
Jaime Villarreal y Luis Felipe Lomelí / MANUEL SÁNCHEZ
Coincidencias
Vi a Luis Felipe Lomelí (1975) en Guanajuato en marzo pasado. Hace muchos años, a finales de los noventa, me lo presentó el dramaturgo Mario Cantú Toscano, tal vez en la Casa de la Cultura de Nuevo León, donde compartieron generación como becarios del Centro de Escritores nacido en Monterrey una década antes a instancias del poeta Jorge Cantú de la Garza. En ese contexto, me dio la impresión de que Luis Felipe cargaba o le atribuían cierto “estigma” relacionado con su doble formación de escritor e ingeniero físico del Tec. Este perfil no es una excepción en Monterrey, tenemos varios casos de autores formados en la ciencia y la técnica: Gabriel Zaid, Felipe Montes, Pedro de Isla. Una de las marcas del trabajo intelectual de Lomelí es su afinidad, su vocación inter y transdisciplinaria como narrador y divulgador –luego de ingeniería física, estudió posgrados en Ecología y en Ciencia y Cultura.
A pesar de conocer a la misma gente en el reducido círculo literario regiomontano, no coincidimos más en aquellos años. En 2015 fue a Cuévano a presentar su novela Indio borrado (Tusquets, 2014) y a participar en algunas mesas de diálogo de la Feria del Libro Universitaria. Me invitaron a presentar su relato y pensé en la coincidencia de encontrarlo en el bajío después de tanto tiempo y viajes. El narrador ha viajado intensamente, con estancias prolongadas en Colombia y Sudáfrica. Se estableció por unos años en la ciudad de Puebla y ahora ve crecer a su hija en Colima.
Aunque es jalisciense, su acento norteño es muy marcado, incluso para mí que nací y he vivido por mucho tiempo en el centro de Monterrey. Su formación en el circuito literario regiomontano, el sello de la literatura norteña, las historias urbanas y fronterizas le han aportado material a su registro narrativo.
Indio borrado: el proceso encarnado
En uno de sus nada despreciables ensayos de teoría literaria dice el uruguayo Mario Benedetti que la palabra clave para identificar el género canónico del cuento es peripecia, la anécdota es imprescindible en el cuento, se trata de la forma narrativa literaria más cercana a la narración oral (hay que decir que no es el caso de los anómalos cuentos de Jorge Luis Borges y de sus emuladores).
En el siguiente escalón narrativo, define a la noveleta, novela corta o, en francés, nouvelle, como un relato que de igual manera tiene su centro en la anécdota, pero en este caso se trata de una peripecia enmarcada en sus pormenores, antecedentes, consecuencias. La palabra clave para distinguir esta forma narrativa es la kafkeana proceso. A esta forma pertenece Indio borrado. Luis Felipe, cuentista premiado, antólogo de cuentos, ha mencionado: “los latinoamericanos no sabemos escribir novela”. Aventuro una hipótesis al respecto: si bien la novela es considerada el relato más cercano a la experiencia humana compleja, “quiere ser vida por sus cuatro costados” –dice Benedetti–, también ha sido leída como el género más alejado de la oralidad, por su dependencia del soporte impreso (libro), y, por lo tanto, alejado de la comunicabilidad viva de la experiencia.
En su ensayo “El narrador”, Walter Benjamin divisa el “fin del arte de narrar”, vinculado con una mermada comunicabilidad de la experiencia, como un ancestral “fenómeno que acompaña a unas fuerzas productivas históricas seculares, el cual ha desplazado muy paulatinamente a la narración del ámbito del habla viva, y que hace sentir a la vez una nueva belleza en lo que se desvanece” (64). La narración viva, de tradición oral, se opone a la narrativa literaria moderna: “Lo que separa a la novela de la narración (y de lo épico en sentido estricto), es su dependencia esencial del libro” (65). Es decir, el medio mecánico de reproducción de textos hizo posible un género narrativo “que no provenga de la tradición oral ni se integre a ella” (65). Así, la novela misma es en parte otro síntoma de la caída de la experiencia descrita por el pensador alemán.
Pero en nuestra cultura latinoamericana –hay quien dice con razón que la formación identitaria de nuestros países le debe más a la radio, el cine y la televisión que a la literatura–, producto del choque de la oralidad de los pueblos originarios y la cultura letrada de los conquistadores, seguimos teniendo necesidad de acercarnos a aquella negada oralidad. No es casual que Lomelí haya referido su dificultad para escribir esta historia desde la perspectiva de personajes más bien letrados. La nuestra es una cultura huérfana y la orfandad es uno de las líneas principales de Indio borrado, no sólo como situación melodramática sino como imperiosa necesidad de hacer las cosas por uno mismo –situación punk, la llamaría Julián Herbert (“un hombre tiene que hacer lo que tiene que hacer”).
