
Un fenómeno que ha marcado la tónica de los últimos años es la influencia de las “series”, que, aunque ya son vistas y producidas por plataformas de internet, pueden ser consideradas como productos televisivos, pues en gran medida, sus rasgos característicos y el público destinatario, es el mismo.
Se ha dicho demasiado que la distancia entre cine y televisión se ha acortado, y que la supuesta inferioridad que ésta última tenía frente al primero, ha sido no sólo anulada, sino rebasada: ahora, muchos trabajos cinematográficos aspirarían a la calidad que están logrando las mencionadas series. Ese pretendido de igualdad entre la pantalla chica y la grande es bastante endeble, pues para la mayoría, presupone calidad; de tal modo, entre más logros técnicos a lo Star Wars o El Señor de los Anillos, la serie ha alcanzado otro nivel. ¿Pero dónde quedaría, si fuese la intención encontrarla, la noción de Arte?
Que Hollywood genere tanto despilfarro de efectos especiales y, en ocasiones, estos lleven a buen puerto un trabajo cinematográfico, no significa que el planteamiento del cine como una forma de arte quedé atrás (o tan relativizada). Que la pantalla es entretenimiento, a nadie tendría por qué molestar, pero, ¿no hay nada más? También podríamos poner a discusión la noción de entretenimiento, y preguntarnos si ese cometido no va más allá de sujetar la atención de un espectador cualquiera a cualquier precio con lo que fuere. Ha dicho el novelista José Donoso: “no leo para aprender, leo por otra razón: por placer -no para entretenerme, que es un matiz distinto; prefiero mil veces aburrirme leyendo las novelas magistrales de Juan Benet, porque esto me procura un placer, que “entretenerme” leyendo a Agatha Christie, que no me procura ninguno”. Y, sin embargo, pareciera que para el espectador de hoy mero entretenimiento es placer estético, o bien, el entretenimiento lo es ahora todo.
Que la pantalla es entretenimiento, a nadie tendría por qué molestar, pero, ¿no hay nada más?
Como dijera el viejo refrán: en tierra de ciegos… La tierra del presente es la del entertainment, y quizá el tuerto (sustituyendo personajes) lo encarna todo ese material que aspira a un poco más: como un chef que condimenta un platillo para agenciarse nueva clienta, podemos –quizá- apreciar al conjunto de guionistas introduciendo ciertos condimentos: complicación de la trama, personajes menos arquetípicos y planos (la antigua dicotomía de héroes y villanos) o bien, la introducción de asuntos políticos o de actualidad social, para volver el entretenimiento “serio”. Juego de Tronos, Los Soprano o Breaking Bad, por decir algo, podrían ser tomados como trabajos más serios que aquellos que por décadas eran vistos en la televisión para llenar una hora de ocio. A menudo se citan momentos o palabras de ellas, y se discuten esas citas, como importantes trabajos cuasi intelectuales.
Quizá la mentira fundamental que predispone el debate al respecto, es la ingenua creencia de que son géneros separados y ahora se empatan o confrontan. Desde hace décadas hay un ir y venir de un tipo de pantalla a otra, incluso, muchos de los actores importantes de la industria cinematográfica tuvieron su origen en la televisión. Para ejemplo basta el caso de Spielberg, quien debuto con la cinta Duel, hecha justo para la televisión. La cinta tuvo tal éxito en la pantalla chica, que se la adaptó para la grande, donde el éxito no fue el mismo. Pero eso ocurrió en 1971, y para entonces la televisión ya era terreno propicio para el germen de un nuevo talento cinematográfico.
Otra inevitable predisposición es el hecho de que cada país es un tipo de televidente. Y aunque hace años muchos espectadores en México fueron formados por otras empresas que no son Televisa o Azteca, gracias a la llamada televisión de paga, podemos generalizar, pues el contexto nacional han sido esas televisoras, y ya ha sido demostrado cómo los mass-media han formado e inducido conciencias, sensibilidades. Así pues, la reacción ante Netflix tiene que ser diferente en cada contexto pues, a diferencia de nuestro ámbito, en otros países la pluralidad de televisoras es mayor, además de que los productos visuales son de mayor calidad y por tanto hay un espectador más exigente: si en nuestro país hemos tenido que recurrir a alternativas que nos eviten la televisión nacional para así evitar su estupidez y poder acceder a algo menos vulgar, en otros países sí han tenido trabajos valiosos en las televisoras que ordinariamente eran vistas. Más de una cinta de Bergman fue vista primero en televisión, justamente porque fue escrita para la televisión. Qué decir de Pinter en Inglaterra, por ejemplo. Además, esas televisoras europeas, como la BBC, sí tuvieron a bien, a diferencia de las nuestras, adaptar obras clásicas o llevar, con acierto, la historia a la pantalla. Ahí están, si no, las distintas versiones, igual rusas que inglesas, de Guerra y Paz.
Pero, además, qué decir de esas maravillosas adaptaciones de La Marcha Radetzky, de La Montaña Mágica, del Doktor Faustus, de Las Confesiones del estafador Félix Krull. Por cierto, cabe mencionar el detalle de que todas estas obras podrían haber sido apreciadas por el espectador mexicano, lo que ocurre es que fueron transmitidas por canales “menores”, sin tanta audiencia, que no les es propio el “entretenimiento”, además de que antes sólo se veían en la capital. ¿Cómo compite el Canal 22 con Netflix? No sólo hablo de la producción y el presupuesto, sino de la atracción que pueden suscitar en el gusto de un espectador-televidente.
¿Cómo compite el Canal 22 con Netflix? No sólo hablo de la producción y el presupuesto, sino de la atracción que pueden suscitar en el gusto de un espectador-televidente.
El objetivo de este artículo no es, solamente, proponer que hay una sobrevaloración de esas series y respectivas plataformas-productoras, va más allá: discutir si la hay y las posibles razones. Por eso he preferido acercarme a través de aparentes cabos sueltos, intentando proponer más caminos de investigación, análisis o simple inferencia. Replantearse los méritos de tal o cual trabajo o propuesta y la relación entre el público y los distintos productos visuales podría ser bastante fecunda, sobre todo si pensamos en que el supuesto de que esas series tienen tanta calidad que merecen ser tomadas tan en serio como a una obra de arte, es un mito. Es decir, mera infatuación mitificada como verdad.
Nadie duda ya, después de Foucault, que somos en gran medida producidos: productos conformados para ser consumidores de otros productos. ¿Alguna alternativa frente a este proceso? La crítica. Mientras más la ejecutemos, procuremos, propalemos y discutamos; conforme más espectadores, televidentes avezados, críticos, especialistas o simples diletantes se suban al vagón de la crítica, tendemos un camino por el que pueden transitar quienes intentan escaparse de los artilugios del Mercado.