
Estos primeros meses de 2020 han sido extraños. A finales del año pasado, suponía que varios cambios ocurrirían en mi situación personal, pues haber concluido una tesis cuya escritura requirió varios años de mi vida, implicaba moverme hacia un nuevo proyecto.
Transité el salto de un año a otro con una sensación de desamparo, me preocupaba no haber localizado mínimamente las coordenadas para iniciar el trazo de un futuro texto que acompañara mis siguientes pasos. Mientras tanto, escuchaba a la distancia que cierto virus estaba circulando en Asia. Primero le llamaron genéricamente “Coronavirus”, después la especificidad condujo a nombrarlo Covid-19. Durante enero y febrero ese tema no me inquietó, quizá porque creía que no nos alcanzaría territorialmente. Pensaba que pronto podría contenerse la expansión, tal como había sucedido con anteriores brotes de otras enfermedades.
Desde marzo, la suspensión de actividades en diversas instituciones del país nos alertó sobre un nuevo malestar que irrumpió en nuestras vidas, aunque ni siquiera nos confirmemos contagiados, pues los síntomas tardan en aparecer y, en ciertos casos, consiguen una leve expresión, lo que no exime nuestro potencial de transmitir el virus a las demás personas; ese factor lleva a temer el contacto entre los cuerpos, porque podríamos portar el virus en las manos y enviarlo al prójimo. Si acaso nos atrevemos a tocarlo, sobreviene un monto de culpa ineludible, debido a que existe la posibilidad de estar contribuyendo al riesgo de muerte del otro. No tenemos formas de anticipar cómo responderá el cuerpo de cada persona contagiada. Hay quienes sobreviven a la enfermedad, pero muchos han caído en batalla.
Ponemos en juego el cuerpo cuando amamos; ahora me pregunto cuáles serán las implicaciones subjetivas que tendrán las limitaciones respecto a las muestras de afecto que suponen tocar al otro. ¿Cómo habitamos el propio cuerpo?, ¿acaso se ha vuelto un artificio peligroso? Tocarse el rostro es un hábito por evitar en este aciago presente, a partir de la inoculación de la creencia en la amenaza de la mano contaminada. Aunado a ello, la indicación de lavarse las manos con frecuencia ha multiplicado sus vías de difusión, desde la infantilización con caricaturas que lo recomiendan, hasta la exposición de figuras públicas que disponen de veinte segundos para grabar un video que explica detalladamente cómo efectuar la otrora sencilla tarea de procurar la higiene de las manos.
La antigua estrategia del confinamiento no es un recurso inocuo, a pesar de la buena intención de reducir las posibilidades de contagio. Tal medida sólo considera al cuerpo biológico susceptible de enfermedad, pero poco se habla de otras dimensiones que nos atraviesan como sujetos. ¿Cuál es el costo subjetivo de la intención de aplanar la curva estando en aislamiento? En algunos casos, la presión del encierro lleva a explotar mediante violencia física. No hay casa lo suficientemente grande para esperar con absoluta tranquilidad el fin de la cuarentena, porque la permanencia prolongada en determinado espacio y con las mismas personas que hemos considerado familiares por muchos años, tornan extraña nuestra presencia en esta situación. Viejas rencillas acometen, aunque matizadas por el contexto actual, quizá porque nunca se dirimieron, simplemente se depositaron en el desván, a partir de la pretensión de hacer como si todo estuviera bien. ¿Y qué pasa con la persona que vive sin compañía?, ¿qué espectros retornan para visitarle durante el encierro solitario? Aquí hago una pausa para intentar una aclaración: no propongo salir desaforadamente a la calle, busco apalabrar las posibles repercusiones de la reclusión.
La parsimonia en las tareas se ha vuelto cotidiana durante la sensación de atemporalidad, estación fronteriza entre la vida y la muerte. Ahora que podría parecer que “tengo tiempo de sobra”, me encuentro con que siempre me falta. Suena un constante “Preferiría no” para hacer eco al emblemático Bartleby de Melville (1856), cuya actualidad es una expresión de resistencia[1] frente al poder que encierra y, al mismo tiempo, presiona para mantener la estandarizada productividad desde la casa, mientras no se cuenta con fecha exacta para el término de la cuarentena –por un lado, porque el periodo se estiró cuando se acercaba el fin propuesto inicialmente, pero también porque la estrategia del semáforo que habrá de regular el retorno gradual a las actividades fuera de casa podría señalar otra fase de confinamiento en un momento posterior–, aunque lo crucial es que no se vislumbra un desenlace próximo para la pandemia. La muerte desfila en los pasillos de nuestra intimidad sin concretar su gesta, posiblemente su andar seduzca a quien se le difumina la esperanza.
