
Cortado / GAVIERO GONZÁLEZ
A Gaviero
Se mata así, se mata así, se mata así.
Así, así, así, así.
El alacrán
I
Unió las cuerdas de la mochila con un nudo de empalme. Repasó la presilla de alondra, la vuelta de braza, los tensores, la silla de bombero, el ballestrinque. Ató un saco de arena al travesaño de los columpios e imaginó que el saco era un hombre de ciento cuarenta kilos de bofe y metro ochenta de estatura. Primero se le dislocarían los brazos y después se le rajarían las axilas. La muerte —recordó haber leído en el periódico scout— sólo llegaría después de que el dolor se hubiera transformado en entumecimiento. Jaló la cuerda con desgano. El saco emitió un ruido sordo al caer sobre la tierra. La renuncia del cuerpo ante el castigo lo desanimaba.
El sábado cumpliría trece años. Había declinado cualquier clase de festejo. Prefería graduarse de lobato en la carrera interestatal de relevos. Sería su primera competencia oficial, luego de cuatro años de pertenecer al grupo de los castores. “Prometo hacer cuanto de mí dependa para cumplir con mis deberes. Por Dios, el país y la compañía a la que pertenezco”. Esas eran las coordenadas de los scouts, su juramento. Sentía la necesidad de prepararse a fondo, conocer hasta el último detalle del terreno, resolver de antemano cualquier imprevisto. No podía dejar nada al azar, se jugaba su lugar en la compañía.
Recordó la conversación que había tenido con Martín, el líder de los lobatos.
—Este es un mapa topográfico —le dijo—. La ruta que debes seguir está marcada con una línea roja. Esta. Con las anotaciones de acá puedes convertir la distancia en papel en distancias reales. Sólo por si acaso. Acá está Cuesta del Diablo, Pendiente del Gallo, Barranco del Conejo, Loma Prieta. Esas son tus referencias. El río que atraviesa el campo se llama Cortado. No es peligroso ni nada, pero tenemos prohibido cruzarlo a nado. Esto es importante, ¿queda claro? Quien cruce a nado queda descalificado.
—¿Por qué?
—No preguntes por qué. Queda descalificado. ¿Está claro?
—Sí.
—Sí qué…
—Quien cruce a nado queda descalificado.
—Quien cruce a nado queda descalificado y será llamado a formación de castigo.
—Sí.
—Esas son las reglas y este es tu mapa. Este otro es para Gerardo. Dáselo. No tengo tiempo de hablar con él. Explícale lo que debe hacer y lo que no debe hacer si le toca esta parte del terreno, la del río.
—Bien.
El muchacho se guardó los mapas en el bolsillo trasero del pantalón y se caló la gorra.
—Y practica tus nudos, nunca se sabe.
Asintió.
Era martes.
II
Cuando la mantequilla terminó de fundirse, puso a freír la cebolla a fuego lento. Pasados unos minutos añadió salchicha. En lo que las rodajas se doraban cortó pan, abrió una lata de duraznos en almíbar con la navaja que le regalara su madre unos días antes. Mientras lo hacía se sintió como un expedicionario, un auténtico lobato lejos de la aldea, lo bastante diestro para domesticar los elementos de la selva.
El llanto de Hilda cortó su entusiasmo. Su hermana padecía retraso mental. Por las noches, sus gimoteos lo obligaban a cubrirse la cara con la almohada, seguro de que lograría ahogar las palabras de consuelo que le prodigaban sus padres. Apuró la preparación del desayuno, temeroso de verse envuelto en una escena familiar. El aspecto de la niña —sus párpados abultados, los labios gruesos y sueltos, la lasitud de su cuerpo— lo irritaba. La consideraba un fardo de preocupaciones que un día le sería heredado junto con todo aquello que anhelaba dejar atrás. Por eso ingresó a la compañía número 4 de los scouts al cumplir nueve años.
Echó dos huevos a la sartén y revolvió los ingredientes de mala manera. Se olvidó de la sal. Vertió los duraznos en un contenedor de plástico, dejando el jarabe para después, en la lata. Sus padres no tardarían en bajar. Lo mejor sería olvidarse de todo y salir corriendo por la puerta trasera, coger el autobús de las 6:30, comer cualquier cosa en la cafetería de la escuela. No obstante, un raro sentido de deber se lo impidió. Él estaba ahí, ocupándose de sí mismo. Ninguna mocosa incapaz de contener la vejiga le impediría disfrutar de sus alimentos.
Chopeó el pan francés en el almíbar.
Era jueves.