En el cuento se actúa típicamente sobre el lector mediante la sorpresa de la instantánea, la nouvelle trata de una mutación enmarcada. No es casual que La metamorfosis de Kafka tenga ese tono y extensión, el checo es sin duda el gran maestro de la nouvelle. Lomelí, sin pelos en la lengua, la honestidad –y por ende la humildad– me parece una de sus cualidades evidentes, aceptó en el acto de presentación de su libro que una de las estrategias editoriales para presentarlo fue abrir el texto para darle mayor extensión al volumen. Más allá, los pasajes líricos de la narración justifican esa disposición textual dejando también espacio para la lectura lenta y esmerada necesaria para esa prosa evocadora.
Indio borrado transita por una de las vertientes de la narrativa kafkeana, la transformación ritual de un adolescente casi niño, El Güero, aprendiz de electricista y de narcomenudista, obligado no sólo a madurar sino a empoderarse en el margen violento e irregular de Monterrey, la emblemática colonia Revolución Proletaria. La capital sirve como un marco simbólico: representa tanto el triunfo del capitalismo salvaje y su secuela neoliberal como la derrota social reflejada en la adopción criminal de esa lógica del mercado: la delincuencia organizada no sólo extermina a la competencia, como reza la máxima capitalista, sino que tiene una política de medios, hace alarde, la geografía de la violencia no dejó espacio urbano libre de su sello aterrador, marca replicada en los medios de comunicación y en los cuerpos vivos e inertes.
En esa dramática transformación de Monterrey, que los jóvenes clasemedieros vieron como un fin de fiesta, reclusión doméstica, aniquilación de los espacios públicos, la narración de Lomelí ocupa uno de los huecos del macrorrelato sobre la capital de Nuevo León: el del caldo de cultivo de la violencia en las zonas marginales de la ciudad, gobernadas furiosamente por bandas de chavos de clase baja necesitados de delinquir, de armas, de sobrevivir. El mismo Luis Felipe conoció aquellas zonas paupérrimas de la ciudad porque hizo labor social junto a otros jóvenes universitarios organizados en brigadas de fomento a las culturas populares.
¿Quién iba a pensar en el nivel terrorífico que alcanzaría la delincuencia muchos años después? Más que los descabezados, me estremeció la presencia de niñas de unos 12 años portando armas largas en los narcobloqueos (fue necesario el neologismo para esos nuevos actos de la delincuencia en la urbe) con los que las bandas manipulaban la presencia y ausencia estratégica de las fuerzas policiales o militares en determinadas zonas de la ciudad.
El relato de Lomelí no es narrado en lenguaje naturalista, aunque el lego necesitará consultar de vez en vez el sentido de algún modismo norteño. Indio borrado encuentra variadas notas líricas, como en la misma trama ritual, edípica, prometéica, iniciática de El Güero o en ese lenguaje sublimado de los antepasados, fantasmas testigos del exterminio de los pobladores originarios. Luis Felipe hereda y lega, toma y da, una tradición literaria, la de Monterrey. Los guiños a los escritores contemporáneos de la ciudad, en el librero de la casa asaltada por El Güero y sus secuaces, las alusiones al Monterrey de las nostalgias de Alfonso Reyes, en su Indio borrado, testimonian, custodian, fomentan una región intelectual.
Contra la imagen idealizada, aislacionista, de los pioneros de la localidad y de las carencias que hubieron de enfrentar, Lomelí, lo mismo que Joaquín Hurtado, lanza un relato acerca de un Monterrey negado por años, que incubó la marginación propicia para adoptar y desarrollar, en esa misma clandestinidad, tanto los esquemas competitivos empresariales como la lógica criminal de aniquilación de quienes representen un obstáculo para la empresa civilizatoria. No es casual que Lomelí titule su relato Indio borrado, la historia se sitúa en tierras cuyos conquistadores europeos, nuestros pioneros, debieron desplazar, exterminar, a aquellos pueblos originarios.
Luis Felipe me hablaba en aquella ocasión en Guanajuato de la ruptura, de la pérdida, de ese Monterrey próspero, divertido, estimulante, frenético, en el que crecimos. Su relato evoca certero algunas astillas de esa ruptura.