
El grito / LEOBARDO LÓPEZ ARETCHE
No es que ya no puedan esperarse nuevas películas a las cuales admirar. Pero dichas películas no sólo deben ser excepciones –eso ocurre con los grandes logros en cualquier disciplina artística. Deben ser verdaderas violaciones de las normas y prácticas que hoy en día gobiernan la realización cinematográfica en cualquier lugar del mundo capitalista (y del aspirante a serlo), es decir, en todas partes.
Susan Sontag
Ante la reflexión sobre un sistema colonial en el terreno de la cinematografía iniciado por Damián Cano en este espacio, cabe extender las ideas hacia un pensamiento que nos permita comprender las bases de ese fenómeno en nuestro contexto histórico, con el propósito de actuar y no sólo denunciar, que es imprescindible también, por supuesto.
Me parece pertinente partir de una corriente de pensamiento que se está dando en el contexto latinoamericano para iniciar el diálogo al respecto. Me refiero al Giro Decolonial, donde se estudia el colonialismo no como un sistema de imposición político y económico directo, sino como un sistema de hegemonía epistémica, a lo que se le da el nombre de colonialidad. Ya no estamos ante un poder que controla directamente el territorio e instituciones de la provincia-periferia, sino frente a un sistema de ideas generado en la metrópoli y enraizado en la estructura de pensamiento, conocimiento y acción de los subalternos, perpetuando así su posición de inferioridad. Si el colonialismo es una acción, la colonialidad es un estado.
Bajo esa óptica, ¿hasta dónde podemos hablar de cinematografías nacionales? Porque no basta con que un país produzca cine para hablar de una cinematografía propia, sino qué cine está produciendo y cuáles son las directrices que establece en cuanto a su política cultural relacionada con él.
En el contexto mexicano podemos ver un estado de colonialidad en varios aspectos. Empezando por el más evidente, las audiencias, hay un fenómeno recurrente en los últimos años que revela especialmente este factor: la enorme expectativa generada cuando cineastas mexicanos participan, o se establecen, en la maquinaria del cine norteamericano. Se vive, incluso, como frente patriótico, como logro nacional, como imagen épica de algún mural pictórico de Rivera u Orozco. Una industria, como la norteamericana, que ha sido uno de los principales propagadores de los peores estereotipos acerca de México y sus habitantes, es el oráculo para gran parte del público mexicano. El que valida. El que provee existencia (al respecto puede revisarse aquí un texto de mi autoría publicado en Spleen! Journal en junio de 2014).
Como consecuencia, esa audiencia busca un cine nacional semejante, tal vez sin esperar las superproducciones del país vecino, pero sí filmes evasivos, desconectados y ausentes, en los términos que hablaba el legendario director, Glauber Rocha, es decir, ese cine que separa al público de su contexto, de su realidad, de sus necesidades. Ese cine donde el espectador está ausente del discurso en pantalla.
Pero el fenómeno trasciende el terreno de la audiencia masiva para influenciar el esquema general de lo que se llama cine nacional, que en el caso de México obedece a una estructura considerablemente centralizada (¿hablamos de cine mexicano o cine de la Ciudad de México?, que aunque se traten temas fuera de ella están bajo un tamiz centralizado, pero ese sería tema para una reflexión aparte). La búsqueda de una estructura industrial, siguiendo el modelo norteamericano, ha sido uno de los continuos tropiezos que ha dado la actividad cinematográfica en nuestro país desde hace varias décadas. Porque, volviendo a la idea de colonialidad, tratar de perseguir el esquema creado en otro contexto precisamente para ejercer una hegemonía es un objetivo fallido de inicio. Este modelo está ideado para mantener la estructura de centro y periferia. Los norteamericanos entendieron desde etapas muy tempranas de la historia del cine su capacidad como forma de imposición de ideas, de status quo, y junto con su florecimiento como potencia hegemónica estuvo la creación de esa industria que se presenta como modelo, siendo adoptada desventajosamente por los subalternos.