III
Miró dormir al chico y fantaseó con que corría por los campos del llano robando la tercera base con una barrida de dos metros. Vestía el uniforme de la liga juvenil con aplomo pero sin rigidez alguna en el cuerpo. Llegaba a la caseta de bateo y conectaba un imparable por el jardín derecho. Corría como desesperado y saludaba a su madre en las gradas. Sonreía al dejar atrás el diamante camino a casa. Era mucho más alto y jovial. En el desayuno charlaban sobre las estadísticas. “¿Crees que los Cardenales tengan oportunidad este año?” “Todo depende de la recuperación de Roy González”. El muchacho asentía.
¿Quién necesita aprender a encender fogatas con piedras en un mundo de encendedores?
Samuel despertó alarmado. Apartó de un golpe las sábanas, listo para abandonar la cama de un salto. La silueta de su padre en el marco de la puerta lo detuvo. ¿Qué hacía ahí? ¿Era tan tarde? ¿Por qué el despertador no había sonado? ¿Por qué no se iba? Lo apenaba mostrarse frente a otros en calzoncillos y con una erección matutina.
—Ve al baño y regresa —dijo el padre. Encendió la lámpara del escritorio y se sentó en la silla giratoria—. Tengo algo para ti.
—¿Cómo?
—Orina.
Lo apuró con un gesto de la mano. Se dio la vuelta para que el muchacho pudiera dejar la cama. Inspeccionó el escritorio. Todo lo que encontró fue literatura scout y manuales de cabuyería. Ni un rastro de los libros que le había regalado. Decepcionado, dejó la mochila sobre la cama, abrió las cortinas. El sol no terminaba de salir. Había tiempo.
Tras unos minutos, el muchacho regresó con una toalla enredada en la cintura.
—¿Te gusta?
Señaló la mochila con un movimiento de barbilla. No sabía cómo comportarse frente a su hijo. Sus intentos de acortar la distancia entre ellos fracasaban invariablemente.
—El color no es el adecuado. Las cintas son muy delgadas.
Desalentado, el padre se sentó en la cama.
—Entiendo… Dentro hay una cantimplora. Imagino que tampoco la querrás.
—No es recomendable beber agua durante una competencia. El bazo se dilata…
—Escucha, Samuel, cuando una persona tiene sed lo natural es que beba, sin importar que el maldito bazo reviente. ¿Entiendes? Lo natural, ¿no es cierto? Lo normal. No sé cómo explicártelo…
El muchacho se mostraba desatento, impaciente.
—De acuerdo, olvida la mochila y la cantimplora, acepta al menos la pañoleta.
Sacó del bolsillo de la chamarra una pañoleta color rojo con dos líneas cruzadas de orilla a orilla, una negra y otra blanca.
—Justo ochenta centímetros, compruébalo si quieres.
—¡No hace falta! —contestó emocionado—. ¡Es perfecta!
Su semblante se transformó de golpe.
—Sólo hay un problema…
—Resuélvelo —lo atajó el padre—. No acepto negativas, no en este caso.
—Creo que puedo arreglarlo…
—Bien… Felicidades…
Quedaron en silencio, uno frente al otro. Samuel acercó la pañoleta a la lámpara del escritorio.
—Es oficial, ¿no es cierto?
—Eso me dijo el dependiente… Ahora vístete, te esperamos en el carro.
El despertador sonó.
Eran las siete de la mañana del sábado.
IV
Pronto el número de botas de campaña alcanzó el ciento. Los lobatos formaban corrillos de quince o veinte muchachos somnolientos bajo la visera de sus gorras. Encontró a Martín en la madriguera de los rovers. Expuso su caso de manera sencilla:
—El líder de cada grupo asigna las pañoletas. ¿Qué tiene esta de especial?
—Me la regaló mi padre.
—Un asunto familiar, ¿eh?
—Me gusta, eso es todo.
—De acuerdo, pero quedarás en deuda conmigo, ¿entendido?
—Perfectamente.
—Vuelve entonces con la tropa. Yo mismo me encargaré de anudarte la pañoleta.
Afuera, los lobatos más avezados compartían anécdotas de otras competencias entre empellones y puñetazos en el hombro. Los castores guardaban silencio, intimidados por la cháchara de sus mayores. Samuel se reunió con Gerardo, su mejor amigo, a la espera de que el corneta los llamara a rendir juramento.
—¿Estudiaste el mapa?
—Sí.
—En Pendiente del Gallo recuerda doblar a la derecha. Dos kilómetros después de Barranco del Conejo, doblas a la izquierda. Adelante encontrarás el puente del Salto. A partir de ahí es todo derecho. ¿Entiendes?
—¿Crees que me asignen el último turno?
—Seguro, hombre. Eres de esas personas con suerte.
El muchacho se lo pensó un rato.
—Es mucha presión, Samuel.
