
por Cecilia Andrés
Aún ahora recuerdo los ojos oscuros de Julio Meilán, su pelo, su rostro cubierto de pequeños granitos adolescentes. Tenía quince años cuando asomó su nariz por el taller de teatro de títeres que impartíamos en Viedma Alcides Moreno y yo.
No era la primera vez que estábamos ahí. En un pasado reciente, con otros jóvenes, otros rostros, otras historias que se cruzaron y se seguirían cruzando en los caminos nuestros, en el mío sobre todo, habíamos formado ya un primer elenco de teatro de títeres.
La mayoría de ellos había partido a Buenos Aires para estudiar las carreras que querían, para cumplir sus sueños o, al menos, perseguirlos.
Estábamos de nuevo allí, en el año 1970, en esa punta rionegrina con salida al mar, frente a los cuerpos y las mentes ávidas de una nueva camada adolescente. Ahora que lo evoco, fueron tres años intensos en Viedma y hubo algo en ese sur que acabó introduciéndonos debajo de la piel más cosas de las que pueden describirse con palabras.
Como siempre, la vida política argentina era agitada. La dictadura de Onganía había terminado. La época estaba llena de inestabilidad, represión y rebeldía. El mayo francés, las rebeliones juveniles del sesenta y ocho, la primavera de Praga, los Beatles, Bob Dylan, Violeta Parra y Atahualpa, los hippies, la guerra de Vietnam y las protestas, los asesinatos sucesivos de los Kennedy y Martin Luther King.
En medio de un conjunto de setenta niños y adolescentes, Julio se integró al taller con toda su pasión. Hablaba mucho, era frontal, decía lo que pensaba. Desde el principio se mostró directo, rebelde, impulsivo. A mí me funcionó como un espejo capaz de mostrarme no cómo era, sino cómo había sido.
Adolescente conflictuado, como corresponde, su avidez, sus niveles de cuestionamiento, su agresividad, pronto lo transformaron en ese alumno que todo docente ha tenido alguna vez, con el cual logra una plena identificación, establece una conexión compleja, difícil, contradictoria, conflictiva y, pese a ello (o quizá por eso mismo), desarrolla un afecto profundo e indeleble.
Es natural en mí ─ diría después, en uno de sus textos[1]─, sentirme acorralado, sin salida, ante una obvia entrega de cualquiera de mis semejantes.
¿Cómo se cimienta una amistad profunda entre un adolescente de quince años y una maestra de escasos veinticinco? Con una mezcla de atracción, respeto, colisiones, rebeldías, retos, lágrimas, risas y mucho, muchísimo afecto mutuo. Lo que una fue, lo que el otro sería… hubiera podido ser…
La relación con Julio fue explosiva, peleábamos mucho, discutíamos, nos amigábamos enseguida, volvíamos a enfrentarnos. Nos hicimos amigos. Alcides, Julio, yo.
A fines de año, los viejos papirolos[2] volvieron y con ellos fuimos al festival de Necochea, donde ganamos el primer lugar, el Elefante de oro. Los viejos eran apenas más grandes que los jóvenes. Cuando tuvieron que emigrar de nuevo hacia sus respectivas carreras universitarias les heredaron la estafeta, escribieron una carta a los nuevos papirolos y los dejaron a cargo del futuro.
Al poco tiempo, el grupo contó con tres montajes: una segunda versión de Cuatro patas y una historia[3], El psiquiátrico y Barbarroja. Con estas obras salimos de gira el 7 de febrero de 1971 por toda la provincia de Río Negro. Veinte adolescentes, maletas, escenografías, títeres, nosotros, viajando en colectivo. Miro la fotografía del diario, ese recorte amarillento pegado sobre un cartoncillo negro en la carpeta, y me sorprendo todavía: la fuerza que había en ellos, la avidez, la entrega, la confianza. Están ahí, subiendo al viejo colectivo estacionado en la puerta del Centro Cultural, cargados de cosas, sonrientes. Una locura.
Al principio hacía muñecos con saco y corbata en medio de un despelote inmenso de engrudo y de papel
Julio había construido su primer títere y lo había bautizado Oliverio, mezclando en él los insólitos caracteres de Oliverio Cromwell y del hombre de la máscara de hierro. Andaba, por supuesto, enamorado de una o dos de las compañeras del grupo e indeciso, le costaba mucho el trabajo físico y le fascinaba, en cambio, el intelectual. Huía del entrenamiento, trataba de desentenderse de la carga y el armado del teatrino. Las inevitables críticas del grupo caían sobre él y se enojaba mucho.
Las giras tienden a extraer y exponer lo mejor y lo peor de cada uno. Es inevitable. Hay tensión, cansancio, ansiedad, nostalgia, angustia, convivencia, intimidad, crecimiento.
Si a mí algo me hace sufrir es porque me llega, de no ser así, de no introducirse en los más profundo de mi sentir no le haría caso, no tendría importancia
A Julio le asustaba descubrir en él mismo y en los compañeros cosas como la ferocidad, la alevosía, el chantaje, la falsedad, la corrupción o la mentira. Le costaba enfrentarse al mundo y al microcosmos social de la comunidad que constituíamos y amenazaba con huir y abandonar la experiencia, tomar el tren de las tres de la tarde que lo regresaría a su casa.
No lo hizo.
