
(Cuento, México).
La quise sacrificar dos veces. Ambas con dos distintos veterinarios y por distintas enfermedades. Ávidos por presenciar cómo muere una de su especie, al final impedía que no hundieran la aguja en cualquiera de sus patas. Quizá era la llama que llevaba en sus ojos como catapulta. En este recuento inexacto, en el que su partida ha significado el fin de una era que se extiende por años, para mí ha sido como haber aprendido un nuevo lenguaje o una disciplina marcial antigua.
Mi papá la adoptó en 1964. Alguien en su trabajo se la regaló para no partirse los pies por el frío, en la primera y única nevada de la ciudad. “Los de esta raza, Arturo, tienen la sangre súper caliente. En la noche, la dejas caer en tus pies. Si no te mueves, no se mueve. Vas a ver: no te vas a congelar”. Logró estar quieta de día, comer y beber lo que hubiera, y mantener caliente la habitación en donde mi padre vivió con la abuela recién llegado de Zacatecas.
Una vez que mi padre se casó y que todos sus hijos nacimos, era una constante de vida aprender a vivir con el olor a animal muerto y a alimentarla sin verla de frente. Nunca pudimos ¾y lo digo con toda la pena del mundo¾ con el pavor de escucharla salir de la jaula en las noches. Era como un crujir. Como un “hasta siempre” que se queda en el aire. Una pesadilla que se desdobla en un sueño, en donde todos queremos un gato o un perro y nos trae la navidad algo que no queremos.
Al perder dos de sus patas y empezar a caminar erguida, mi papá le puso Olivia. Decía que era muy parecida a la novia de Popeye. Se comía mis cómics, despedazaba las muñecas de mis hermanas y hacía agujeros en los calcetines. No recuerdo si le contábamos los años, creo que no. Papá decía que estaba pasando por la pubertad. Cuando la jaula le quedó chica, le construimos una pequeña habitación en el patio.
Entre mi hermana y yo juntamos 150 pesos y le compramos sus primeros tenis. Su primer palabra fue “cielo” y la segunda “mamá”. Le encantaba escuchar los ruidos del taller de carpintería que estaba a dos casas. Aprendió a leer a partir de una Revista del consumidor que usábamos para matar moscas en la cocina. Jugaba al avioncito con veinte números en lugar de diez. Parecía no cansarse. Siempre ganaba, incluso si hacíamos trampa.
Dejamos que entrara al interior de la casa a disgusto de mi madre y a reserva de todos nosotros. No sabíamos qué esperar. Había que estar atentos, decía mi padre. Pero estuvo genial: aprendió a hacer recortes y armar collages, preparar café, grabar de un cassette a otro, llamar a la radio para pedir una canción; entender que no se podía atravesar las paredes de las que colgaran imágenes y a contar historias a partir de los colores de las barras de ajuste de la TV.
Un día, un vecino le contó a mi padre que su raza estaba en peligro de extinción. Había un par de especímenes en un ranchito, en Juchitán, que usaban los jornaleros para abrir surcos en el campo. Eran rápidos y, con sus garras en forma de guantes de pelotari, lograban preparar el suelo para la siembra más rápido que una yunta jalada por leopardos. Deberías vendérselas, le aconsejaban a papá. Dejó de hablarle a cualquiera que le mencionara el tema.
Cuando me casé tuve que traerla conmigo. Para ese entonces ya había aprendido a seleccionar bien su comida. Era cosa de dejar abierta la puerta dos horas durante la noche. Nunca le cuestionábamos nada. Su vida y la nuestra se simplificó pues ya no teníamos qué comprar esas bolsas mixtas compuestas por tres tipos de vegetales secos. A veces llegaba a casa con sangre en la boca. Nunca nos dijo el animal. Quizá era betabel.
Luego papá murió y ella se escondió en algún lugar de la casa por tres meses. Consultamos con un zoólogo y no supo explicarlo. Había un estudio de la revista Science que decía que dos de cada diez podían experimentar profundo dolor por la pérdida de sus amos. Cuando apareció de la nada comenzó a hablar. “Nunca está de más comprar un seguro de vida” y “los gatos son un verdadero fastidio” fue lo que nos dijo. Escribió en montón de libretas que aún guardo. En una de ellas está la crónica de cómo conoció un caracol.
Esta mañana se despidió de nosotros. Compré un pastel. Aunque aprendimos en todo este tiempo que su raza no soporta el azúcar, estaba contenta por el gesto. Mi hijo le anudó una corbata de moño y mi mujer le colocó un velo rosa encima de su cabeza. Nos dijo que le ponía nerviosa nunca haber usado sus alas pero que siempre había una primera vez. Una descarga de electricidad taladró la palma de mi mano al estrechar la suya. Y se perdió entre dos cerros de la Huasteca, pelones y grises.
Foto de portada: Andrea Tejeda K.
Espléndido texto. Da escalofríos. A esperar Las memorias de Godzilla.