—Tranquilo, todo saldrá bien, no hay de qué preocuparse.
Al término de la ceremonia los lobatos corrieron calle abajo, rumbo al autobús que los conduciría a la carrera de relevos. Entonaban las coplas de El alacrán para calmar los nervios de la competencia. El grupo de castores se quedó atrás, en el campo de entrenamiento. Maldecían su suerte de cara al banderín que ondeaba en el asta bandera.
V
Cruzó las gradas y preguntó por Samuel. Le dijeron que estaba en la carpa junto al estacionamiento. Caminó entre adultos con pantalonetas azul marino y borlas amarillas en las calcetas. Pensó en el uniforme scout como en una enfermedad infantil arrastrada más allá del ridículo y los cuarenta años. Encontró al muchacho sentado en el suelo, la cabeza entre las piernas, barriendo el suelo con la pañoleta. Se sentó junto a él y echó un largo trago de la cantimplora.
—¿Quieres hablar?
—No.
Minutos antes, Martín se le había acercado con tono socarrón para informarle que Samuel correría para otra compañía, la 12. El grupo estaba corto de competidores y el chico había aceptado el cambio. “Como un favor personal”, le dijo. “Como muestra de solidaridad entre scouts”, remató.
—No es gran cosa.
Samuel le arrebató la cantimplora.
—No, no es gran cosa —dijo el chico después del primer trago. Su mirada acusaba la decepción de los adultos—. La carrera empieza en diez minutos. ¿Vienes?
—Seguro.
El muchacho se anudó la pañoleta y se encaminó a la salida.
El padre lo seguía a unos pasos de distancia.
VI
Remontó la cuesta bajo el sol de mediodía. No pudo evitar sentir vergüenza. La orden había sido esperar al relevo en Loma Prieta y correr hasta alcanzar la meta. Todo lo que hizo fue sentarse en aquella piedra y contemplar el terreno.
Al igual que a Gerardo, le habían asignado la última etapa de la carrera.
—¡Tropa 12!
Una parvada de pájaros había alzado el vuelo. Con el extremo de una vara dibujó sobre la tierra Cuesta del Diablo, Pendiente del Gallo, Barranco del Conejo, Puente del Salto. Esas eran sus referencias.
—¡Tropa 12 y 4!
Recordaba haber visto a Gerardo apartarse del grupo de competidores. En la línea de salida inclinó el torso, adelantó la pierna izquierda y extendió el brazo derecho hacia atrás con el propósito de recibir el banderín.
—¡Suerte! —gritó Samuel cuando su amigo se echó a correr.
No hubo respuesta. Gerardo se bamboleaba cuesta abajo con el banderín sujeto con ambas manos. Samuel no pudo evitar sentirse como un traidor a pesar de sí mismo.
—¡Tropa 12 y 9! —había vuelto a gritar el encargado de Loma Prieta.
En Barranco Conejo trastabilló. En lugar de apoyarse sobre el tablón, decidió echarse a correr. Unos pasos más adelante cayó de bruces sobre las piedras del vado. Se limpió la sangre del rostro con la pañoleta. Recordó el enojo del juez en Loma Prieta:
—¿Qué clase de retrasado mental es usted? ¿No sabe ni siquiera el número de la compañía para la que corre?
—No es mi compañía. Me asignaron suplir al último corredor de la 12. Yo pertenezco a la 4.
—¿Acaso le pregunté a qué compañía pertenece? ¿En qué compañía corre, lobato? ¡La 12! ¡Eso le pregunté!
No supo cómo reaccionar. El encargado finalmente estalló:
—¡Corra! Bastante retraso le causó ya a su compañía…
Mientras se alejaba lo escuchó gritar:
—¡Esto quedará en su expediente!
La última loma parecía no terminar nunca. La graba rodaba bajo su peso. El sudor le pegaba la camisa al cuerpo como una segunda piel que ocultaba los verdugones de la caída. Improvisó un pico con dos ramas de pino que amarró en cuadro con las cuerdas de la mochila. Había decidido cruzar en el menor tiempo posible Puente del Salto y terminar la carrera en silencio.
VII
Gerardo equivocó la ruta en Barranco del Conejo. Buscaba desesperado un punto de referencia cuando escuchó a sus espaldas la corriente de Cortado. Rodeó una loma atestada de pinos y recibió en pleno rostro la brisa del río. Apoyó el cuerpo en un tronco seco y lloró por su falta de pericia. Samuel había sido muy claro, quien cruzara a nado sería descalificado. Él sólo quería llegar al otro lado, encontrar el camino de vuelta al campo de entrenamiento.
—Es sólo una competencia —dijo—. Mi primera competencia.
