
A Yolanda Oreamuno (1916-1956) la conocí recorriendo la feria del libro tan escasa en lecturas verdaderas y dentro del espacio de la UNAM, nada editorialmente célebre. A Armonía Somers (1914-1994) me la trajo Roberto de algún viaje al Sur supongo, y con Amalia Jamilis (1936-1999) tengo una deuda honda que alguna vez otra escritora de mi tierra, María Teresa Andruetto, me echó en cara.
Las traigo aquí, a la página pública porque nadie las nombra y porque, como siempre, alguien tiene que hacerse cargo y eso hacemos nosotras, las escritoras que nos sabemos en la misma huella. Esta huella está desprovista de honores y agasajos aunque hayamos ganado premios y publicado un poco o mucho. En realidad, nuestra literatura no trasciende salvo curiosas excepciones, producto del campo cultural, tal como lo describe Pierre Bourdieu, que arremete y elige por azar, por interés, por contingencia o por milagro algunos de nuestros nombres, de nuestras obras, que por lo general nadie lee, y los lanza al cielo de las estrellas donde se brilla un día o dos y se terminó. Pasamos entonces a formar parte de ese destino universal pero que a nosotras nos toca en vivo, vivas, y si no una vez muertas a pesar de nuestros muchos laureles, que es el olvido.
Herederas de nadie, hijas de ninguna parte, extranjeras por la índole ilícita de la inclinación a escribir. Oscuras porque no hay luz que nos alumbre ni faro que nos guíe. Hemos escrito como nuestras antepasadas en la oscuridad de su falta de educación, en las sombras de sus casas que nunca fueron hogares para reforzar sus ansias, en vagas penumbras que desdibujaron su perfil, en gajos de niebla y brumas para que no se las oyera demasiado fuerte, demasiado rotundas.
Y en verdad en esta soledad escritural estas mujeres que nombro hoy han hallado sus modelos no en nuestras propias literaturas femeninas sino en las legitimadas por la tradición y por su excelencia. En el caso de Oreamuno, Thomas Mann y Faulkner. Con Armonía Somers, seguramente su propia generación donde no ha residido por una obra antitética con el grupo uruguayo, la Generación del 45, con Onetti, Rama, Galeano, Benedetti y las poetas Vilariño y Vitale, entre otros que, sin embargo, creo yo, le deben haber aportado la necesaria relación crítica para abordar una obra sorprendente por sus novedades. En cuanto a Amalia Jamilis, ciertas reverberaciones de James Joyce y de Jorge Luis Borges atraviesan su obra.
Herederas de nadie, hijas de ninguna parte, extranjeras por la índole ilícita de la inclinación a escribir.
Teniendo en cuenta que la mayor huella en la textura del discurso de Oreamuno fue provista por Marcel Proust, es muy coherente que lo que aporta la escritora es una sutil pero intensa observación de la psicología de los vínculos familiares y una crítica que, en su única novela La ruta de su evasión, deviene un ejercicio simbólico del patriarcado. Su novedad, pues, resulta de esa percepción prematura de la familia, es cierto, auspiciada por su lucha feminista, que me recuerda notablemente a Jean Genet cuando en su único reportaje para la BBC de Londres señala que, para él, la primera célula criminal es la familia.
Yolanda muere a las 40 años. Hubo de nacer en Costa Rica y morir en México. Forma parte de una pléyade de escritoras sueltas que no pueden considerarse de grupo o tendencia alguna y, no obstante, entre ellas pareciera haber una vinculación basada en otro tratamiento y crítica de los comportamientos sociales y psicológicos de sus personajes, o bien en la originalidad de sus discursos, absurdos, fantásticos, cuya fragmentación anuncia otro modo de escribir, otro modo de ser escritora.
Entregarse al genio, ser cosa suya, tierra de su simiente, olor de su flor, objeto de su actividad, campo para que actúe, es entregarse a la muerte y vivirla minuto a minuto. El genio es allá donde se rompen las medidas, donde tú estás solo, enteramente solo…
Cincuenta años después, Giorgio Agamben, el filósofo italiano, en su ensayo sobre el genio señala: “Si Genius es nuestra vida en cuanto no nos pertenece, entonces nosotros debemos responder de cosas de las cuales no somos responsables; nuestra salvación y nuestras ruinas tienen un rostro pueril que es y no es nuestro propio rostro.” (Uy, cómo se nota la influencia de Ricoeur.)
