
(Cuento, México)
La planta parecía artificial pero estaba viva y crecía y la flor iba muriéndose y eso también era la vida, sobre todo eso, la vida: una agonía desde el principio con algo de esplendor y bastante tristeza.
Luisa Valenzuela, “Cambio de armas”
Hay una presencia aquí que no estaba antes de la planta. La puse en el balcón de nuestro cuarto, donde le da el sol. Olvido y no olvido regarla, a veces la tengo seca y otras ahogada hasta el borde del platito. Abrir el cancel es problemático, entonces pasa el tiempo, me asomo y la encuentro quieta en su maceta; pero días después es otra planta, con retoños nacidos de su tierra húmeda, con pigmentaciones nuevas en los brotes más grandes, con heridas cuya causa ignoro: una hojita carcomida, un tallo seco de repente. Otros días es un amarillo que, de los bordes hacia dentro, va comiéndose lo verde. La planta nunca es la misma.
Por las noches despierto en medio de un sueño y me asomo por la rendija de la persiana. Un trozo de piso revela la sombra movediza de sus hojas. La luz blanca de la lámpara en la calle alumbra a medias el balcón, donde la planta vive sola. La imagino indefensa, temblando ligera, envuelta en la negrura que la gruesa jacaranda, todavía desflorada, proyecta sobre ella.
Debajo de las cobijas acerco mi cuerpo al cuerpo de Roberto, que duerme pesadamente. Respiro largo, profundo, doblada entera en mí misma. Me da lo mismo. Es una neblina verdosa e incesante. Buscando la hebra que me lleve al lugar donde todo comienza. Luego me consuelo, entre los claros, con el pensamiento de que es ella en la planta. Si hay una presencia. (¿Por qué tendría que ser otra y no ella?). Resbalo después, el sueño perdido ya, emponzoñado con las nociones de la vigilia, hacia otras intuiciones o caprichos.
¿Dónde encontrarla, dónde volverme accesible para que me llame y se haga presente?
***
Ella, al contrario de mí, tenía muchísimas plantas en el jardín, en los corredores y en algunas macetas dentro de la casa. Vivíamos en un viejo caserón de Tacubaya, grande y oscuro y con muchos cuartos que, en lugar de unirse entre sí, estaban separados como pequeñas islas. Lo había construido mi tía abuela, una comerciante de productos chinos que amasó una buena cantidad de dinero importando baratijas y perfumes. Murió soltera y sin hijos, después de viajar por todo el mundo. A mi madre la consideraba una hija, había cuidado de ella cuando era una niña y más tarde, cuando se enfermó, fue cuidada por ella. Por eso nos quedamos con la propiedad y una pequeña suma de dinero. Mi mamá había pasado casi toda su vida en esa casa, pero se esmeraba tanto en su mantenimiento, ideaba tan frecuentemente cambios y remodelaciones, que a veces me daba la impresión de que al renovarla también la borraba, la anulaba, la convertía en un objeto poroso.
En los años ochenta construyeron edificios de oficinas alrededor, y la luz natural que antes se chorreaba por los ventanales dejó de entrar. La única fuente lumínica quedó en el jardín, bien al fondo. Las puertas de las recámaras daban a un corredor largo y oscuro, abarrotado de flores y macetas: hortensias y azucenas; malvones blancos, color púrpura y rosa mexicano; buganvilias que trepaban entre las columnas; teléfonos, palmas camedor, millonarias y otras plantas de nombres que parecían inventados por ella: la cuna de Moisés, remedo abrillantado de un alcatraz; la hoja elegante, de corolas grandes con forma de corazón; la pata de elefante, de tallo largo y delgado; y el listón o mala madre, que se llamaba así porque la planta, explicaba señalándolos con el dedo, tenía la costumbre de aventar o expulsar a sus hijos, unos racimos verdes y flacos, atravesados por una raya blanca al centro.
