
TELEGRAPH.CO.UK
En verdad el conjunto de sus cuadros puede verse
como un largo poema, a ratos fábula, otras cuento infantil,
otras relato cósmico y cosmológico y siempre
como un libro de aventuras fantásticas
en el que lo cómico y lo cósmico se entrelazan […]
nos cuenta la historia de un viaje.
No en el espacio sino en el tiempo: el viaje del adulto que somos
hacia el niño que fuimos, el viaje del civilizado
que vive entre la amenaza del goulag y la exterminación atómica
y que sale de sí mismo a la reconquista del salvaje.
El viaje en busca de la mirada del primer día.
Un viaje no hacia afuera sino hacia dentro de nosotros mismos.
Octavio Paz, Revista Vuelta, no. 87.
Joan Miró nació el 20 de abril de 1893, en Palma de Mallorca, hace 113 años. Y como cantó Octavio Paz: “Pintó como un niño de cinco mil años de edad”. El pintor catalán que en la infinita pizarra del universo inventara las estrellas. Una obra pictórica que es una fiesta y un libro de poemas. Pues hasta los títulos de sus cuadros nos enseñan a poemar. Miró es un poeta del aire y de la tierra que nunca escondió sus alas en la oscuridad. Miró, en medio de dos grandes guerras, iluminó un mundo amenazado. A la muerte, la angustia y las bombas, las alumbró con lunas, soles y un infinito arco iris. Barcelona, Palma de Mallorca, Nueva York y todos los amigos de Miró festejamos esa Voluntad Alegre que disipa las acres sombras del Siglo XX.
Para hablar del universo de Miró hay que beber en la fuente del asombro. Se trata de un artista que se conservó al margen del protagonismo y la disputa, “borrándose tras el lienzo” —como solía decir. Lo más significativo fueron sus silencios. Joan Prats, uno de sus grandes amigos explicaba la creación de Miró con una frase: “Cuando me paseo por la playa y encuentro una piedra, se trata tan sólo de una piedra. Si la hubiera encontrado Miró, sería un Miró”.
En la monografía “Miró y su mundo”, Pere Gimferrer señalaba que para los románticos el misterio procedía de una esfera distinta de la vida diaria. Para los contemporáneos —como para los primitivos— todo tiene su negativo o su doble; todo es totémico. Hay un movimiento pendular entre la alegría de descubrir y el temor ante lo descubierto. La búsqueda plástica está, por un lado, abocada a negaciones que son nuevas afirmaciones y descubrimientos, por otro a la crítica del arte, al silencio. Miró engloba ambas actitudes en su creación y enriquece la pintura a la vez que propone su asesinato. Miró es un experto en combinar los opuestos: la inocencia y la rebeldía, la abstracción dentro de la figuración. Miró es el más local y el más universal de los pintores, pues alterna materiales nobles como el óleo y el bronce con los más efímeros, como un clavo oxidado o un guijarro.
El joven Miró asiste a diversas academias pero no le es suficiente. Frecuenta círculos vanguardistas, pintores, poetas y críticos. Colabora en revistas de avanzada como L’Instant. Visita la galería del marchante Dalmau. Sus pasiones confesadas: Van Gogh, Cézanne y Picasso. Dalmau le organiza su primera exposición española (que es un fracaso). Miró se la vende toda a Dalmau en 1,500 pesetas a cambio de que organice con esos cuadros su segunda exposición en París (donde se instala en 1919). Dalmau no paga el alquiler de la galería y el dueño incauta toda la obra en pago.
A Miró es posible imaginarlo en La plaza real, cerca de donde nació y de la relojería de su padre, Cornudella, casa del abuelo en la que pasaba largas temporadas de niño, Montroig, pueblo de terracota: donde sus padres compran una masía en 1910 para vacacionar, y que se convierten en sus pasiones: “Montroig es para mí como una religión” —decía Miró. La tierra es un gran tema, un choque primitivo al que siempre vuelve. Por los grandes pies de sus obras sube la energía de la tierra. “Todo lo miro en comparación a Montroig” —afirma. La Masía es uno de los cuadros más famosos que comienza en Montroig y termina en París en 1921, y que adquiere en abonos Hemingway. La Masía muestra la mirada de Miró: una brizna de hierba le interesa más que un gran árbol, una piedrecilla es más importante que una montaña, una libélula más que el águila, a veces un objeto diminuto guarda una vida secreta.
