
Graffiti / ÁCARO-PEREDO
Los habitantes de esta megalópolis que llamamos Monterrey somos anarco-punks. Lo digo y escucho el eco de mi propia voz. Nadie parece estar de acuerdo. Sin embargo, más a menudo de lo que podría reconocerse, los habitantes de la Ciudad anárquica luchamos contra el caos de manera trágica, con un nivel de estrés altísimo. El funcionamiento de una Ciudad sin gobierno, apenas con grupos de intereses a la cabeza, termina dependiendo de una suerte de desobediencia consensuada –sus nombres más comunes son corrupción e impunidad– y de un orden moral-policial del cual hay que defenderse para sobrevivir.
Hace unas semanas me tocó llevar a mi suegra a atención médica urgente en plena hora pico. Las posadas estaban en su punto más alto de popularidad y nosotros teníamos que ir –no había ambulancias disponibles- desde Guadalupe hasta la Clínica 25, en Lincoln (donde recibió muy buena atención). Cuando necesité más urgentemente del orden fue más clara su ausencia. La Ciudad nos devora todos los días luchando. El acuerdo de convivencia, que se confirma substancialmente en un momento de emergencia, es suplantado por un instrumento legal punitivo y clasista.
En la ciudad de los punks sombrerudos gobierna un poder anárquico, es decir, el cadáver de la autoridad, un remedo nuestro, parchado lo mismo con chicle que con leyes, que funciona trágicamente gracias a la conmiseración y a los pequeños sobornos para las cocas o a lo grande para hacerse de jets y mansiones. En algunas ocasiones juzgamos que el reglamento es obsoleto o mañoso y que es justo desobedecerlo, en otras exigimos su cumplimiento con fervor. De una forma u otra, en lo gigantesco o en lo diminuto, en la ciudad anárquica, que no anarquista, la desobediencia interesada es un acto de defensa propia cuando el lucro está de por medio.
De esa anarquía deviene un caos cuya contundencia negamos como si se tratara de un salvajismo vergonzoso, “existente” sólo en ciertos territorios. En esta lógica, los enclaves residenciales, esos pequeños feudos con los niños jugando en la calle, son interrupciones al caos urbano. La trágica necesidad de interrumpirlo es cubierta por el propio mercado. Si uno quiere vivir tranquilo debe pagar más. Esto es un tipo de extorsión porque depende precisamente de que el caos siga persistiendo “afuera”. En la zona metropolitana de Monterrey hay un juego muy perverso de especulación inmobiliaria que envilece a la Ciudad de todos para vender mejor belleza y seguridad. En la cara B, cuando no se tiene dinero para comprar los derechos, se depende dramáticamente de la conmiseración o de la corrupción. No es un círculo vicioso, es un caos de circuitos sin principio ni fin. Es bellísimo porque nos contiene a todos, pero es abrumador porque no se le puede ver jamás, nadie conoce el mapa de su magnitud.
Tengo unas semanas de haber regresado a Monterrey luego de tres años y medio de vivir en otro país, en una pequeña ciudad. Mi primera gran impresión de la megalópolis fue precisamente su capacidad para mantener el frágil equilibrio de todas las velocidades y voracidades amalgamadas. Nos pegamos sustos los unos a los otros, rugimos, empujamos, presionamos. En esta lucha nos organizamos sin orden. Es una experiencia anárquica, costosa y dolorosa para muchos, pero es también la semilla de la autonomía.
El reconocimiento de este caos es elemental para aceptar el desorden y la diversidad, elementos intrínsecos de las megalópolis, nos recomienda Colin Ward. La ciudad moderna se distinguió por ofrecer desahogar estos conflictos evitando que la confrontación fuera directa y recíproca, con lo cual se aniquiló la posibilidad de que los conflictos realmente se resolvieran, pasando del desorden al caos. Es entonces, nos explica el filósofo pragmatista Richard Senett, cuando confiamos a la ley la resolución de conflictos, como si fuera un instrumento pasivo e impersonal, y favorecemos la aparición de reacciones violentas.
No sé si este caos tiene salida pero estoy convencida de que podríamos bajar mucha tensión al cuerpo urbano si, como aconseja Sennett, nos liberamos de la identidad depurada, es decir, de ese Monterrey imaginario ejemplar que no tiene nada que ver con la experiencia real de la Ciudad. La sociedad anárquica debe conocer su caos para restarle tragedia a su “natural” desorden. Seguir obsesionados con embonar en un discurso moral del orden acalambra, nos vuelve violentos, paranoicos ante cualquier signo de amenaza, sin tiempo para escuchar ni comprender al otro. El futuro de la organización política es aceptar que la democracia representativa jamás venció a la anarquía, sólo la disfrazó de modernidad y prorrogó la resolución de los conflictos.
De manera que si logro vislumbrar un gobierno del futuro es, a propuesta de Jacques Ranciere, uno formado al azar, cuya única condición sea que ninguno de sus miembros haya conspirado para asumir tan grave responsabilidad.
Imagino que los habitantes de la reinera anárquica, los punk sombrerudos, hemos sobrevivido al caos porque aprendimos a hacer las cosas por nosotros mismos, sosteniendo acuerdos autónomos, algunos fuera de la ley –como el apoyo familiar-, otros en flagrante desobediencia, para conseguir nuestros intereses. Es decir, Monterrey es mucho más anárquico de lo que parece y nosotros somos mucho más punks, en el sentido de ser portavoces de un descontento general y transgresores a nuestro modo del orden establecido.
Finalmente, para que la anarquía sea una experiencia de autonomía gozosa debe ser una decisión tomada.
Muy atinada la reflexión de Ximena, yo llegué de mi natal Aguascalientes por motivos de estudio cuando Monterrey tenía 1,000,000 de habitantes, una megápolis viniendo de una mini ciudad de 150,000 habitantes. Me asustaba manejar aqui y eso que el tráfico todavia era poco, pero me llamó mucho la atención los letreros que decían “maneje a la defensiva”, yo pensaba para mis adentros, aqui son muy agresivos entonces. Pues nada comparado a lo que estamos ya viviendo, como bien los narra Ximena, lo mas desesperante es la inaccción de las autoridades. Ademas de los muchos baches, es increíble que por un alcance que solo llega a un raspón se hagan tremendos embotellamientos en avenidas criticas para la vialidad y no exista un protocolo coordinado entre las autoridades de transito, las compañías de seguro y los usuarios para despejar la de por si mal planeada vialidad. O sea que aplica perfectamente una de las definiciones de “anarquía” : ausencia de autoridad. El problema es que esto lleva a la violencia, si no pregúntenle a los de la barra de apoyo a los rayados en la ultima verguenza a nivel nacional en el estadio de Puebla, ¿estamos exportando ya el producto de esta anarquía regia?, en esto creo que extraño Aguascalientes y creo que Ximena extrañará Coimbra.