Tengo la impresión que México rompe los parámetros de la escritora burguesa que surge en la mayoría de los países una vez el mismo llegado a su mayoría de edad. Cuando una clase alta instalada como faro del Estado se propone la educación como base para la salud democrática. Vale decir, cuando por fin alcanza los parámetros de la igualdad, la justicia, la libertad e incluye aunque más no sea en apariencia a la existencia femenina con derechos. Es en los albores de este despertar de la conciencia de la familia y el poder político cuando las hijas comienzan a escribir con el aval de la biblioteca paterna, de las reuniones culturales, de las tertulias, el ámbito propicio para aprender a pensar.
Aquí la pensadora y/o creadora nace de los tiempos revolucionarios, del furor de los ejércitos traspasando fronteras donde no hay tiempo para las benevolencias de la sala de visitas y la relación crítica que ello presupone.
Nellie Campobello nacida en 1900 inaugura el siglo XX con su obra literaria, pequeña como la de Rulfo pero también como la de él, inigualable por su originalidad. Los cuadros que diseña a través de la mirada de una niña que espía a la Muerte como si se tratara de un juguete, esa Revolución Mexicana tratada con un ojo que ve su absurdo y lo narra con el entusiasmo de un descubrimiento personal, a veces pienso que sólo pudo darse en la atmósfera mágica de México cuyo pueblo sabe trastocar las cosas y jugar con sus propios bordes. De la misma manera que Pedro Páramo de Rulfo encarna la suntuosidad de ese momento en que Vida y Muerte se aparean.
Al igual que Campobello con su Cartucho, Elena Garro, nacida en 1916 produce el estupor de su generación y de los tiempos que vendrán. ¿Cómo clasificarla sin desdeñar a Rulfo, paradigma de la poética mágica? ¿Cómo hacer para no descubrir en ella la gran escritora madre del realismo mágico? En 1957 se da a conocer con una obra de teatro Un hogar sólido que pareciera ser la hermana menor de Pedro Páramo. Sin embargo, la sombra de Garro sobre la literatura de su tiempo crece cuando publica en 1963, Recuerdos del provenir. Y ahí se van ambas obras anunciando los nuevos tiempos del realismo mágico y compitiendo en esplendor. Pero sucede que una y otra son obras nacidas de plumas diferentes: mujer y hombre, femenino/masculino. De modo que como ha sucedido con todas las literaturas creadas por la letra de mujeres, se atrancan en el tiempo, se pierden o se olvidan, se traspapelan en el largo túnel conformado por libros, estantes, bibliotecas, editoriales, periódicos, revistas culturales de toda laya. A Argentina llega Rulfo no así Garro que será publicada y reconocida solamente cuando se dé curso a la memoria de Adolfo Bioy Casares y sus amores con la mujer que por aquellos tiempos en que vivieron su romance, era la esposa de Octavio Paz. Y aquí me detengo asombrada, puesto que constato una vez más que estamos mejor reconocidas por los amores y sus transgresiones que por nuestras obras hijas de la imaginación.
Lo cierto que en los tiempos en que se estudia en las universidades latinoamericanas a Juan Rulfo no sucede lo mismo ni por asomo con la que vendría ser la gran novelista mexicana con su Recuerdos del Porvenir, escrita al final de los años cincuenta según dice la misma Elena pero aparecida mucho después en 1963. Y sin embargo, salvo la obra de Rulfo de 1955, no hay obra que pueda hacerle sombra.
Antes ha nacido otra escritora de rarezas, Josefina Vicens en 1911. Tampoco ella responde a las características de la niña de abolengo que a causa de su fortuna y la largueza de su ambiente puede zambullirse en los bienes literarios. Por el contrario, nace en medio de la Revolución, esa zona de temblores y sacudimientos permanentes y también ella de un modo u otro es su vástago. Desde muy jovencita tiene que trabajar para sobrevivir y se vuelve más activista que escritora, más periodista que otra cosa.
En su novela, la narradora se encarna en un hombre, un posible escritor que no halla su tema, un desesperado cuyos dedos apuntan a la pluma y el papel sin saber qué hacer con ello. De modo que comienza a escribir lo que no es una fábula sino su ausencia. De eso trata EL libro vacío, publicada en 1958.
He leído con el placer más grande a Luisa Josefina Hernández. Nacida en 1928, ella tampoco es una novelista tradicional que relata amores y desamores. Hay una presencia intangible de ella misma en su narrativa; se autobiografía y se esconde en sus ficciones. Reconocida ampliamente como una dramaturga ineludible en el teatro mexicano, en su condición de narradora es enigmática y misteriosa como Silvina Ocampo, la escritora argentina. Si sus personajes llevan la marca de su condición de dramaturga hay algo en ellos que siempre les permite difuminarse, la no presencia, la virtualidad del mismo, opera para revelar la labilidad de nuestras existencias. También su novelística, cuenta con 16 novelas, ha sufrido olvido y subestima. Acaso porque se la nombra dramaturga, lo cual para el orden patriarcal es más llevadero que el hecho de ser escritora. Como si la dramaturgia por depender del hecho teatral in situ, fuera más benévola para aceptarla en el campo creativo de los logros femeninos. Ser teatrista es menos pesado de admitir que una mujer que escribe sin la mediación del hecho teatral. Esa que escribe así, luego piensa.