Procrastinar la conclusión de un proyecto es aplazar el encuentro con la muerte, dicho de otro modo, es una manera de evadir el “se muere” (teorizado por Blanchot, 1955: 1992: 144-145), a partir del repliegue al servicio de la aspiración a la fijeza, sin embargo, ésta es quimérica, no hay recaudo que valga ante la muerte, “el ser es tiempo” (Castoriadis, 1981: 2005: 64). Habitamos en el instante para transitar hacia una opción distinta que amerita la decadencia de una forma previa. El porvenir demanda una apuesta creativa sostenida en el deseo, el cual implica el reconocimiento de la presencia de la muerte en la vida.
La escritura es un placer artesanal, un oficio de cuidado que no puedo forzar al calor de la inmediatez. Hay diferencia entre prolongar el proceso creativo como si sucediera a cuentagotas, frente a postergar el inicio, vale decir, “el arranque”. ¿Qué es el no hacer?, ¿qué es lo que se contiene cuando no se empieza?, ¿qué implica no comenzar el trazo?, ¿es una inhibición de la escritura?, ¿un aplazamiento gozoso para escribir cuando me sienta más en(valen)tonada? A veces creo que sólo pospongo la escritura para recriminarme por no hacer y no decir, la culpa embiste por desatender el afán productivista, pero, ¿por qué tendría que escribir?, ¿es una obligación marcada por una institución o una descarga que requiero? No tengo una encomienda impuesta por una entidad localizable, sin embargo, mis trazos se rebelan, quizá porque están interiorizadas las exigencias de cumplir con los estándares del discurso académico. Algo se me escapa porque no consigo llevarlo al registro, a pesar de ello, en este escrito doy cuenta de la imposibilidad y una brizna se manifiesta después de la impotencia.

¿Cómo se vive la libertad durante la cuarentena?, ¿qué valor tiene el encierro cuando no escribo?, ¿qué es lo que se esconde y no se comparte? En contraposición, ¿qué se pierde cuando se escribe?, ¿lo que se va perdiendo durante la escritura es la espera por lo que podría decirse en torno a un tema? Sí, se pierde un poco de esperanza, esa aspiración, ese proyecto, porque al concretarlo estamos terminándolo y, algo de nosotros “se muere”. Entonces, la escritura permite encontrarse con la muerte, acaso vivirla de otro modo, porque la experiencia de escribir nos advierte del límite, de aquello que no logra decirse, pues la palabra no puede abarcarlo todo; luego iniciamos otro texto para ver si en esta ocasión alcanzamos a decir al menos un poco de eso que no conseguimos registrar en los anteriores, aunque fallemos otra vez; sin embargo, cada ejercicio creativo es valioso porque configura una respuesta diferente y parcial ante lo que no deja de interrogarnos, puesto que siempre falta algo por saber. La escritura abre puertas y multiplica los caminos, porque el acto apela a transitar por variados sentidos que cuestionen y se distingan de la trayectoria establecida como adecuada, correcta o “normal”, la cual pudiera ser mortificante si se erige como la única válida. Por otro lado, cada texto amerita una exploración de la voz. El resultado es el indicio de un esfuerzo de apropiación de la voz, la afirmación vital, debido a que la escritura compromete a quien ejecuta el trazo a hacerse cargo de su posición particular frente a los demás. En síntesis, la escritura transmite vida, porque cuando compartimos un texto con otras personas estamos confiando en que las palabras encontrarán diversas posibilidades de interpretación y contribuirán a analizar la situación en que nos hallamos, pero también es una apuesta a largo plazo, una exhortación a pensar y generar cambios que propicien condiciones más favorables para el futuro de la sociedad.[2]
Ya noté las rendijas en la jaula, he sacado la cabeza varias veces, pero aún no termino de salir, temo el extravío, aunque no vendría mal recordar que estar adentro no significa poseerse, quizá evite el contagio de algún virus, pero el confinamiento es la corona del poder que controla y administra la vida.
La incertidumbre resulta constante, la estabilidad es ilusoria. Desde varios frentes, el momento histórico-social demanda reconocer nuestra fragilidad y dejar de fingir una fortaleza individual. A pesar de las desavenencias, recurrir a los otros sigue siendo una opción de vida. Si la estrategia cibernética se instala como mecanismo de control, al tiempo que se vende como necesario instrumento de trabajo que sostiene la productividad idealizada, habrá que preguntarse cuál es el espacio para la intimidad, pues corre el riesgo de escurrirse entre publicaciones en redes virtuales y videollamadas.
Tenemos la posibilidad de soñar, incluso si el horario de dormir no es el ordinario. Convendrá buscar formas de mantener la proximidad social a través del diálogo, el pensamiento, la escritura y la creación, más allá del distanciamiento como indicación sanitaria.
Nos construimos a partir de los vínculos con los otros, ¿qué seríamos sin ellos? La precariedad del cuerpo de nacimiento no es una condición totalmente superada, la tragedia de nuestros días nos recuerda la finitud. No hay jerarquía o bien material que detenga a la inexorable. El cuerpo presente se extingue, mientras procuramos unos cuantos trazos de vida.
