
Se me secó el alma.
Como un alma arrojada al fuego,
pero no del todo,
no hasta la aniquilación. Sedienta,
siguió adelante. Crispada,
no por la soledad sino por la desconfianza,
el resultado de la violencia.
Louise Glück, “El vestido”
Lo primero que me pregunto qué cambió en la presencia ausente de amigos, alumnas, gente de toda laya frente a la cual me hallo cada día y platico o informo o estudio, escucho, atravieso la red y sueño que nos hemos encontrado y aquí estamos frente a frente diciéndonos lo nuestro, lo tuyo y lo mío. Juntas, juntos. Y en mi furor de escribir, leer y aprender, no advierto que estoy encerrada, que la pandemia ha tomado al mundo, que las calles se vacían y yo estremecida en el acto de escribir una novela que termino precisamente en estos feroces meses marzo, abril mayo… hasta el presente. ¿Estoy desmaterializada? ¿No existe un cuerpo y una voz y un acento, con identidad, modos propios, cultura trashumante en el que me hallo? Hay una parte de mí que siempre es virtual, la que crea y sueña. Me hallo, es decir me encuentro y al mismo tiempo estoy alojada en un cuerpo, una voz y una conciencia que vuela y se arrebata y crece y se obstina en alcanzar el limen, el borde, en la exasperación de derribar fronteras.
Y yo que pregono que sin otro no hay yo, que somos un nosotros y que eres tú la que me dice, el que me cuenta, la que me fija, el que me decide, me quedo sin aliento porque yo resido en esta morada mía, pero tú eres ¿el vacío, nada, una imagen, una entelequia, una impresión que se expande desde la pantalla? No lo puedo creer. También el texto es virtual, también la lectura con imágenes sólo inventadas por mí, me han regalado el esplendor del Quijote, la picardía de Sancho Panza, y los he visto caminar por senderos rajados de tanta sequía y me he reído con ellos detrás de Rocinante tan flaco y chueco y del burro igual de panzón que su dueño, ese Sancho a veces tan parecido a Falstaff. Porque no nos engañemos, al igual que nuestra imaginación los sistemas de realidad virtual salvo el olor, reviven la experiencia sensorial de otra persona. Y no es cierto que nuestro ojo frente a la noticia, la clase, la plática virtual colectiviza la experiencia, la iguala con los demás, no para mí al menos. Porque serán muy exactas las cámaras de video y muy evidentes las sensaciones y sentimientos de las personas frente a nosotros allí en ese ojo que nos empareja, pero mi ojo es mi ojo, cargado de mi experiencia y mi memoria hecho para interpretar el mundo a mi manera y para asir al otro también a mi manera. De modo que el gran ojo colectivo se multiplica como siempre en millones de ojos diversos que somos nosotros, con nuestras historias y vivencias y costumbres y geografías e historias, junto con la diversidad de nuestros bolsillos pobres o ricos, y con un pie en la pura virtualidad y el otro en lo real, esa cosa material y viscosa que es la cotidianeidad y que sólo se ilumina y trastoca del otro lado, como don Quijote y Sancho Panza.
Y TODOS TAN DISCIPLINADOS EN NUESTRAS PROPIAS CASAS. TAN DESPREOCUPADOS AL MANIOBRAR UN CELULAR QUE NOS CONTROLA, UN TELÉFONO QUE NOS GRABA, UN DISPOSITIVO ALOJADO VAYA A SABER DÓNDE Y CÓMO EN… ¿EN DÓNDE? ¿EN MIS SUEÑOS? ¿EN MI IMAGINACIÓN?
Sin embargo, el control de nuestros comportamientos por medio de la idea que desarrolló Foucault a partir del panóptico que vigilaba a los condenados en la cárcel se ha refinado con el orden mundial bajo una decisión absoluta de encierro con vigilancia, es cierto. Y todos nos debemos presentar ante la pantalla para demostrar que estamos trabajando, estudiando, dando clases, o encontrándonos con quienes debemos encontrarnos, también es cierto. Tan disciplinados en nuestras propias casas. Tan despreocupados al maniobrar un celular que nos controla, un teléfono que nos graba, un dispositivo alojado vaya a saber dónde y cómo en… ¿en dónde? ¿En mis sueños? ¿En mi imaginación? En los momentos en que rumio mis creaciones, esa palabra que busco, ese concepto que se me escapa, no, sólo en la materialidad de las habitaciones, las calles, los espacios sociales, las mesas de trabajo, los escritorios, los estantes, el aparador de la cocina. Y también es cierto que nos han impuesto formas de comportamiento social, cultural, estético, económico, político. No en mi conciencia si yo no lo permito. Soy una persona, tengo un asiento en mi memoria y mi experiencia. Que se llegará a eso, es otra historia, no la mía en este presente ambiguo en donde tengo que señalar que estoy encerrada en espacios inmateriales. ¿Espacios inmateriales? Pero si es mi pan de cada día. Inmaterialidad del otro frente a la pantalla, inmaterialidad del personaje al que le termino de poner nombre, inmaterialidad de mi personaje preferido, esa Sofía a la que estoy dispuesta a seguir adonde ella diga… todo ello en la virtualidad de nuestros vínculos.
