
(Novela, fragmento, Argentina).
Dos historias atraviesan el libro, y resultan una y casi la misma historia. En Corrientes, en el noreste argentino, un territorio habitado por el guaraní, el calor demoledor, las plantas gigantescas, y los animales que, así los escribe Ernestina Perrens, “se desplazan en cámara lenta”. Por un lado, entonces, la historia de la tierra que se hereda, y las implicancias que tiene ser dueño y a la vez ajeno de esta tierra; por el otro, la historia del médico de la familia, de origen inglés, que abandona a su esposa e hijos, y cruza el puente, dispuesto a fundar y a dirigir el leprosario que funcionó en la provincia. Tacurú, palabra guaraní, que nombra los nidos enormes de las termitas que se levantan a cada tramo en la tierra correntina, es también el nombre de esta nueva novela de Ernestina Perrens, que acaba de publicarse en Buenos Aires, por Paradiso Ediciones (108 páginas), y que vale mucho la pena. (M.P.)
***
Otros antepasados
podrían haber sido los míos
y yo habría abandonado
otro nido.
Wislawa Szymborska
Esta tierra no es la mía.
Cuando murió mi padre, alguien me arrancó de su cuerpo y me dejó ahí, partida entre el odio y la piedad. Yo me quedé mirando sus manos, que no morirían nunca.
Se llevó las letras de los tangos que tarareaba con timidez, el alcohol que cubría su desamparo, la ferocidad de los apodos que inventaba, el secreto de la historia de mi abuelo, el miedo a los leprosos y algunas palabras en guaraní.
En la escena, mi madre, su pelo que hacía tiempo había dejado de ser rubio, con medias tres cuartos azules ciudadela, sandalias gastadas, el anillo de mi padre colgado de un cordón al cuello y las costuras entreabiertas de su pollera.
Ahora ella me mira y parece suplicar silencio. Quiere morir en paz, pero el ruido de los murciélagos en el techo la inquieta. No los pudimos sacar, deben ser miles, si pudieran comerse unos a otros, piensa en voz alta. Ella parpadea intranquila, repite se devorarán entre ellos. Sé que no logrará escucharme. Y pienso para qué volví. Qué historia se oculta entre su locura y mi voz. Se levanta, abre las cortinas, camina lenta, parece llevar sobre los hombros el exceso de su propio cuerpo.
Luego de la muerte de mi padre, recibí el llamado de ella, algo hay que hacer están tomando las tierras del fondo, tomate el primer avión y vení antes de que sea demasiado tarde.
No regresé sola. Volví con José. Sentado a mi lado, me toma de la mano, sé que este lugar lo espanta. Ni bien llegamos me dijo que tenía ganas de cabalgar, pero él no sabe que nadie cabalga en estas tierras, se anda a caballo a un trote que marca un ritmo difícil. Si hubiésemos cabalgado la vida hubiese sido más liviana. José lleva en el cuello una estrella. Forma parte de un pueblo nómade y eso me da envidia. Sé que este lugar no es para él ninguna tierra prometida.
Toma uno de los pastilleros que mi madre colecciona y para iniciar una conversación le dice que le recuerdan a los dedales de la botonería de su abuelo en Villa Crespo. Ella intenta no escucharlo, pero él insiste, menciona los colores y la caja donde su abuelo David guardaba los dedales. Mi madre mira sus pastilleros y los cuenta, tiene miedo que uno de ellos vaya a parar a la caja de don David.
Las flores de las cortinas de la ventana están desteñidas a pesar de la lona azul vieja que mi madre puso detrás. Entre los paños puedo ver una bruma silenciosa y opaca que anuncia tormenta. La humedad es espesa y el calor oprime.
Esta mujer sentada frente de mí guarda las llaves y el dinero dentro de su corpiño. A través de su blusa puedo ver los billetes que asoman entre sus pechos. Lleva un inventario de todos los objetos de la casa en papeles que pega dentro de la puerta de los placares. Las deudas parecen estar adheridas a su piel. Para ella todo es propiedad. Solía pasear por los remates de Buenos Aires buscando los muebles de la casa de su infancia. A veces los encontraba, pero entonces los dejaba y compraba aires acondicionados viejos o rollos de cortinas rotas. Mientras rebuscaba entre los viejos objetos no dejaba de pensar con nostalgia en el Mesías del gobelino de su casa. Pertenecía a una clase convencida de que ciertas desgracias no iban a sucederle jamás.
Apenas conozco al hombre que está a mi lado pero sé que sola no hubiera podido venir. En el viaje paramos a almorzar en una parrilla de la ruta, pidió dos veces que le cocinaran más el lomo. Miré con espanto la carne cocida como una suela y pensé quién ha dicho que la vida hay que vivirla arriesgadamente. En el mundo de las probabilidades nosotros teníamos pocas. Me dice que ha tenido una vida feliz. No sé bien de qué habla pero empiezo a dudar. Algo de esa ingenuidad me aleja de él y me hace pensar en cada uno de mis miedos. Miedo a no dormirme, a que no nazcan más hijos, a los ciclones, a las gallinas, a quedarme encerrada en un ascensor. Yo hablo poco, prefiero preguntar, me protejo para no decepcionarlo.
Él no se protege. Mira mis pies, mi espalda, mis manos. Un rechazo insoportable me hace desear esa mirada.