¿Cómo salir del atolladero? Aún no tengo la respuesta, pero creo que la vía será colectiva. La palabra puede ser lazo cuando se dirige a construir opciones de vida, cuando cuestiona el afán de estabilidad y se apuesta por crear un espacio más respirable. Dudo que haya soluciones definitivas, los dados se han lanzado tantas veces y cada tirada produce una combinación distinta, el juego sigue en curso, el teatro del pensamiento invoca al azar (Foucault, 1970: 2005: 41), desafiando a lo instituido. El ejercicio creativo sostenido en la imaginación perfilará las líneas de fuga, la escritura es un vehículo para la vida (Deleuze, 1988: 2006: 224). Estas palabras son una convocación.
Referencias bibliográficas
Blanchot, M. (1955) El espacio literario. Barcelona: Paidós, 1992.
Castoriadis, C. (1981) “Lo imaginario: la creación en el dominio historicosocial”, en Los dominios del hombre. Las encrucijadas del laberinto. Barcelona: Gedisa, 2005, pp. 64-77.
Deleuze, G. (1988) “Sobre la filosofía”, en Conversaciones. Valencia: Pre-Textos, 2006, pp. 215-246.
Deleuze, G. (1993) Bartleby o la fórmula, en Crítica y clínica. Barcelona: Anagrama, 2009, pp. 98-127.
Deleuze, G. (1993) La literatura y la vida, en Crítica y clínica. Barcelona: Anagrama, 2009, pp. 11-18.
Foucault, M. (1970) Theatrum Philosophicum, en Foucault, M. y Deleuze, G. Theatrum Philosophicum seguido de Repetición y diferencia. Barcelona: Anagrama, 2005, pp. 7-47.
Foucault, M. (1978) “El libro como experiencia. Conversación con Michel Foucault”. [Entrevista con Duccio Trombadori], en La inquietud por la verdad: Escritos sobre la sexualidad y el sujeto. Buenos Aires: Siglo XXI, 2013, pp. 33-99.
Melville, H. (1856) Bartleby, el escribiente. México: Colofón – Edición especial para Librerías Gandhi, 2013.
Vázquez, T. (2019) La verdad del deseo en procesos de subjetivación como recurso (est)ético frente a la alienación (Tesis doctoral). ITESM: Monterrey.
[1] De acuerdo con Deleuze (1993: 2009: 105), la frase de Bartleby trastoca la “lógica de los presupuestos”, debido a que no se subordina a lo que el otro espera cuando le formula una demanda, sino que subvierte la expectativa con un vacío, desde donde se manifiesta la “lógica de la preferencia”.
[2] Desarrollé algunas de estas ideas en: Vázquez, T. (2019) La verdad del deseo en procesos de subjetivación como recurso (est)ético frente a la alienación. (Tesis doctoral). ITESM: Monterrey, pp. 200-214. Ahí recordé esta frase de Deleuze (1993: 2009: 15): “La salud como literatura, como escritura, consiste en inventar un pueblo que falta. Es propio de la función fabuladora inventar un pueblo. No escribimos con los recuerdos propios, salvo que pretendamos convertirlos en el origen o el destino colectivos de un pueblo venidero todavía sepultado bajo sus traiciones y renuncias”. También retomé lo que Foucault (1978: 2013: 33-34) expresó respecto a su relación con los libros que escribió: “Jamás pienso del todo lo mismo, por el hecho de que mis libros son para mí experiencias, en un sentido que querría el más pleno posible. Una experiencia es algo de lo que uno mismo sale transformado. Si tuviera que escribir un libro para comunicar lo que ya pienso antes de comenzar a escribir, nunca tendría el valor de emprenderlo. Sólo lo escribo porque todavía no sé exactamente qué pensar de eso que me gustaría tanto pensar. De modo que el libro me transforma y transforma lo que pienso. Cada libro transforma lo que pensaba al terminar el libro precedente. Soy un experimentador y no un teórico. Llamo teórico a quien construye un sistema general, sea de deducción, sea de análisis, y lo aplica de manera uniforme a campos diferentes. No es mi caso. Soy un experimentador en el sentido de que escribo para cambiarme y no pensar lo mismo que antes”. Asimismo, él consideraba que esta transformación iba más allá de lo individual, pues podría incidir en otras personas: “En el libro, la relación con la experiencia debe permitir una transformación, una metamorfosis, que no sea simplemente la mía sino que pueda tener determinado valor, que sea accesible para los otros de forma tal que estos puedan hacer esa experiencia. […] esa experiencia debe poder ligarse hasta cierto punto a una práctica colectiva, una manera de pensar. Es lo que sucedió, por ejemplo, con un movimiento como el de la antipsiquiatría o el movimiento de los presos en Francia” (Foucault, 1978: 2013: 39). Evoco estas propuestas para señalar que coincido con ellas en que uno de los motivos que animan a efectuar los trazos es la expectativa de posibilitar la transformación, tanto particular como social.