
Cumplir años en una efeméride literaria puede ser un golpe de suerte para un lector, sobre todo si la fecha, en rigor, remite a una ficción: transmutación de la experiencia en imaginación. Muy diferente, pienso, a las efemérides históricas que suelen tener un toque oficialista y se convierten, a la postre, en días feriados. Yo nací un 16 de junio y, cuando me volví lector voraz en la juventud, encontré el Ulises, y en particular di con ese cuarto capítulo donde se nos presenta a Leopoldo Bloom comiendo menudencias de bestias y aves, y se describe, al paso, esa luminosa mañana de verano, mientras el protagonista prepara el té. Un torrente de palabras y sensaciones. Dotar de sentido a las fechas es, por supuesto, un acto arbitrario, retroactivo y caprichoso. Joyce convirtió el 16 de junio de 1904 (su 16 de junio) en algo más y volcó en esa cifra años y horas de experimentación literaria. Yo, sin proponérmelo al inicio, he ido resguardando fragmentos y sensaciones acaecidos en esa fecha y los he hilado en una suerte de historia personal algo disparatada y sin mucho orden.
Para mí, el 16 de junio significaba, en los días de infancia y adolescencia, además de mi cumpleaños, la clausura de los años escolares (a unas cuantas jornadas del inicio de las vacaciones de verano en el hemisferio norte). Luego, al paso de los años, se ha transformado en un momento de pausa y respiro. No soy supersticioso ni abuso de la cabalística: estoy consciente de que esa es sólo mi percepción, y que está alterada por mi propia consciencia (un conocimiento que se vuelve retroactivo y dota de sentido a mi pasado). En algún momento, Leopoldo Bloom sospecha que ese día hará calor (el sol ya había alcanzado el campanario de la iglesia de San Jorge). Y sí, ese día suele ser luminoso, el sol entra por todas partes y la resolana, como en el poema de Reyes, se cuela por los mosaicos del piso. Tal vez por eso recuerdo con intensidad los párrafos en los que Bloom transita por esa mañana, alternado ideas, sensaciones y acciones, mientras se queja de haberse vestido con ropas oscuras. La gran odisea de vivir un día, y donde lo único especial es el hecho de reparar en ello, dar cuento de las cosas nimias e insignificantes, mirarlas con detenimiento y grabarlas en la memoria.
Los recuerdos de mis cumpleaños giran en torno a esas actividades cotidianas y rutinarias (más que a festejos o regalos, aunque claro, hay algunos obsequios que se quedan grabados por alguna razón: unas damas chinas con las que nunca jugué; una gorra de béisbol, un monstruo de plástico); me gusta pensar, por ejemplo, en el café o el té que tomo, en las primeras cosas que leo esos 16 de junio. Pero, sobre todo, disfruto tratando de recrear la atmósfera completa: el sol ascendiendo, las escasas nubes que cruzan el firmamento, los pensamientos que se me cruzan por la mente como una parvada de pájaros negros. Trato de registrarlo todo y de compararlo con años anteriores; me gusta ir hasta el fondo de mi memoria y recordar episodios insignificantes (como en qué día de la semana cayó en tal año, si fue en uno bisiesto); o, por el contrario, impactantes, como cuando amanecí en un hospital con mi brazo derecho enyesado: ese día cumplía nueve años y lo que más retengo en mi cabeza son los cortinajes (de tono azul celeste) de la sala en donde me atendían.
Ahora me doy cuenta de que estas sensaciones y percepciones prevalecen sobre todo por las mañanas: durante la tarde y por la noche hay, por lo regular, comidas familiares y festejos, que, aunque suelen ser sencillos y modestos, igual traen consigo una fuerte dosis de convención social; entonces uno tiene que asumir un poco su rol, y más ahora, cuando las redes sociales se encargan de activar las agendas de todos y vuelven más mecánicas las celebraciones. Mi último cumpleaños lo pasé en confinamiento y aproveché para alargar mis divagaciones desde el amanecer (el primer sorbo del té) hasta el anochecer. Me di el gusto de mirar el cielo y registra el tránsito del sol. Como Bloom, en algún momento del día escuché las campanas de la iglesia más cercana, sonaban como la intromisión de la realidad: el tiempo que se imponía nuevamente con su lógica lineal. El día acabaría en algún momento y a la mañana siguiente comenzaría un nuevo año que pasará seguramente inadvertido en su mayor parte, al menos hasta que tome de nuevo el impulso de registrar el infinito repertorio de fragmentos que componen nuestras vivencias cotidianas.