Mi madre me dice que me necesita, sus meniscos ya no le permiten casi caminar. Están entrando, me dice, mientras dobla un papelito y lo coloca debajo de su anillo y deja la frase sin terminar. Tampoco sé de qué me habla. Cómo me parezco a ella, en ese estilo de dejar las oraciones por la mitad, para que el otro tenga que hacer el esfuerzo de adivinar o completar. La confusión la ayuda a esconderse y mantener el control.
El potrero del fondo está completamente cercado, quieren entrar. El mes pasado faltaron dos terneros, continúa. Ella preferiría que José no estuviera. Ojo con los laureles. Y sé que esta contraseña anuncia que alguien se acerca y no debiera escuchar. Los laureles delimitan el territorio del poder, del dinero. Aparece entonces la sombra de Antonio detrás del mosquitero y el ruido del motor en marcha.
Me levanto y le pido a José que me acompañe a los potreros del fondo.
Subo con Antonio y José a la camioneta. Antonio se saca el facón para sentarse y lo coloca sobre la guantera. Acá en los esteros todos llevan facón. Enciende el motor y avanzamos por el campo. Hasta donde alcanza la vista todo es agua y monte. Cuando detiene la camioneta se escucha el grito de los monos. El cartel de La Merced cuelga de un solo clavo en la tranquera. José me toma de la mano y saca el brazo por la ventanilla. Miro el pañuelo de Antonio, celeste liberal como el manto de la Virgen, diría mi padre. Un color que es una condena.
Rodeamos varias lagunas y esquivamos los tacurúes, hormigueros gigantes que aparecen como mojones en la tierra. Finalmente llegamos a esa zona del fondo de la que habla mi madre. Del otro lado del alambrado se ven casillas hechas de madera, ropa tendida, algunos tanques de gasoil tirados, un poste clavado en la tierra con pañuelos rojos del Gauchito Gil. De este lado del alambre entre los terneros y la bosta juegan unos chicos casi desnudos, con un palo van arrastrando un pañal viejo. Antonio para la camioneta y nos bajamos. Uno de los chicos corre hacia mí y me grita No me regala una vaca, patrona, y yo entonces me quedo ahí en pausa, como si muriera brevemente y giro la cabeza buscando la mirada de José pero no encuentro a nadie, porque de pronto entiendo que ese chico jugando entre la bosta de los terneros, me la está pidiendo a mí. Quiero irme y no sé bien para dónde. Subo a la camioneta y le digo a Antonio que pegue la vuelta. Y pienso cuál es el pasado que contiene ese instante.
Esta tierra no es la mía.
A la vuelta bordeamos la laguna y paramos en uno de los puestos. Me bajo de la camioneta. Manuel, el peón se acerca a saludarme con su hijo en brazos. Patrona, otra vez patrona. Me acerco a la casa y entro a una cocina negra de humo y grasa. Las ventanas no tienen vidrios y están cubiertas por un par de repasadores viejos agarrados con chinches. Hundo mis sandalias en el piso de tierra, las uñas rojas se tiñen de polvo. Hay olor a torta frita. Le pregunto a Manuel por su hijo. Es buenito, angá. Esa expresión la usaba mi padre cuando hablaba de mi hermano. Hijos débiles, sometidos en la línea de salida. Y veo al chico trepar la parra y le digo a Manuel que pobrecito nada, que mire lo rápido que sube a las ramas. Se lo digo enojada. Y Manuel dice casi sin pensar, es así patrona, tiene razón. No tengo razón Manuel, no me vuelvas a decir que tengo razón y de pronto quiero irme de ahí. Entonces escucho la voz de José que habla de una manera más franca que la mía. Mientras le ceban un mate, el chico baja de la parra y se le sienta en las rodillas. Miro las polainas de Manuel, mis sandalias y un cabestro que cuelga de la ventana. Salgo para ir al baño, camino entre cascotes a una piecita en el patio, entro y miro un pozo en la tierra, me quedo allí parada con la puerta entreabierta y los monos vuelven a gritar. Siento un líquido como un río tibio que corre por mis piernas. Cómo voy a salir así con el pantalón mojado y los pies hundidos en mi orina, y me quedo estaqueada, ya no escucho los monos. Camino y me subo a la caja de la camioneta y desde ahí le grito a José que nos tenemos que ir. José se levanta, se acerca, lo miro y le digo: Me quiero ir. De pronto creo que José quiere la verdad y se obstina en preguntarla de una manera silenciosa. A veces intenta saber más de mí que yo. Me quiero ir.
Vuelvo en la chata, la camioneta. La casilla del baño se me presenta como una evidencia, como la confirmación de algo que siempre creí saber. Voy mirando en el cielo una bandada de pájaros que se alejan y dispersan, eso me da un cierto alivio, cada pájaro fuera del alcance de los otros, en otra parte. Nos metemos en la picada de un monte, las ramas de los espinillos me lastiman los brazos. Miro las nucas de Antonio y José. Ellos van en silencio. Callan la incomodidad de su mutua presencia. La obediencia terca de Antonio, el desconcierto de José. Hay algo que une sus lenguas, el hebreo y el guaraní, pero ellos no lo saben. El sonido de sus palabras y una cierta musicalidad: el chipá cri cri y las ojotas que los hebreos llaman cafca como si al caminar recordaran al escritor. Pienso en alguna palabra que una a cafca y chipá, no se me ocurre ninguna y pierdo la alegría de las diferencias. La luna está llena de agua, los camalotes se acumulan en las orillas de los esteros, cabezas de carpinchos asoman entre las ramas y se desplazan en cámara lenta. Recordaré desde lejos este paisaje salvaje y manso, si es que logro sobrevivir.
Foto de portada: Corrientes, 2020