
Existen ciertos fenómenos relativos al ejercicio de la lectura que siempre me han maravillado. Uno de ellos tiene que ver con el lugar en donde (y desde donde) leemos y cómo nuestra actividad lectora lo afecta y transforma (¿o somos nosotros quienes nos transformamos?). Leer es una forma de comunión; tal vez la más dialógica que existe, aunque se realizase en solitario. Quizá por eso Borges afirmaba que, para él, el paraíso tenía forma de biblioteca: es curioso de hable en términos espaciales y no simbólicos. El paisaje (la estructura) del paraíso tendría, así, la forma de una biblioteca. La infinita capacidad de información, alojada en la red, nos hace olvidar la mágica arquitectura de las bibliotecas: su capacidad para extenderse y acoplarse (la manera en que transitan el espacio, en pocas palabras). Hoy que presentamos el tomo IV de esta Biblioteca de las Artes vemos con gusto su capacidad de crecimiento y adaptación. (Porque una biblioteca también es un proyecto de lectura, o más bien: es una voluntad de conocimiento.) Como suele suceder con las bibliotecas materiales: crecen de manera vertical y horizontal, poblando paredes y rincones y transformando los lugares. Es el momento en que una habitación deja de ser sólo un cuarto para convertirse en un sitio de lectura, de convergencia entre presente y pasado, entre imaginación y memoria. La transformación, así, se vuelve dual, tanto material como simbólica. Tal es la condición de la historia cultural; posee, como el dios Jano, una cara doble: por un lado, el legado de obras (con su individualidad y su “aura” resplandeciente) y, por el otro, el proceso en el cual se edificaron, que necesariamente es uno de corte social e histórico.
Este esfuerzo colectivo comenzó en 2011 por iniciativa de Conarte. Yo tuve la fortuna de participar en la elaboración del tomo I, dedicado a la Literatura, y pude constatar este esfuerzo colectivo desde sus raíces. La idea principal: no empezar de cero, sino recoger y reconocer una tradición previa. La Biblioteca trazaba, así, la cartografía de la cultura en el Estado, o, mejor dicho, la hacía visible, tangible: ¿qué se había hecho y qué se estaba haciendo? Recogía y se nutría de los antecedentes y obras fundacionales, como Algunos apuntes acerca de la cultura y las letras en Nuevo león, durante la centuria de 1810 a 1910 (1910), de Rafael Garza Cantú, Siglo y medio de cultura nuevoleonesa (1969), de Héctor González y Desde el Cerro de la Silla, coordinado por Miguel Covarrubias, quien también se hizo cargo de la coordinación del primer tomo. Ya el maestro Garza Cantú había advertido que su monumental obra “no tiene más recomendación que el noble fin propuesto, ni más mérito, indudablemente, que el de su laboriosidad para recoger materiales esparcidos en archivos y bibliotecas, así la pública como particulares del Estado. Así pues, no tiene otro mérito que el de su laboriosidad y la diligencia empleada para inquirir y buscar manuscritos, periódicos y libros en esos archivos y bibliotecas…”
Los primeros senderos habían sido trasado, era menester, sin embargo, volver a recorrerlos y mirarlos desde nuestro presente. Esa mirada múltiple y colectiva es Biblioteca de las Artes… “Porque siempre será necesario el recuento de nuestros haberes artísticos y culturales. En la medida en que hombres y mujeres constituyen una sociedad compleja mientras abandonan los puros actos reflejos y adquieren los modales del refinamiento y la diversidad espiritual, habrán de sentarse cada cierto tiempo a renovar sus cuadernos de apuntes y dejar en ellos la impronta de sus anhelos y creaciones ajenas al mero satisfactor materialista…”, sostenía, con elevada clarividencia, Miguel Covarrubias en el pórtico del primer estante de esta Biblioteca.
Así, en esa tríada de tomos iniciales, vimos y leímos a creadores y obras, a espacios y formatos: empeños que parecían solitarios, pero que, analizados en conjunto, ya revelaban un impulso vital que latía a la par del desarrollo industrial. El resultado final nos satisfizo, pero también nos alertó: el camino seguía y era menester continuarlo. Pues escribir, pintar, esculpir, actuar, danzar, todas esas acciones no se ejecutan en el aire ni mucho menos de manera aislada; se precisan espacios, atmósferas, públicos, estipendios y un largo etcétera. El IV tomo nos cuenta la misma historia cultural, pero desde otra perspectiva, la de sus agentes, dando como resultado un relato diferente. Es la gran épica de las acciones, de los diálogos y de las luchas. Para poder hilvanar esta narrativa, Víctor Zúñiga, el coordinador, convocó a historiadores, académicos y agentes culturales. La búsqueda se realizado en archivos, hemerotecas y en el rastro de la memoria. Y el foco se colocó en la promoción cultural: “Nuestra decisión -nos dice en la introducción- fue reconocer que las actividades propias de la promotoría (gestión, divulgación, administración, obtención de recursos, formación de públicos, apoyo a creadores, etc.), implican el despliegue de iniciativas colectivas, nunca de voluntades exclusivamente individuales”.
