
Umberto Eco / MASTOR.CL
Todos los periódicos dicen en este momento de su obra, su trascendencia, sus aportes, sus libros, sus furibundas declaraciones, y lo hacen mucho mejor de lo que pudiera hacerlo yo. Me voy pues a mis imágenes presentes y antiguas.
¿Quién va a escribir sobre Eco?, pregunto en el correo de Levadura. En la noche Roberto me saluda con un chiste, qué tal semióloga o algo así. Y yo sé muy confusamente que en algún momento lo fui de un modo raro, buscando estudiar la semiología del Teatro. Ahora, esta tarde, hurgo en mi biblioteca los libros de Eco. Los hojeo con curiosidad. Todos están subrayados, aquí y allá. Así que es cierto, en algún momento Umberto Eco fue mi maestro y sus lecciones quedaron alojadas sin yo advertirlo en mi organismo. Porque hoy no pudiera citar con exactitud nada de lo que aprendí con él. Pero bueno, perteneció a mi siglo, formó parte de la galería de gente que yo amé y exploré.
Recuerdo perfectamente mi encuentro con él en Bahía Blanca. Tengo la impresión que fue al regreso de una gira. Tarde noche, frío del sur, de ese con ventisca, librería La Siringa, años setenta. Me parece que todavía no habíamos entrado en el horror del Terrorismo de Estado. Inocentes, pues. Veo sobre un estante un libro con su nombre. No lo conozco pero algo me atrae fuerte a tomarlo, hojearlo, comprarlo. Creo que es una antología de sus ensayos sobre Arte. Lo leo con el mismo furor con que me lanzo sobre cada obra que dice de mí: estética, arte, filosofía, y sí, semiótica o semiología según venga del Norte o de Europa, lo aprendí entonces. ¡En teatro los signos son tan importantes! Así que ahí voy con mi Eco aprendiendo que el Arte, ligado a su condición histórica, no puede salirse de ella o que la estructura ausente es en realidad el goce de las formas cuyas motivaciones artísticas reflejan la totalidad que no obstante no está presente. Y cosas así que no sé si son así o las estoy inventando pero qué importa si en aquellos tiempos me hizo feliz llenándome de incertidumbres y preocupación. Vaya contraste.
Saciado un poco mi apetito de la semiótica del teatro con nuevos autores, llegó la noche y con ello el exilio. Me radiqué en Italia, en el norte, de modo que tuve ocasión de pasar a menudo por Bologna y regocijarme imaginándolo en una de sus clases en la Universidad. Clases magistrales que por aquellos tiempos de los ochenta todo el mundo comentaba.
A mi regreso a Argentina, las librerías me esperan aunque acotadas por la censura militar. Sin embargo, dos libros de aquella época me conmueven de diversa manera. Uno, Respiración Artificial de un Ricardo Piglia que yo no conocía y que me deslumbra. El otro El nombre de la rosa de Umberto Eco que me asombra. Cómo, ¿ahora novelista? Lo leo “a la argentina” sospechando del buen teórico que se metió en camisa de once varas. Nuevo deslumbramiento.
Porque en las letras de rosa está la rosa
Y todo el Nilo en la palabra Nilo.
Dice Borges en su poema “El Golem”. Y yo que lo leo a diario entiendo o invento una vez más que el título de la novela es un homenaje a Borges. O lo habremos inventado entre todos los amigos que nos reuníamos para leer y escribir juntos. Después llegan las siguientes obras que compramos ansiosos hasta El cementerio de Praga que mi compañero Dardo le regala a Cuitláhuac, nuestro amigo, aquí en México, aquí en Monterrey.
Antes hube de saber que también Eco amaba a Borges como nosotros, y al loco de Maradona cuya gesta en el Nápoles alguna vez fue comentada por el maestro de maestros. Declaraciones suyas respecto del futbolista que no he podido hallar. Lo que he hallado repetido hasta el cansancio es la diatriba lanzada en el 2014 contra los necios de las redes. Y me he reído mucho con su humor frío, como él mismo decía. Lo cierto que este italiano del Norte, este erudito que se metamorfoseó en creador y que propone la narrativa como una forma de filosofar a lo Thomas Mann, tuvo en mi país de origen fuerte presencia que sin duda yo llevo en mis huesos. No por nada su último artículo del 22 de enero de 2016 fue para el diario Clarín de Buenos Aires.
Dardo Aguirre a Cuitláhuac: “Vení, pibe, dejá de leer toda esa mierda posmoderna, vení, mirá, éste sí es un loco de la guerra” Eso fue lo que me dijo Dardo cuando me regaló el Cementerio de Praga de Umberto Eco. Y sí, de él abrevamos muchos, en su lectura insistimos hasta la calamidad que para la escritura neobarroca había que ser zafio y Lanzarote al mismo tiempo, hurgar en nuestra memoria histórica y revelar las identidades de las que estamos hechos.