
Michel Tournier / OLIVIER.ROLLER.FREE.FR
Ayer 18 de enero ha muerto Michel Tournier, el gran escritor francés nacido en 1924, dos años después de la muerte de Proust, como si en el gran acervo de las letras francesas él viniera a continuar la gesta literaria. Lo relaciono no por sus poéticas diversas, sino por el sofisticado mundo de la carne que comparten en la palabra.
Desde su primera obra, que son muy pocas, Viernes o los limbos del Pacífico en 1967, premiada glamorosamente por la Academia Francesa, su modo de concebir el giro, la sintaxis, el verbo, y luego la acción, las conductas, las estribaciones de la pasión, renuevan y purifican el aire raleado de la tradicional y pesada escritura francesa del siglo xx, se llame Sartre o Yourcenar. No es pariente de Duras tampoco, sin embargo inaugura una letra franca y sugerente. La mano siniestra que no llama izquierda a propósito, para tocar la dulzura de la piel infantil, por ejemplo. Ese contraste entre lo tierno y lo perverso se encarna con esplendor en El rey de los alisos, su segunda novela. Luego vienen dos o tres novelas más hasta que en 1984 deja de publicar. Su obra se completa con ensayos y algunos relatos sueltos. Poco más.
Es posible que en México lo hayamos leído poco, sin embargo, como habitualmente sucede, el cine nos hizo acercarnos un poco a la agudeza de la mirada que echa sobre el mundo del Eros, que finalmente es el tema y el motor de nuestras vidas. Como antes lo había hecho con El tambor de hojalata de Günter Grass, el cineasta Volker Schlöndorff la adapta para el cine. Y entonces podrmos ver al protagonista, Tiffauges, magistralmente hecho presencia en John Malkovich. El ogro se llamó la película y el personaje, mal título para el esplendor del deseo en la fiereza del protagonista.
Con fuertes reminiscencias de aquel otro maldito, Jean Genet, de su teatro y narrativa, al igual que algunos de los personajes de Genet e incluso de él mismo, el Tiffauges francés odia a los franceses y, prisionero de los alemanes durante la segunda guerra mundial, se siente en casa con ellos. Los servirá con fervor y su raza, esa piel luminosa y transparente de poco vello, lo volverán loco. También como otros personajes célebres de la poética francesa del siglo xx, pienso en Camus, es amoral, y por supuesto su creador lo ama, no lo juzga. Como sucede en el teatro cuando uno encarna a Macbeth o a Medea.
De manera general en toda su obra, Tournier tiene la gracia de desmenuzar las resonancias del amor carnal con todo lo que ello presupone: hay ferocidad y ternezas en el contacto epidérmico, el deseo como una epidemia que se aloja en la carne y la traspasa, la muerte conculcada a cada instante por la ceremonia renovada de los cuerpos, el niño, la niñez preñada de impulsos maravillosamente libidinosos y tratados con el fervor de quien canta las muertes pequeñas. EL tacto, la mirada, el sabor, en fin los sentidos adquieren en el discurso literario de Michel Tournier una densidad y volumen rara vez aprehendido por esa línea, ese verbo, esa frase, que pareciera reducir constantemente el juego sensual de nuestros organismos.
Al leerlo sentí que renovaba mi amor por la literatura, que me daba otra vez la chance de creer que leer novelas pudiera ser revelador todavía. Volví a leer narrativa entonces, siempre en el hallazgo de encontrar esa condición de nombrar de otra manera. En el hallazgo de la sorpresa de un personaje inaudito, de una aventura ritual como una misión, de la concreción de un personaje al que yo pudiera rozar con la punta de mis dedos. Por eso hoy al saber sobre su muerte, no pude menos que darle un poquito de tiempo para instalarlo también en la memoria de los amigos.