Muy pocas producciones nacionales recientes han podido seguir este esquema desde su producción hasta su distribución siendo exitosas en términos de industria.
Por otra parte, los tímidos pasos que México ha intentado dar para establecer un esquema cinematográfico propio, o al menos con mayor ventaja para su producción, han sido rápidamente atacados por las corporaciones transnacionales principalmente bajo el concepto “antiproteccionista” del Tratado de Libre Comercio, donde nuestro país entregó un derecho cultural, el de las audiencias a verse representadas en la pantalla cinematográfica, a la jungla del libre mercado, en oposición a Canadá que declaró su cine como exención cultural.
Las teorías de la colonialidad hablan de estructuras epistemológicas occidentalizadas, por ejemplo, de universidades que pueden no ser occidentales pero sí occidentalizadas, siendo que en centros de estudios de Latinoamérica, África o Asia se enseña bajo los cánones occidentales una epistemología que minusvalora estas regiones. Aplicándolo nuevamente al terreno cinematográfico, ¿qué tanto estamos hablando de un cine y un público que no son norteamericanos pero sí norteamericanizados?
Es innegable que existen los espacios para la búsqueda de expresiones arriesgadas y divergentes, sin embargo, existe una tendencia por seguir patrones según las dos caras del paradigma: por un lado el cine industrial norteamericano, al que ya me he referido, pero también el sistema de festivales, que en buena medida se han convertido en otro tipo de colonialidad, en un esquema de mercado alterno que espera ciertas características temáticas y formales de determinada región o cinematografía. Así escuchamos sobre “cine de festivales”, e incluso cineastas que dicen crear su obra “para festivales” (pertinente anotar que una película mexicana “para festivales” no puede ser parecida a una francesa para el mismo fin precisamente por las expectativas referidas anteriormente).
Los desobedientes son tachados de envidiosos o perdedores. Alguien que declare no sentirse atraído por ser fichado en Hollywood o caminar por las rojas alfombras de glamorosos festivales, al menos como fin principal, es visto con desconfianza. Porque es no entender al cine también como una acción personal, poética y social simultánea, sólo como industria, y eso en nuestro contexto es un esquema colonializado. Lo contrario abriría la puerta para establecer una cinematografía propia desde su concepción fundamental, donde no basta con tratar temas originales, hay que tratarlos de forma original si queremos dejar de seguir en la periferia, lo que implica no sólo la visión autoral sino también la dinámica de producción, exhibición y creación de audiencias.
Hay que desaprender y desobedecer epistémicamente, dice la teoría decolonial, sin romper con lo que existe sino desprendiéndose de ello para trazar nuevas rutas en un diálogo horizontal. En este momento tenemos más preguntas que respuestas, pero es imprescindible hacerlas, es el inicio de buscar otras alternativas fuera del paradigma dominante que realmente puedan disolver el círculo vicioso en el que nos hemos encontrado inmersos en la búsqueda de un cine que sea factible, sostenible y consecuente dentro de nuestro contexto particular. Hoy, más que nunca, donde nuestra realidad política y social se ve tan compleja para la convivencia democrática; hoy, donde el cine puede ser un factor clave de resistencia y conocimiento, como ya lo fue en otros momentos históricos de nuestros países.
Un cine que sea presencia.
”Porque no basta con que un país produzca cine para hablar de una cinematografía propia, sino qué cine está produciendo y cuáles son las directrices que establece en cuanto a su política cultural relacionada con él”.
ME HA GUSTADO MUCHO SU ARTICULO… SIN EMBARGO CREO QUE AMBOS CINES SON NECESARIOS, AUNQUE SUENE A LOCURA; PERO PREFIERO EL DESOBEDIENTE.
Respecto al Giro Decolonial pueden revisarse autores como Ramón Grosfoguel, Enrique Dussel, Walter Mignolo y Boaventura de Sousa Santos.