En la orilla del río se quitó las botas. Fijó las cintas al cinturón con un nudo de empalme. Se introdujo en el agua lentamente, sujetando el banderín con los dientes. Cuando perdió piso, braceó como si fuera a encontrar indicaciones de ruta en la otra orilla. Posiblemente tropezaría con Samuel. ¿Quién sabe? Samuel era su amigo. Habían pasado fines de semana enteros practicando sus nudos. Entonces sólo querían convertirse en lobatos, alejarse de los castores, salir de campamento.
Encontró el camino media hora después. Las prendas de su uniforme lo acusaban. Los jueces de la recta final lo apartaron de la ruta lo mismo que un apestado. Fue hasta las gradas a terminar de secarse en el sol de las tres de la tarde. Observó llegar a los corredores uno detrás del otro, satisfechos de haber concluido la carrera. Se puso de pie dos o tres veces, en busca de Samuel. Lamentó no haberse despedido de él en Loma Prieta. Ni siquiera recordaba la compañía que le había sido asignada, sólo recordaba su desánimo. Le habría gustado haberle dado una palmada en el hombro, dirigirle una palabra de ánimo. Pero las cosas habían resultado de otro modo y ahora no quedaba sino seguir adelante.
VIII
Eran las cinco de la tarde cuando Samuel cruzó la meta. Llegó el último y no comprendió la algarabía de sus compañeros. Lo alzaron en vilo y lo llevaron a la misma carpa de donde saliera unas horas antes en compañía de su padre. El scouter le prometió que nada de lo sucedido mancharía su expediente. El muchacho había salvado la posición de la 4 retrasando la llegada de la 12. No preguntó por Gerardo. Fue hasta donde estaban sus padres y se sentó al lado de Hilda.
—¿Qué hacen? —preguntó la niña.
—Bailan.
—¿Por qué?
—No sabemos hacer otra cosa.
El círculo de expedicionarios se estrechó alrededor de la fogata, entrelazaban los brazos e intercambiaban guiños entonando el Vals de las velas.

La pañoleta / GAVIERO GONZÁLEZ
IX
—Recuerda, los chicotes deben salir por el mismo lado del firme, no al revés. Así… Lindo nudo, ¿no es cierto? De pescador. Me lo enseñó mi abuelo.
El castor trataba de seguir las instrucciones de Gerardo cuando el trompeta llamó a formación de castigo. El muchacho dejó las cuerdas sobre la banca y se caló la gorra. Se despidió del chico con una inclinación de cabeza, dispuesto a hacerle frente a sus compañeros.
Cruzó el campo con gesto decidido, la mirada puesta en los primeros scouts de la formación. Creyó reconocer a Samuel en una de las gradas del fondo, enrollando y desenrollando una pañoleta roja en su mano derecha.
Perdió todo aplomo segundos antes de entrar en la formación de castigo. Los lobatos estrecharon la distancia que separaba una fila de otra, dejando apenas el espacio suficiente para que él pasara por el medio. Ni siquiera alcanzó a reaccionar, un golpe seco en la boca del estómago lo dobló en escuadra. Intentó jalar aire por la boca cuando un manotazo en la oreja le hizo perder el equilibrio. Cayó de nalgas y una bota lo alcanzó en la barbilla. Escupió sangre sobre el pasto. Cuando intentó avanzar a gatas una mano lo sujetó por el cuello de la camisa. El ruido de la tela al rasgarse lo amedrentó más que las patadas en las costillas. Se repetía que aquello no era cierto o en su defecto acabaría pronto. Pero el castigo no cesó ni antes ni después de que su pensamiento se tornara en mero instinto de alcanzar a Samuel en las gradas.
Se irguió con la firme convicción de que al lado de su amigo encontraría refugio. Había dejado de sentir los golpes, la hinchazón de los pómulos apenas si le permitía distinguir el rostro de sus compañeros. Sentía el cuerpo completamente entumecido, indiferente al castigo. Decidió que era inútil mantener la guardia en alto. Buscaba abrirse paso a empellones cuando sus manos tropezaron con el pecho de un lobato. El muchacho lo tomó primero por la muñeca, después por la nuca:
—Suerte, Gerardo —le murmuró al oído, entre forcejeos.
Tan pronto reconoció la voz de Samuel, aflojó los músculos. Entonces sintió un empujón en los hombros. El primer golpe lo alcanzó en el costado, el segundo en la barbilla. El muchacho cayó como un saco de arena contra el suelo.
El trompeta llamó a retirada con dos toques cortos y uno largo, ahuyentando a los tordos de las copas de los árboles. Intrigados, los castores abandonaron las bancas. Todo lo que alcanzaron a ver fue la pañoleta de Samuel amarrada en el asta bandera.
Era domingo, día de práctica.