Si es cierto asimismo que el espacio define al tiempo ¿dónde me hallo hoy, ahora? En un tiempo que no suma, un gran cero, no estoy en la escuela, no estoy en el aula ni en mi oficina, no estoy en la conferencia o la plática, no estoy en ninguna parte. El tiempo hoy es un producto de la tecnología. Se mezclan en la pantalla creadores y terroristas, expositores y transeúntes, youtubers y activistas. Un tiempo en donde la experiencia histórica desaparece o no está o no se puede advertir y en su lugar aparece el poder de las estructuras capitalistas. El consumismo, la economía de mercado, pero sobre todo la planificación totalizadora y sus actos copiados por los espectadores hasta la ignominia. Pero también la ingravidez de la eternidad.
En el primer año de mi estadía en México, corría 1989, vi Partes habladas de Athon Egoyan con algunos amigos. Quedamos profundamente perturbados. En mi caso sobre todo la evidencia: que se pudiera hacer el amor a través de la pantalla me sobrecogió. ¿El amor? ¿Hacer el amor? ¿Esos de la película se enamoran? ¿Son dos cuerpos o dos fantasmas, o bien dos entelequias? ¿Qué se mezcla en el sexo virtual? Se trata de qué. Y Lacan alguna vez me sobresaltó más: El amor no existe, es un deseo hacia alguna parte ¿o ninguna? Entonces bien puede darse en un espacio sin tiempo. Ahora pienso en la multitud de jóvenes evitando mirarse mientras platican o guardan silencio con un celular en la mano al que observan fijamente. Y advierto de inmediato que no conozco gente enamorada o muy poquita. La virtualidad de la pantalla nos ha comido el cuerpo pero sobre todo el resplandor del Otro.
Y resulta que ahora estamos encerrados y vigilados, vale decir castigados como niños que no han sabido comportarse. Con la pantalla como único testigo. La fábrica de la realidad vista a través de la literatura, diría Josefina Ludmet, se ha quedado corta. La realidad ficción ha superado toda especulación al respecto y la imaginación ha sido sobrepasada por la lente, o la pantalla, y expropiada en nombre de los mass media que piden a gritos fake news.
Sin embargo, este encierro previsto por Bioy Casares y también por Borges, y otros semejantes en sus realidades virtuales, es decir sus creaciones, a través de muros invisibles, laberintos, mecanismos extraños que al mismo tiempo contienen el universo completo, en archipiélagos flotantes encerrados o abiertos, en desiertos, expresa la condición dual de nuestra humanidad apresada en la realidad y lo virtual, lo que es y lo que soñamos o inventamos. Hasta aquí nada de esto, no obstante, ni mis elucubraciones ni nuestro ánimo son ajenos a nuestra capacidad económica para la sobrevivencia. Cuestión que el pueblo pobre sufre de muy otra manera. Y por supuesto, donde nuestras sofisticadas depresiones y/o reflexiones a propósito, no son de su conocimiento ni de su interés. Los pobres no pueden ser buenos, dice Brecht, tienen que comer.
Pero en la virtualidad también se esconde el horror, no sólo el del control del Estado y sus puniciones sino otro más siniestro. Concluyo con la virtualidad del desierto de Atacama, un espacio inmaterial a causa de lo que oculta, si es que se puede decir así, esa vasta planicie donde no hay agua ni plantas, sólo las mordeduras de la tierra quebrada y desnuda. El lugar más árido del mundo, una gran pantalla cuya virtualidad bien reveló Pato Guzmán en su filme documental Nostalgia de la luz. Es decir, concluyo con los espacios virtuales donde han ido a parar los desaparecidos que cubren la faz de esta América nuestra demasiado ajena al registro de lo humano. Donde los cadáveres, los restos, los huesos, han sufrido una extraña inmersión en el vacío, en la nada. Hay fotos, hay marchas, hay madres y hermanos, hay gente que los vio, les dio de comer, las vistió de niñas, hay reclamos, hay huellas. Concluyo con el pase fantástico de un cuento de terror donde las mujeres, las muchachas y las adolescentes fueron chupadas de noche y de día en esos desiertos y entre los árboles, en las calles y en las casas. Eso es más virtual que nada. Porque no hay rastro, sólo narración; no hay pruebas, sólo inventos y mentiras, no hay siquiera certeza que acaso alguna vez estuvieron vivos, vivas, enteras, íntegras. Y vengo a decirlo aquí porque no es de eso de lo que se trata en las grandes fiestas literarias. En los banquetes del saber. Y no obstante es la mayor desmaterialización de los cuerpos que conozco. Y me pregunto qué memoria colectiva ha de registrar en espacios ciertos, que no obstante son virtuales, la desaparición de esa humanidad.
[Texto presentado en el Encuentro Internacional de Escritores 2020 DESTIERROS Y NO LUGARES (Escritura e incertidumbre)]