
En el conocido centro urbano, Chac Mool, se llevó a cabo la segunda edición del Festival Videotitlán, un movimiento insólito que pretende ir más allá de los parámetros y circunstancias actuales. Sin el apoyo gubernamental, sin grandes firmas o las imponentes siglas de una empresa respaldando, jóvenes de distintos lugares de Latinoamérica, generan un espacio para el cine, el público y la crítica.
Lo que pasa con Videotitlán es la voluntad de difundir cine, de que ese cine se vea y, sobre todo, un cine que en gran medida quedaría fuera de festivales y, lo más importante, de salas o cualquier espacio para su exhibición.
En plena pandemia, los jóvenes no se detienen, y no sólo crean Arte, sino que crean el espacio para que su trabajo fluya y vaya de unas manos a otras, de una mirada a otra. Por las razones ya conocidas, la asistencia fue muy limitada (casi como una rueda de prensa), los organizadores del Festival en nuestro país, obviamente no asistieron, y la exposición y transmisión de todo el Festival se dio en línea.
Porque hay que agregar a lo anterior que, en el concepto independiente de dicho Festival, se proyectó una serie de actividades que lo rodeen: por ejemplo, en la exposición a la que este junta-palabras asistió, se convocó a músicos, entre ellos a los Vagabundos Underground, pioneros del rap en nuestra ciudad y quienes más genuinamente se han mantenido justo ahí: en lo subterráneo. No obstante, como si fuera parte de un guion, un grupo de vecinos atribulados por los amplificadores rogó enérgicamente que se suspendiera el sonido.
Aun así, con esos accidentes, la exhibición se dio, y el carácter con que ocurrió fue, sino accidentado, al menos favorablemente atípico: la función parecía una irrupción en medio de un restaurante totalmente ajeno al acontecimiento cinematográfico. Pero dentro de ese cuadro algunas miradas bien fijas, reivindicaban el hecho. Espléndido contraste con la dinámica de las salas, cuya estampa más asidua –me parece- sería un lugar atiborrado de gente que mastica y mastica mientras es deslumbrada por las luces de una superproducción hollywoodense.
Acierto de estos muchachos hacer esa conexión con artistas extranjeros y traer ese material tan variopinto al espectador curioso de estas latitudes. Gracias a ello, vimos COVID-19 en el bajo Urubamba,del peruano Carlos Marín Tello; Corina, de la boliviana Gaia Van Diemen, a lado de Tiempo inmemorial, del mexicano David Nahúm. Nosotros vemos su trabajo y ellos ven el de los nuestros; más: ellos contemplan nuestras inquietudes, nosotros conectamos con las de ellos. Porque justamente ese es el nodo del asunto: el tema que campea y motiva por esta serie de filmes es la pandemia de la cual nadie se escapa.
Física, económica, psicológicamente, nadie se escapa, pero, quizá, encontramos los caminos para responderle al presente, desde el Arte. Los doce trabajos que integraron dicho Festival son un testimonio de eso. No es que todos se reduzcan al tema coronavirus y sea tratado de forma autobiográfica. Si en algunos sí está tratado de manera frontal, en los demás se intuye bajo las historias que parecieran más bien intrascendentes, cotidianas.
Eso sí, es una fortuna comprobar que la mirada crítica de estos muchachos se anticipa a cualquier anquilosamiento del cine (aun cuando los espectadores de nuestro tiempo parecen propiciarlo). Los trabajos que pudimos ver –insisto, por fortuna- no se ven tan preocupados por las formas ordinarias: en más de un caso la anécdota dista mucho de ser una historia; importa más la expresión, el gesto bien articulado, que la narración explícita de acontecimientos.
Del performance al cortometraje, pasando por la concatenación de composiciones visuales que más parecieran trabajos de pintores o productores de videos musicales, esta generación de (¿millenials?, o busque usted el terminajo pertinente) tiene una mirada fresca, irreductible y felizmente crítica.
Es grato constatar que, a pesar de los malos augurios, la enfermedad y los zopilotes que especulan con la vida, en los terrenos del cine, el Arte no se detiene.