Oscar Meilán nos alcanzó en Jacobacci, era serio y tranquilo, siempre presente, con una amorosa actitud de hermano mayor, acompañando, una suerte de protector cómplice. A Julio le hizo bien tenerlo a un lado. La gira nos compenetró en múltiples maneras. Un mes entero dimos vueltas, durmiendo en el suelo, en camas, en colchones, en carpas, en escuelas. No se les perdió ninguno, dirían los diarios en sus titulares al regreso. Tenían razón, fuimos afortunados y, por el contrario, ganamos demasiado. Durante el viaje se consolidaron afectos, relaciones, vocaciones.
Antes de partir de nuevo al norte, hacia Rosario, conmovido por la decisión de Julio de hacerse titiritero y abogado, Alcides le regaló su teatro.
La relación entre nosotros, no obstante la distancia, siguió dándose. Julio viajó a La Plata a estudiar abogacía y los viajes suyos a Rosario y míos a La Plata comenzaron. Las cartas iban y venían. Hubo un extrañamiento y un entrañamiento mutuos.
No sé por qué pienso mucho en vos, en Alcides, cada cosa que hago me pregunto si lo estarían aprobando. Quizá sea para mí muy importante el hecho de que aprueben mis decisiones.
Alcides y yo nos separamos más tarde. Julio distribuía entonces sus visitas en Rosario a una y a otro. La carrera le estaba decepcionando y, en un momento dado, su vida se abrió a la militancia activa uniendo los títeres a ella.
Me acuerdo cuando decía que las cosas andaban mal por culpa de los hombres y no del sistema
Luego, la historia y la estupidez y violencia humanas nos arrasaron a todos. Un día llegó Perón y con él arribaron la esperanza y, enseguida, la desilusión, la muerte, Ezeiza:
En estos días pasaron muchas cosas, hasta tuvimos tiempo para hacernos mierda, para putear a ese títere que queríamos manejar, para despintarle los ojos a esa muñeca que quería llamarse Cecilia, para seguir militando y de buenas a primeras nos vimos lejos de enseñarle a Oliverio a decir nosotros, de levantar un títere para cuestionar o para hacer reír y sentir que los hechos nos envolvían, que en Ezeiza era imposible ver a Cecilia, como era imposible vernos en nuestra conciencia, en nuestro trabajo… Cómo duele tener que empezar, cómo duele tener que odiar todo un mundo de sueños que en el fondo estamos deseando pero que la realidad nos niega.
Después, las dudas, la agudización de la lucha. Llegarían López Rega, Isabelita, las detenciones arbitrarias, la Triple A y las desapariciones. La crisis afectaba a todos, hombres, mujeres, amigos, Julio, los títeres:
Oliverio necesita volver a improvisar, necesita desechar su otro yo de Cromwell, necesita destruir su mundo loquero[4] para construir desde su nosotros un mundo real, distinto, sin máscaras, y sufre porque no sabe hacerlo o porque no puede.
Sí, enseñar a Oliverio a decir nosotros es imposible porque para ello tiene que dejar de ser muñeco, tiene que dejar de ser Cromwell. Y ése es un precio bastante alto.
No obstante su enorme amor hacia los títeres, para Julio estaba primero el compromiso de cambiar el mundo, de aliviar la situación de los humildes y los parias. Nunca dudó de ello:
Nuestro objetivo no es hacer títeres, quizás no sea hacer títeres porque nos sentimos en gran parte un Colorín (niño de la calle que conoció en La Plata). Porque sabemos que por todos lados está lleno de Colorines a los que el sistema les arruina la vida: Porque si por un Colorín hay que hacer mierda los títeres, no vamos a dudar en hacerlo: El teatrino es una parte de nosotros pero en el momento que nos lleve a mostrarnos indiferentes ante cada hecho, en el momento en que duplique nuestra impotencia, en el momento que nos encierre con sus maderas, entonces va a ser una parte más del sistema que vos odiás, que yo odio y que de alguna u otra manera tenemos que intentar destruir. El títere va a ser una parte más de nosotros que va a estar al servicio de ese objetivo.
Y lo estuvo. Lo estuvo hasta el momento en que salió de mi casa en Rosario, desde que hizo una visita que sonaba a adiós, flaca, me voy, no sé si vuelva.
No lo hizo.
No sabés cómo incorporar lo de ayer a lo de hoy. A veces uno se equivoca y cree que la mejor manera de incorporarlo es alejándose de ello, es decir, superarlo en el tiempo y sustituir su búsqueda de vida por una búsqueda de anestesia que nos mantenga adolescentes doloridos en un adultos sin dolor, pero no se puede.
Julio no pudo. Nosotros tampoco. El dolor está ahí.
Los ojos oscuros siguen allí, el dilema de Oliverio continúa sin resolverse. Julio Meilán persiste en mi memoria, en la de Oscar. Existen allá en el sur, aquí en el norte. Julio sigue pintando el rostro de un títere, con su remera a rayas, su pelo desordenado, su perfil adolescente, allí, en el centro de la ofrenda que realizo año con año, el día de muertos, el día de mi cumpleaños.
Huitzilac, Mor.
Diciembre 2005
[1] Todos los alumnos escribían informes y, además, la correspondencia entre Julio y yo siguió varios años. Los textos en cursivas son suyos, extraídos de las fuentes señaladas.
[2] El grupo del taller se llamaba Papirolas
[3] La obra ganadora en Necochea
[4] La obra en la que participaba Julio con su Oliverio era El psiquiátrico. Todas eran de creación colectiva.