
Rainer Maria Rilke / ARSGRAVIS.COM
Dejando de lado los lugares comunes (“Yo no escogí la poesía; la poesía me escogió”, etc.), indaguemos en la pregunta: ¿cómo se vuelve uno poeta? La respuesta se encuentra en la educación: volverse poeta es como volverse médico o abogado en tanto que hay un proceso de formación. La diferencia más importante estriba en que no hay espacios educativos (al menos no institucionalizados de manera generalizada) que se comprometan con la formación de poetas. Los espacios más frecuentados son dos: las carreras universitarias de Letras (que suelen estar más comprometidas con la formación académica que con la artística) y los talleres literarios. Estos últimos forman parte de los planes de estudio de algunos programas universitarios, pero proliferan más bajo el cobijo de las instituciones gubernamentales de cultura.
El principio general de un taller literario (sea cual sea el género en que se enfoque) es el mismo de cualquier otro taller artístico: aprender haciendo. Así como el pintor aprende a pintar pintando y el músico a tocar un instrumento tocando un instrumento, el escritor aprende a escribir escribiendo. Claro que esto es reduccionista y una enseñanza técnica de este tipo es, cuando mucho, manierista. Pensemos en Bob Ross.
El manierismo es el mayor riesgo de cualquier taller. También el más común. En un taller de poesía, los asistentes generalmente someten textos que son retroalimentados por el coordinador y los demás asistentes. De esta manera, se pueden aprender algunos trucos del oficio: evitar las rimas con conjugaciones verbales o adverbios terminados en –mente, identificación de lugares comunes, reducción en el uso del gerundio, etc. Esto puede ayudar al asistente a limpiar los ripios en sus textos. Pero de allí a generar material publicable (de interés para los lectores) hay un largo trecho. Un poema no sólo nos interesa por su pulcritud.
Soy de la idea que la escritura de un texto es como una lectura, pero al revés. Me explico. Al escribir, el autor está codificando la lectura o lecturas que le gustaría que sus lectores realizaran. Por supuesto que hay tics y tropezones subconscientes que no toma en consideración. Pero tengo por seguro que al escribir el Primero sueño, Sor Juana tenía en mente cierto tipo de lectura. Ídem con Baudelaire, Borges y Leopoldo María Panero. Sus textos tenían, además de una intención, una perspectiva crítica: una manera de afrontar el hecho de escribir poesía en su contexto. Y ningún taller centrado en la corrección de estilo de textos puede lograr esto.
Los talleres más productivos son aquellos que se centran en la lectura crítica de textos. Para escribir mejor, hay que aprender a leer más y a leer mejor. Un joven que quiere escribir (y publicar) poemas en México debe tener conocimiento de la tradición poética mexicana (aunque no debe limitarse a ella). De no ser así, uno puede malograr accidentalmente lo que otro alcanzó conscientemente. Y lo que es peor: puede jactarse o adjudicarse ingenuamente un “hallazgo” que ya es lugar común. El coordinador de un buen taller de poesía vale mucho más por lector que por escritor.
Una mirada crítica nos ayuda a poner las cosas en perspectiva. Por ejemplo, considerar el contexto de tal o cual poema. Como seguimos leyendo a Quevedo, podemos irnos con la finta que es deseable escribir como él. Nada más alejado de la realidad: si lo leemos, es para comprender mejor el desarrollo de la poesía hispánica y la identidad cultural de la España del siglo XVII. Si alguien escribiera los sonetos que Quevedo no alcanzó a escribir, no generarían interés alguno: son textos que ya no nos dicen nada sobre quiénes somos en el siglo XXI. También es insostenible el ideal decimonónico del autor como creador.
La labor del poeta es poner a dialogar la tradición con el contexto actual. De manera tal que el poeta no puede limitarse al ensimismamiento del texto-en-sí, pero tampoco a la imitación de la tradición. Lo cual implica que, además de leer críticamente las obras clásicas, el poeta debe construir un puente con la sensibilidad de su tiempo. Ver las películas, escuchar las canciones, asistir a los eventos que sus congéneres ya han asimilado. Salir de la biblioteca e ir al cine, a los conciertos, a las cantinas. Pero para salir de la biblioteca primero hay que haber pasado un buen tiempo allí.
El ejercicio constante de la escritura puede desarrollar un hábito, pero no es literatura. La sobreproducción por medio de ejercicios con pie forzado ayudará al hábito, pero no a la crítica, que es indispensable. Para ello, hay que leer y salir a la calle. Un buen tutor sabrá guiar por medio de recomendaciones de lecturas. Pero la obra, el trabajo del poeta, se cristaliza no sólo en el aprender-haciendo de los talleres, sino en el aprender-leyendo de las bibliotecas y el aprender-saliendo de la vida misma.