En este mismo sentido la aparición de Armonía Somers, nacida en Uruguay, con su primera novela La mujer desnuda, resulta una sorpresa a causa no sólo de su desafío al supuesto papel de la mujer escritora, prudente y sabia, que defiende los vínculos del amor y la familia, sino también a causa de una prosa tajante. Una condición metafórica de cada acción o paisaje que narra, y una obstinación narrativa en exasperar los límites de los lazos entre hombre y mujer.
De la misma generación que Yolanda, la sobrevive no obstante casi cuarenta años. Como el de Yolanda, su trabajo literario se omite, se desdeña. A mi modo de ver Armonía Somers es a la literatura femenina lo que Remedios Varo a la pintura surrealista. No trabaja sobre la memoria sino sobre un presente incierto donde la existencia de sus personajes depende sólo de él, nunca del pasado, como si la criatura creada por Somers se estuviera haciendo a medida que la leemos, frente a nuestros ojos.
La mujer sin cabeza quedó extendida sobre la alfombra oscura, pesadillescamente estrecha, de su último acto. Habría, bien pudiera ser, una dimensión en el tiempo para eso. Pero la conjetura más simple debía ser por entonces de alcance corto. Al tocar la garganta se terminaban las preguntas.
En cuanto a Amalia Jamilis, la más joven entre ellas, vivió en Bahía Blanca desde la adolescencia atraída por la atmósfera promisoria del mundo de la plástica bahiense, por lo tanto la conocí y pude observarla desde una mirada mía más crítica que curiosa en bares y calles de mi ciudad. De una generación anterior a la de Héctor Libertella, otro gran escritor bahiense admirado por Piglia y otros especialistas, su hábitat natural no era la gente de Letras sino el ambiente de los pintores, que también apuntaba a grandes figuras internacionales como Rafael Martín. Quizás sea por eso que nuestros caminos nunca coincidieron.
Pléyade de escritoras sueltas que no pueden considerarse de grupo o tendencia alguna y, no obstante, entre ellas pareciera haber una vinculación basada en otro modo de ser escritora.
Como Armonía y Yolanda, Amalia no fue profeta en su tierra. Pudo obtener premios nacionales e internacionales, pero creo que a nadie le importaron. Tampoco su inclusión en todas las antologías hispanoamericanas de cuento y la traducción de sus cuentos a otros idiomas. Considerada una de las grandes escritoras argentinas, forma parte de ese núcleo de mujeres de creación experimental, elusiva en cuanto a exhibirse, parca en sus comentarios sobre su obra y sobre sí misma.
Quiero dar un ejemplo de su decidida ruptura con lo verosímil y el naturalismo resultante con el comienzo de su cuento El hombre muerto:
El hombre muerto tomaba café vestido con un pantalón brillante y un saco de alamares. La mujer se levantó de la cama y con un dedo enguantado le señaló algo que había adentro de la taza. El hombre miró sonriendo; mientras sonreía la mujer abrió su cartera, sacó un revólver y lo mató. El hombre se desplomó hacia atrás con mucho ruido y estaba muerto, ya no volvería a tomar café nunca más. La mujer se puso un tapado de piel, como hacía Olimpia en invierno y un sombrero altísimo, le dio al muerto un beso en la boca y salió a la calle.
En fin, siento que estoy, estamos, en deuda con estas escritoras nuestras, latinoamericanas y opuestas de algún modo al canon masculino, que ejercieron su palabra desde otro sitio, con otro sesgo y que todavía no hemos alcanzado a tratar como ellas se merecen. Así saltan adelantándose a la frase con que quiero concluir, Griselda Gambaro Cristina Peri Rossi y Silvina Ocampo, tan raras y solas, como únicas flores en campos minados por la trayectoria de los hombres, entre muchas más que seguramente me asaltarán en cualquier recodo del bosque de la conciencia, al aire libre o durante los insomnios para pellizcarme fuerte y decirme al oído o a los gritos: Todavía no te has acordado de mí.