En el jardín grande había dos truenos, una higuera y un hueledenoche trasplantado entre las piedras; un aguacate que daba unos aguacates de piel muy delgada, que ella comía con todo y cáscara; un manzano que daba manzanas muy verdes, que luego preparábamos en dulce; un durazno que no sabía florear y al que mi mamá le ataba unos alambritos en invierno. Ella sabía las cosas naturales, las cosas prácticas y las cosas misteriosas. Conocía, con sabiduría heredada, las plantas que cuidaba, sus necesidades elementales: cuándo floreaban o debían regarse, cuándo cambiarlas de sitio o hacerlas crecer junto a una vara de madera para que no se encorvasen. El recuerdo de mi madre se condensa en una imagen que va perdiendo nitidez: descalza en el jardín, un cigarro en la mano, una manguera en la otra, su perfil recortado contra la luz amarilla de la tarde.
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Me traje la planta de Oaxtepec. En año nuevo rentamos la cabaña de uno de los tíos de Roberto. Su primo, que no vive en México y a quien solo conozco de foto, se encarga del trámite a través de una página de internet donde se anuncian villas y departamentos para estancias cortas. Dijo que nos dejaría la noche a mitad de precio y a mí me pareció de mal gusto que nos cobrara siquiera, pero Roberto estuvo de acuerdo, no se le ocurrió o le dio vergüenza sugerir que sencillamente nos la prestara, y cada pareja –Hilda y su novio, nosotros– pusimos la mitad del dinero. El primo aclaró que era una construcción sencilla, apenas una habitación y una cocina-comedor, pero que el amplio jardín con piscina y asador compensaban.
La tarde antes de irnos fuimos a recoger la llave al sanatorio que administra el tío de Roberto, sobre avenida Revolución. Nos perdimos en el camino. Nadie recordó que el flujo de la avenida se bifurca en dos sentidos a la altura de Mixcoac y, sin querer, dando vueltas prohibidas, nos metimos en las calles angostas, y a veces hostiles, de la colonia Tacubaya. Roberto sabía que yo había crecido ahí y se impacientó porque no pude darle mejores instrucciones, pero la verdad es que nada me parecía familiar, las fachadas de las casas eran otras, los comercios que conocí habían desaparecido. A veces pienso que los espacios de mi infancia son parte de un sueño, que recuerdo ese sueño a medias o lo escuché de otra persona.
Nos detuvimos en una gasolinera y uno de los empleados nos explicó cómo llegar al sanatorio, tres cuadras adelante. Decidí adelantarme mientras le ponían aire a las llantas. La ciudad estaba desierta por el feriado: el cielo empezaba a ponerse rojo, anaranjado, un rosa con rayas azules. El aire, aliviado de una buena parte del smog de los automóviles, ceniciento todavía, se dispersaba sobre el valle, se limpiaba a sí mismo. En el horizonte, desnudos sin la niebla gris, los volcanes nevados también contemplaban.
Caminé varios metros antes de dar con el edificio, muy angosto y pintado de azul cielo. En la sala de espera, desierta, la televisión repetía una telenovela a bajo volumen. Detrás de un escritorio sepultado de portarretratos y objetos de papelería, la recepcionista me hizo señas para que me acercara. Era una señora de cara redonda y aterciopelada, con ojos gatunos que se perdían detrás de las micas gruesas de sus lentes. Traía puesto un suéter verde aceituna de cuello de tortuga, los puños envueltos en pulseras doradas que, al moverse, emitían un sonido como de copitas de vidrio. Le dije que venía a recoger las llaves de la casa de Oaxtepec y ella de inmediato fue a buscarlas. Del pasillo bajaba un ligero olor a desinfectante. Escuché un rumor de pasos y de puertas que se abren, de ventiladores y cuartos asépticos de hospital. Al rato volvió y me dio un sobre manila con la dirección de la casa. La letra era severa y anticuada, como la de mi madre, con mayúsculas y minúsculas mezcladas, escrita con un plumón rojo al margen del sobre. Le di las gracias y salí de aquel limbo de paredes azules. Revolución me pareció hasta bella, despejada del trajín automovilístico, con su anchura iluminada de rosa.
