sólo valiéndose de las herramientas propias del cine, Carlos dice lo que tiene que decir.
Ejemplo de lo anterior son textos como “5 de febrero/La Constitución”, en el cual Monsiváis empieza por introducir al lector a Durango, haciendo una descripción de esa tierra idealizada por el western para siempre; o “Las notas sobre el Camp”, en las que constantemente recurre a citas y gags nacidos en el cine para explicar la sensibilidad descubierta por Susan Sontag. Pero hay otros donde pareciera que realmente la forma que se ha elegido para contar es la de la cámara. Es el caso del texto titulado “20 de Noviembre/La continuidad de las imágenes”: aquí, el inventario reflexivo de las imágenes crea secuencias narrativas que dan la sensación de estar viendo un documental. Esta técnica relaciona ese texto con el que abre Amor perdido (“Alto contraste”), donde trabaja de manera similar. Podríamos citar también “25 de diciembre/México a través de McLuhan”, así como en la descripción del inicio de una legislatura presidida por Martínez Domínguez, en la cual uno tiene la sensación de que la cámara, llevada por la grúa, registra rostros, ademanes y situaciones de los convocados.
Por supuesto, el cine mexicano ha sido muestrario de fetiches y consignas (supuestos) que conforman nuestro universo afectivo y cultural: Monsiváis lo vio claro y aprovechó todo ese contenido visual para entrar con el bisturí en la dinámica social de aproximadamente cuatro décadas. Los coscorrones dados a políticos, jerarcas y burgueses; cosas tan estupendas como la sección “Por mi madre bohemios”, fueron posibles gracias a ese niño, adolescente y joven que se nutrió (con la necesaria distancia crítica) de la pantalla (chica y grande). Trabajos destacados de Carlos Monsiváis son títulos como Rostros del cine mexicano, pero, sobre todo, A través del espejo. El cine mexicano y su público, obra con cierto interés sociológico (como ya lo había abordado antes Manuel Michel), pero con la inteligencia de Carlos Bonfil (coautor del libro) y la pluma y genio de Monsiváis, que hacen de él un libro más asequible y aprovechable.
Muy sabida y comentada la anécdota del Monsiváis-Santa Clos-borracho en Los caifanes; quizá por eso gusta tanto hablar del actor, como si fuera el detalle más característico de su relación con el cine. Hay por ahí una pedacería de breves apariciones, meros momentos chuscos. Pero vendría bien recordar también al Monsiváis escritor para cine, guiones como Fonqui (1985)o Víctimas del pecado neoliberal (1995), y más aún México de mis amores (1979). Este último es un recuento lúdico del cine mexicano a través de sus cintas, pero, sobre todo, en sus protagonistas. Es una delicia ver a todos esos personajes hablar bajo la luz de la pluma monsivaiana; la intervención de doña Sara García, monologando en los recovecos hilarantes del buen Monsiváis, es una maravillosa depuración de la habitual gazmoñería mexicana.
Revisar la obra de Carlos en relación con el cine nos puede abrir el camino hacia una forma de ver, analizar y escribir sobre cine menos ordinaria, al mismo que más aguda; es decir, la brecha hacia un disfrute del cine que no dependa tanto del entretenimiento inmediato, como está ocurriendo en los tiempos de Netflix.