Una breve impresión, destellos fugaces caídos del cielo asaltan la mirada de Miró. No hay motivos pequeños. La pintura es germinación, alimento de la tierra. Él mismo dijo ser un vegetal, un algarrobo: “Cuanto más local es una cosa, más universal.” Una frase que apunta hacia lo artístico por excelencia: lo singular e irrepetible que colinda con lo infinito.
En París se acerca más bien a las vanguardias que cuestionan la tradición, la escala humana, la perspectiva. Miró se bebe la visión contemporánea con la que empapa su obra. Los personajes y objetos se transforman en ideogramas, símbolos, signos que guiñan, claves poéticas. Y no es sólo porque llega a alucinar de hambre y a iluminar esas visiones. Nunca utilizó drogas para inspirarse. Afirmaba que había una admirable locura en los catalanes. Su amigo Joan Prats, como buen catalán, era de esa estirpe.
Cuando Breton publica el manifiesto surrealista en 1924, Miró habita en el número 45 de la rue Blomet. Entre sus vecinos se encuentran Masson y Artaud. Lo visitan Paul Eluard y Georges Bataille, entre otros. Todos se unen al movimiento surrealista y colaboran en sus revistas. En medio de este ambiente se lleva a cabo la Segunda Exposición parisina de Miró en 1925, para la que Peret escribe un sublime texto. Pero la consagración de Miró tiene que esperar hasta terminada la Segunda Guerra Mundial.
La adhesión efímera de Miró al surrealismo se debió al amor que profesara por la libertad. Breton era el más alto prelado de la Iglesia Surrealista y Miró fue el eterno hereje al que nunca le perdonó su nula sumisión. En alguna ocasión Breton lo acusa de haberse vendido al capital, en otra, señala con ironía el “anclaje de su personalidad a una etapa infantil”. Por su parte Miró decía de Breton que sólo veía en la pintura lo que le permitía reafirmar sus teorías, y no al revés. Es hasta 1958, en torno al texto que escribe para las Constelaciones, que Breton se desborda en elogios hacia él. A Breton se le ha derrumbado su iglesia y dispersado sus fieles, mientras el silencioso Miró tiene un reconocimiento planetario. Miró nunca se dejó llevar por el automatismo psíquico del surrealismo. La mirada de Miró, luego de ser arrebatada por la espontaneidad, elabora. Lo que lo liga con el surrealismo es su carácter alucinatorio: “Mi obra —confesaba— se origina en un estado de alucinación venido de una conmoción espiritual de la que no soy responsable.”
Miró practica la negación de la pintura sin dejar de pintar. Como heredero de algún modo del dadaísmo, a fines de los 30s afirma la intención de asesinar la pintura, de combatir el virtuosismo y la academia, de ir más allá del caballete. Le anima una Voluntad Poética: “A lo largo de toda mi vida he intentado huir del hecho plástico para llegar a la poesía.” Llegar a lo imposible de decir. Tal vez por ello, en estos mismos años la música empieza a ser tan importante como la poesía. Los títulos de sus cuadros son imágenes poéticas. Su amistad a toda prueba con la poesía y los poetas lo convierten en el ilustrador de poemarios de Alberti, Char, Neruda, Tzara, Prévert y muchos más.
La mirada de Miró siempre se posó en todo tipo de materiales y realidades. Le apasiona la pintura, la gráfica, la escultura, la cerámica, la coreografía, el mural, la escenografía. Nada escapa a su infinita mirada. Es una pasión permanente por experimentar. Su culto por el oficio y la artesanía lo llevan a reunirse con artesanos y ceramistas como Artigas, grabadores como Dutron, litógrafos como Celestin y tapiceros como Royo, cuyas enseñanzas y compañía dan a luz sus obras monumentales.
