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Escribir por las mañanas

octubre 19, 2020Deja un comentarioAristarquía, Portada CulturaBy Víctor Barrera Enderle
Foto: Unsplash

¿Existe un horario idóneo para la escritura? ¿Unos minutos al día donde las palabras fluyan mejor? Supongo que cada cual tendrá una respuesta positiva (la escritura es un proceso personal y se alimenta de los vaivenes de nuestras subjetividades: es parte de las manías y afecciones de cada uno). La imagen más recurrente de una persona escribiendo, sin embargo, la ubica en una desolada habitación a altas horas de la noche… Antes de seguir debo aclarar que estoy consciente de que la escritura es, hoy, una actividad rara, excéntrica (a pesar de los millones de mensajes que se envían a destajo por minuto a lo largo y ancho del planeta), que casi no se visualiza en un universo donde prima la imagen. Disculpen ustedes, entonces, si hablo en un sentido general.

Decía que la escena recurrente, cuando pensamos en alguien que escribe, está ligada a la atmósfera nocturna: fantasmagórica y nebulosa a un tiempo. Uno de los versos más afortunados de Martí (¡y tiene muchísimos!) reza: “A la creación la oscuridad conviene”, y canta a continuación el poeta cubano a la “noche creadora” explicando la razón de su alabanza: “La noche es la propicia amiga de los versos”. Y qué decir del atormentado personaje de “El cuervo”, que desde las regiones plutónicas de la noche revisita a sus demonios bajo el dintel de Palas Atenea y exclama sus tribulaciones. No es difícil advertir los motivos de estas escenas. Escribir de noche significa, a partir de la era moderna, ir en contra de las normas; y representa a tal grado esta revuelta que irónicamente se ha convertido casi en un precepto. (Todas las rebeliones tienden a legislarse, tarde o temprano.) Propongo, entonces, una heterodoxia. ¿No constituiría una vuelta más a la tuerca pergeñar palabras en papel o pantalla durante las primeras horas del día? En lugar de ir a una oficina o a una escuela, quedarse en casa y arrastrar la pluma o pulsar infinitamente las teclas hasta lograr hacer algo de sentido (o sin sentido, que para el caso da igual). Estoy consciente, y no podría sino estarlo porque lo vivo a diario, que hablo aquí de un privilegio (¿cuántas personas pueden darse el lugar de dedicar parte de su tiempo a la lectura y la escritura?), aunque para mantenerlo deba sobrevivir haciendo infinidad de labores e inventando horas al día. Dedicarse a la literatura, al menos en nuestras regiones, implica el desarrollo y perfeccionamiento de una habilidad extra: hallar o construir un cuarto propio, con su peculiar temporalidad. No es una torre de marfil: sino el recordatorio constante de nuestra vinculación con lo social. Escribimos de espaldas a la calle para luego volver a transitarla.

Por eso no hablo de meditación ni de ningún tipo de ejercicio trascendental. La escritura es, para mí, la más clara manifestación de mi materialidad, de mi condición efímera y mortal. Dibujar figuras en las paredes de las cavernas, marcar una raya más en los muros de la cárcel, tallar una inicial en la corteza de un árbol. Algo que permanece, pero de una manera difusa y fragmentaria. La escritura es el grito de nuestras delimitaciones. Nos pertenece y nos es ajena. La utilizamos como vía de expresión y termina elaborando su propio discurso, muchas veces ajeno a nosotros mismos. Nunca terminamos de conocerla y mucho menos de dominarla (más bien podría suceder a la inversa).

Tal vez ese sea motivo de mi preferencia, de mi gusto, o de mi afición a escribir por las mañanas, cuando tengo más fuerza y mejor concentración, aunque luego termine agotado y abatido, lleno de dudas (tal vez más confundido que antes de comenzar a escribir). Sin embargo, cuando consigo lograr algo, y puedo salvar algunas cuartillas de la siega de la autocrítica, el resto del día es diferente. No hablo estrictamente de productividad, sino de un particular y modesto tipo de comunión con uno mismo. Porque, aunque proclamemos a los cuatro vientos que vivimos en la era de las comunicaciones, estamos inmersos en la incomunicación permanente. Así, alcanzar, aunque sea de manera breve y precaria, el diálogo interior implica, al menos para mí, ejercer un poco la crítica cotidiana, la reflexión de mi condición ciudadana. Ahora mismo, mientras me dispongo a poner el punto final y el sol matutino entra por mi ventana, pienso que he salvado por hoy la jornada, aunque sé que mañana vendrán nuevas batallas.

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Aristarquíaescribirescrituraestilo de vidahábitoVíctor Barrera Enderle
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Sobre el autor

Víctor Barrera Enderle

Ensayista y crítico literario. En 2005 obtuvo el Certamen Nacional de Ensayo "Alfonso Reyes", y en 2013, el Premio de Ensayo "Ezequiel Martínez Estrada". Su último libro es "Nadie me dijo que habría días como éstos".

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