Tres años antes nace Rosario Castellanos, en 1925, originaria de Chiapas. Y para seguir con esta curiosa línea de escritoras excepcionales por el tema y el tratamiento de sus temas, Rosario se decide por establecer parámetros de igualdad entre la diversa humanidad de la que forma parte. Antes que ella, ninguna escritora había reparado con tanta lucidez en la servidumbre femenina, la exclusión de los indígenas, y las torpezas de olvido e injusticias, de leyes no aprobadas, y derechos que no se habían tratado antes respecto de la vasta ola de los olvidados o los condenados de la tierra como dijo Fanon, el argelino descubierto y publicado por Sartre, que ella, Rosario, no desconoce. Calún Banán, escrita en 1957 define su novelística.
Al igual que Luisa Josefina Hernández, Amparo Dávila nace en 1928. Con ella la literatura fantástica se hace presente de nuestra parte. Acaso su amistad, y luego su tarea en la Capilla Alfonsina al costado de Alfonso Reyes, hizo de ella una privilegiada. Sus cuentos recorren todo el espectro de lo fantástico y se obstina en ello. Es una de nuestras cuentistas mayores, la omisión que hace del relato naturalista, el tratamiento de una suerte de estética de la recepción donde es el lector quien debe concluir o cubrir los intersticios, los huecos que propone su escritura, hacen de su legado una lección de cómo tratar la trama y sus flujos. El Huésped, cuento paradigmático, es una muestra. Su obra cuentística comienza a aparecer a finales de la década de los cincuenta.
Otra cuentista que forma parte de este 1928, año abundante en nacimiento de letradas, es Inés Arredondo. Comienza a escribir mucho antes de alcanzar su primera publicación que data de 1965. Tiene una sola novela, Opus 123, que no nos interesa tanto como sus cuentos. Es en ellos donde Inés hace un aporte a las letras femeninas de nuestro país. Así como las anteriores cuyas novedades pudimos subrayar, en el caso de Arredondo, también ella ha de hacernos el don de un acto original que por difícil y por la época en que apareció su narrativa, hay que agradecer. Se trata de la carne, el sexo, la transgresión, el incesto, las células imparables en busca de la completitud de su deseo. La narradora no se arredra frente a la dificultad de describir lo prohibido, eso que no puede ponerse en palabras latas, sino que necesita de la imagen que quita y agrega, porque roba información pero se despliega en la perturbación de los cuerpos, las voces y sonidos, el organismo que respira, suda, gime, se contrae y se expande. Ella prepara sus atmósferas, la temperatura de las mismas, con una acuciosidad de bordadora. Nada la detiene en el hallazgo de las resonancias de Eros.
Julieta Campos nacida en Cuba en 1932, es la última de estas escritoras que aportan lo que no había sido tratado antes por mujeres, o en todo caso, apenas tratado. Las que vendrán serán sus herederas, ellas devienen guía y luz de los senderos abiertos no sólo en el carácter de su discurso literario sino asimismo y sobre todo en las poéticas que se revelan en sus obras y en los temas, estilos y géneros que tomaron la decisión de abastecer.
Pero Julieta Campos, ¿qué ha de aportar? La dubitación de la pensadora. Su intento es de una dificultad inconmensurable: reunir la vida con la reflexión. Que la obra transcurra como pensamiento y como cotidianeidad, que los personajes sean esos que se muestran y no lo sean al mismo tiempo porque en ellos discurre su poderosa vida interior que los detiene en el acto de vivir.
En Reunión de familia, un conjunto de textos que dan cuenta de su viaje por las letras, Julieta literaturiza la costumbre, los días iguales, los gestos y los actos, pocos por cierto, de los que estamos hechos. Ella pregona una suerte de compasión por el soliloquio de sus personajes, por la labilidad de la que estamos hechos, por la incertidumbre de nuestras mejores elecciones. Y en ese devenir moroso en que están sumidos en medio de la cotidianeidad, ellos, los personajes, se revelan misteriosos como si se tratara de jeroglíficos que la escritora nos presenta para que los resolvamos a nuestra manera.
En síntesis, la literatura femenina mexicana en la primera parte del siglo xx nos ha regalado la resistencia a mirar como si las cosas y los seres ya estuvieran revelados. También la índole de un pueblo que se mueve entre alegorías y maleficios, amuletos y exorcismos. Una escritura que careciendo de tema hace de lo que no está o no existe, la aparición de un desafío formal, la substancia del acto creativo. En cada una de estas obras se oculta una biografía soterrada: el rostro de la escritora, la afectividad sublimada, el deseo haciendo de las suyas, y por encima de todo la confirmación de una época que se planta desde la mirada crítica de sus hacedoras.