Comienza con un recorrido que parte de la era porfiriana, que, como bien apuntan César Morado y Cesar Salinas (los autores), en la región equivale al reyismo: ¿quiénes ejercían la promoción cultural y de qué manera lo hacían? Vemos ahí los gérmenes de este particular quehacer: la visión del arte como producto de distinción social; el interés gubernamental para promoverlo y vincularlo al programa general del orden y el progreso; las iniciativas particulares y los escenarios que se fueron elaborando para tales fines. El tránsito del siglo XIX al XX estuvo marcado por profundos cambios: la Revolución y los gobiernos emanados de ella promovieron (e impusieron) una relación tensada con la región; por su parte, la sociedad nuevoleonesa experimentaba sus propias transformaciones: la industrialización, el auge de la clase media y la formación de una extensa y dinámica clase obrera. Todo eso repercutía en la manera en que se concebía (y se difundía) la cultura (que poco a poco dejaba de verse en términos de alta y baja). En el ámbito educativo, esta metamorfosis se evidencia en el tránsito del Colegio Civil a la Universidad de Nuevo León (sin mencionar, por falta de tiempo, el larguísimo trabajo de la escuela Normal y de las instituciones particulares).
La cultura, que había crecido como de lado (estoy parafraseando a Alfonso Reyes, empieza a ocupar un lugar central, al menos discursivamente, a partir de las décadas del treinta y del cuarenta. Poco a poco las actividades culturales se fueron profesionalizando al abrirse escuelas o talleres dedicados a su desarrollo y especialización. Esto lo podemos comprobar, de manera fehaciente, en las páginas dedicadas a la promoción cultural en las décadas del cuarenta y el cincuenta (cuando esta actividad presenta los primeros síntomas de su modernización); a la obra del librero y promotor cultural Alfredo Gracia Vicente (¡cuántos lectores se formaron ahí!); al papel de la Universidad en tales empresas (su programa de extensión cultural, sus proyectos editoriales y, finalmente, la creación de la Facultad de Filosofía y Letras); y al estudio de la promoción cultural en las fábricas (donde se la utilizaba, en palabras de Lydia Palacios, como dispositivo para mejorar el ambiente laboral y hacerlo más productivo). Desde diferentes perspectivas asistimos a la descripción de múltiples estrategias desplegadas para articular el quehacer cultural con el devenir cotidiano. Una enseñanza que continúa siendo muy útil en la actualidad. Y podemos, entre otras cosas, percibir a la promoción cultural como acontecimiento histórico, y aquí cito a Humberto Salazar, quien al hablar del papel de la Universidad explica: “También cabe decir que la promoción cultural adopta diferentes formatos en los distintos momentos. Si al principio las formas utilizadas son las prevalecientes del siglo XIX (recital poético, conferencia, recital de piano o canto, concierto musical, representación teatral, revista literaria), después surgirán otras (taller literario, cine club, festival al aire libre, panel de discusión, presentación de libros, concursos de todo género, circuitos culturales itinerantes, etc.)”.
La formación de públicos (acción fundamental para el desarrollo cultural) posibilitó la apertura de teatros, museos y galerías. Se fomentaron, así, el mercado del arte, el consumo de espectáculos teatrales (que involucraba también, aunque en menor escala, al teatro experimental), el gusto musical (cuyas raíces se remontan al siglo XIX, con las primeras asociaciones musicales hechas por particulares: es notable, al respecto, el trabajo que ha venido realizando a lo largo de los años Alfonso Ayala Duarte). Y ese sigue siendo uno de los retos principales: la formación y la interacción con los públicos. La lectura también nos deparó gratas sorpresas, mencionó una: la extraordinaria participación de la sociedad civil, la cual, durante varias décadas, apoyó de manera decidida estas actividades (compitiendo, y a veces superando, al Estado y las instituciones públicas y privadas). El contraste entre la historia regional y la “nacional” se vuelve a agigantar, confirmando que de poco nos sirven los tratados y ensayos redactados de manera general y categórica desde el centro.
El IV tomo de la Biblioteca de las Artes de Nuevo León nos presenta un mapa muy completo de la promoción y los promotores culturales. Es una historia múltiple, cuyas ramificaciones atraviesan diversos campos: el educativo, el laboral, el político; y van de lo público a lo privado y a la inversa. “Los capítulos que conforman el tomo no juzgan, ni evalúan, ni glorifican, ni comparan, ni vituperan; fueron escritos para describir, analizar, informar, destacar hallazgos, interpretar los hechos y visualizar las tendencias”, aclara Víctor Zúñiga.
De esta manera, el tomo IV no cierra, sino que expande la Biblioteca de las Artes de Nuevo León, y nos confirma su condición performativa: una biblioteca que va colocando más estantes y abriendo nuevas formas de lectura. Estoy seguro de que vendrán tomos dedicados a los nuevos soportes y a las más recientes manifestaciones multi y transdisciplinarias. En días de encierro y reclusión, nada más estimulante que tener un nuevo tomo en la mano para leer.