La escultura llega tarde. Estamos en los años 60s y Miró cuenta con sesenta años. Sus primeras esculturas, en terracota y bronce. Cualquier objeto de sus diarios paseos adquiere un valor excelso para su obra: latas, hierros, maniquíes, son reconvertidos. El principio del “object trouvé”, de la escultura-objeto, a diferencia de los dadaístas, está lleno de simpatía por los objetos. Para la mirada de Miró el objeto es una bestezuela doméstica. En la escultura, tal vez como en ninguna otra creación, Miró libera sus pasiones. Gillo Dorfles afirma que la escultura de Miró es valientemente blasfema. Ni el ataque de apoplejía que sufre en 1981 lo inmoviliza. La mirada de Miró se vuelca en todos los deshechos. Al punto que llega a decir que “se alimenta de residuos”.
A la cerámica llega a través de Artigas. En una visita a su taller le pide a su amigo que le regale una hornada que se malogra. El azar había introducido un factor inesperado: fragmentos de otras piezas, erupciones, rugosidades; Miró las pinta con esmaltes que fija con el fuego.
La mirada de Miró va más allá de las convenciones. Quiere alcanzar la máxima espontaneidad. Todas las posibilidades se resumen en una pregunta a responder: ¿cómo se puede convertir en cerámica el periódico, la paja, el alambre? El resultado de su trabajo con Artigas: 234 piezas nacidas de una nueva forma de ver la naturaleza. Con Artigas realiza dos grandes murales para el edificio de la UNESCO en París: “El mural del sol y de la luna”. En 1958 recibe el Gran Premio de la Fundación Guggenheim por el éxito internacional alcanzado por estas cerámicas. En 1961 la Universidad de Harvard le pide una cerámica para sustituir una pintura de él mismo hecha diez años antes. Años después realiza otros murales, como el del Aeropuerto de Barcelona (1970) y la Cineteca de París (1972).
“Lo primero es tener un cosmos” —le dijo el escritor Eugenio d’Ors— refiriéndose a su obra. La mirada de Miró crea un universo propio porque es inconfundible; se trata de un lenguaje reconocible en el universo del arte contemporáneo. Lo que sorprende —sostiene Gimferrer— no es la presencia de referentes sígnicos sino de los propios signos. No se trata de la mujer, la estrella o el pájaro, sino de los signos mironianos. Estos son su legado último. Son signos naturales “abiertos a la naturaleza, no al reino de las ideas”. La mirada de Miró edifica un Microcosmos de mínimas ecuaciones y ritmos misteriosos, un inventario de formas mironianas, como si pretendiera construir un nuevo vocabulario. Alguien tuvo la osadía de clasificar el lenguaje de Miró en signos cósmicos, geológicos, vegetales, animales, humanos, orgánicos y artificiales. Raymond Queneau propuso un diccionario miroglífico.
El universo de Miró está hecho de signos y metáforas plásticas en abismos tenues o intensos, asaltados por líneas y colores puros. El imperativo de Miró: “En el cuadro debe nacer el mundo”. Sesenta años de la creación del cosmos muestran una tendencia a la simplificación que se ejerce en tres dominios: el modelado, los colores y la figuración de los personajes. En El Carnaval de Arlequín o en las Constelaciones el miniaturismo crea pequeños universos en los que se impone una síntesis de la vida, rozando la abstracción.
Miró no es un artista abstracto. Recordando a su amigo Foix decía: “En donde más oscura es la semejanza, más altamente entiende el entendimiento que aquella semejanza entiende.” Y no olvidemos que simplificación no es simpleza. Como la mirada de Miró es originante y originaria, nunca hace escuela. Alguien que lo siguió de cerca (el pintor Arshile Gorky) se suicidó al encontrar algo de Miró en su pintura.
La mirada de Miró encuentra “el máximo de intensidad con un mínimo de medios”. Se trata de provocar una sensación física, luego anímica. Miró gustaba decir que trabajaba con las patas metidas en los colores. Hay que “golpear en pleno rostro al espectador antes de que en éste intervenga la reflexión”. Miró quiere deslumbrar la mirada. Por ello, se expresa con gestos, trazos, salpicaduras, azares y colores intensos y puros. Como dice Clement Greenberg: “Todos los pintores saben cuán difícil es trabajar con colores puros sin modulaciones de luz y sombra”. Miró pinta, como Matisse, con un éxito ininterrumpido. Un pequeño número de formas y de colores. Ya los frescos del siglo X —dice Miró— fueron pintados en esa forma: son magníficos. A Miró le atraían frescos de figuras perfiladas, de escalas distorsionadas, que evocan su inconfundible grafismo. También una fascinación por las pinturas rupestres, el arte popular e infantil, que vibra en sus obras. El rojo y el azul, el más cálido y el más frío, el sexo abierto y el cerrado —en palabras suyas. El sol intenso y el azul del mar y el cielo.