Llevaba poco tiempo desempleada, pero ya había olvidado la dicha breve de un día de asueto. Todos los días eran lo mismo, unas vacaciones impregnadas de incertidumbre. En el fondo empezaba a preferir la soledad que me proporcionaba el departamento, silencioso como una cueva, caliente como un nido, repleto de objetos cómodos y familiares.
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Después de recoger la llave nos fuimos a comer con Hilda y Palmarola a un restaurante cerca de la glorieta de Dinamarca. Nuestro edificio se encuentra en una de las calles solitarias de la colonia Juárez, cercanas al centro, que en primavera se tapizan de flores de jacaranda. El condominio se ha enmohecido y le da poca luz, pero me gusta pensar que habría sido bello, incluso caro, en los buenos años de la Zona Rosa.
No planeamos demasiado lo de Oaxtepec. Queríamos descansar de la ciudad y sobre todo tomar el sol, pues llevábamos dos semanas con tormenta invernal, lo que en Ciudad de México se traduce en fuertes vientos y una lluvia intermitente que no empapa pero humedece. En el departamento pasábamos mucho rato con el calefactor prendido, esperando a que el cuarto se entibiara un poco para lograr dormir. Además había otra cosa, algo que ninguno decíamos, que permanecía como una razón tácita y preferiblemente ignorada, y es que nadie, o al menos los demás, porque yo no tenía otra opción, deseaba pasar el fin de año con su familia.
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No sabía con qué frecuencia regarla, o si era de sombra o de sol, aunque supuse, por el lugar donde la encontré, que era exterior. Una planta correosa, resistente, que no necesitaría demasiada agua. Le había puesto un vasito de agua cada tercer día, excepto el fin de semana que fuimos a visitar a la hermana de Roberto a Polotitlán. El lunes siguiente, cuando salí al balcón con la intención de fumar, la descubrí encorvada y reducida, con las hojas invadidas por la ceniza parda de la putrefacción que ya le había comido las puntas. Llené una jarra de agua con vinagre blanco y le vacié la mezcla con cuidado. Dos días después ya había erguido otra vez las hojas, pero opacas.
La obligación de regarla es un fardo, a pesar de que mis ocupaciones diarias son modestas y poco importantes. Fuera de ellas todo es una gelatina tibia que rodea los muebles, las paredes, las jacarandas que empiezan a cambiar allá afuera. Procuro olvidarla pero algo me hace pensar en ella. Surge por la noche como último pendiente cuando ya estamos acostados y hay que prender la luz, caminar a la cocina, traer un vaso, abrir el cancel. Su presencia me incomoda pero la sensación de un deber, extraño o impuesto, me obliga a alimentarla.
Es cierto que aquí, entre estas paredes, me entrego a la contemplación y a la quietud. Pero también es cierto lo otro: que nos falta el dinero, que estoy cansada de depender de Roberto en todos los sentidos y bajo todos los preceptos, y que esta incomodidad y esta disparidad son los principales detonadores de nuestras peleas, cada vez más frecuentes. Su ausencia durante las mañanas y las tardes, la noche como único momento en el que me hago persona y no fantasma, nos han distanciado de manera tal vez irreparable.
Todo, hasta el sexo, escasea.
Él lo intuye, que en el aislamiento me pongo a construir, con materiales distintos a los comunes, un mundo privado.
Escribiendo frente al espejo del comedor, como ahora. La pantalla de mi computadora emite un brillo blanco sobre mi cara reflejada en el espejo. Empieza a anochecer y del otro lado, a manchones, distingo el centro de la máscara, cejas negras sobre ojos que para vigilarse tienen que encontrarse con sí mismos, duplicados.
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Foto de portada: Guido Bompadre