Miró no tuvo más bandera artística que “tener un cosmos”. Por eso la independencia es su principio. Colabora con las causas democráticas y se opone a cualquier forma de dictadura. Su único partido es su obra. Su guerra contra la guerra está en iluminar la mortecina escena artística de la posguerra: “Los partidos me solicitan constantemente. Pero lo que a mí me interesa es Cataluña y la dignidad del hombre”. Su rebeldía no empalideció con los años. Los lienzos titulados Mayo de 1968 muestran a un Miró de pasional mirada e intensa vitalidad. Un periodista decía que “la gente que compra cuadros de Miró no sabe que está vivo”.
La mirada de Miró hace brotar infinidad de seres vivientes, texturas palpitantes, colores sorpresivos. Su Voluntad Alegre es el otro lado de su pesimismo ante una realidad aplastante. Franco y Hitler oscurecen su existencia: “Por entonces yo estaba deprimido. Creía inevitable la victoria del nazismo y que todo lo que amamos y lo que nos da nuestra razón de seguir viviendo se había hundido para siempre en el abismo. Creía que en esta derrota no había ya para nosotros ninguna esperanza, y me daba por expresar esta sensación de angustia trazando en la arena de la playa signos y formas de lo que tenía que liberarme, de modo que las olas se lo llevaran inmediatamente”. Si afuera estaba el horror, dentro palpitaba un Jardín de las Delicias, un cosmos de tonalidades que no reclamaba para sí, sino que lo compartía generosamente con los demás.
Para Miró todos los objetos tienen vida, a veces más intensa que la de algunas personas. Todo en él son realidades concretas, también los nombres de sus obras. Miró es un visionario que inventa una nueva vida a las personas, los animales y las cosas. Describir el paisaje es lo menos importante, tal vez lo más odioso. Miró, luego de abandonar a los surrealistas, le pone color a sus ensueños: una luna almidonada, una lluvia boreal y un surtidor azul.
El pintor catalán realiza la descomposición de los cuerpos con la ingenuidad de la primera mirada. Miró nos hizo mirar y vivir uno de los más fabulosos viajes al comienzo, a las primeras formas, donde surgen juguetones guiñoles y arlequines que inventan flores para un Carnaval…
La mirada de Miró se rebela contra el espectáculo del desastre, la monstruosidad de la Gran Guerra y la mueca de la muerte, como lo hiciera el mismo Breton en la Suiza neutral. La mayoría de sus pinceles edifican una utopía mágica, un horizonte de esperanza, un amable sueño, más allá de la tortura, la destrucción y el cortejo de espectros.
De Miró sólo se puede hablar con alegría por haber dejado hermosas estrellas a la humanidad. La palabra para Miró sólo se puede decir con la música del “bello pájaro que descifra lo desconocido a una pareja de enamorados, y al borde de un lago irisado por el paso de un cisne”.
Miró, el viajero de las estrellas, invita a Paul Klee a bogar en su barco de papel, y anota en su bitácora: pinceles encantados, un violín trapecista, una mariposa astral, una lluvia de serpentinas, un dueto de libélulas y un bosque de caramelos. Miró pinta el paraíso de los soles donde las cabras de Chagall ya no se trepan a los tejados para esconderse de los nazis. Miró mira al horizonte donde a una luna azucarada no le importa si el mar debe ir abajo o arriba, o si los perros y las personas toman el sol sobre la playa o sobre una nube marítima. El espíritu se denuda y el objeto se mundaniza. El terror da paso a la calma.
Miró, atormentado por el hambre, mira en la pared las alucinaciones, los tachones en el viento, las mariposas lunares, y recuerda los terribles castigos que le imponía su padre para obligarlo a ser comerciante. Pero una cosa es el ocio y otra el negocio. La ociosa mirada de Miró lo convierte —en palabras de Breton— “en la más hermosa pluma en el sombrero del surrealismo”. Miró vive. Por las tardes aún va a darle un sorbo a París en algún café.