
Frontispicio de la edición de 1719
(Breve nota en la que es mucha la ficción y menos las de veras)
Es el hombre que está en el descanso. Tiene 68 años y ya lo ha visto todo. Ahora sólo le importa la resolana. Y parece que esos rayos que se vierten sobre sus ropas lo transportaran a los días en otro colegio, el Mayor de los Padres Jesuitas, en Valladolid, cuando contaba con 16 años. Aprendió mucho. Y ahora pretende el regreso. Está en uno de los poyos del patio mayor de la Orden Tercera de San Francisco en Madrid (Feros, et al, 2005). No hace quince días que pronunció los votos definitivos, sin embargo, después de las muchas ediciones que ya lleva su Ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, después de las ediciones espurias que circulan desde Sevilla a Salamanca, al hombre sólo le interesa cumplimentarse al abrigo de Cristo y a este sol que tibia la lana cruda de su hábito franciscano.
Sabe que ya tiene un pie en el estribo, así se lo ha hecho saber a su pretendido protector, el Conde de Lemos. Hará cuatro meses que se publicó la segunda parte del Quijote, esta vez titulada El ingenioso caballero don Quijote de la Mancha, y la miseria es lo único que le llena los bolsillos. El invierno, que no fue tan duro como se esperaba, le trajo no obstante múltiples dolencias: la hidropesía y la cirrosis le envenenan el cuerpo. Es abril, han pasado las Carnestolendas que tanto le gustaba presenciar. Hacia el 19 del mes pide la extremaunción.
Las cosas no han ido muy bien como quisiera, Juan de la Cuesta, su impresor, tiene ocho años huido de Madrid, y es su esposa, María Quiñones, quien está al cargo de la imprenta sita en la calle de Atocha. María, que es harto comprendida en los quehaceres de impresores, acaso espere aún al hombre que la desposó en segundas nupcias. Sin embargo, es a nombre de Juan de la Cuesta, que doña María Quiñones imprime la segunda parte, pero aquélla, más que atacar la naciente literatura vernácula seria, sigue imprimiendo esos pliegos sueltos como aquél de Coplas como una señora no consentia que su marido tubiese parte con ella sin lumbre [sic]. No es menor señalar que son dos mujeres, la propia Quiñones, y María Rodríguez Ribalde (posiblemente su madre, no hay aún certeza de ello), quienes intervinieron en la obra de Cervantes de la segunda parte.
Antes de morido, la vitualla no alcanza porque Cervantes se ha empecinado, a costa de su propia salud, en terminar Los trabajos de Persiles y Sigismunda, historia septentrional (1617). En un frenetismo propio de quien ya siente el vahído y la huidiza, quiere demostrarles a los monos gramáticos—a la acérrima canalla que pepinazos lanza contra sus obras— que él también es capaz de hacer una novela bizantina. Hay algo de condición culpígena en esta empresa, muchos estudiosos de la obra cervantina han dejado claro que con Los trabajos… Cervantes pretende quitarse el atavismo de escritor cómico con el que lo tildaban sus detractores. Y de cierta manera logra una obra con una estructura odisíaca que pone de manifiesto las circunstancias de su época: la constante migración europea de los siglos XVI y XVII (Ruiz, et al, 2015), la Contrareforma, el viaje purificador desde la Isla Bárbara a Roma. No es raro que los paisajes nórdicos lucubren como escenario salvaje la imaginería de la época. Es cosa reciente la llamada “matanza de los españoles” donde al encallar, balleneros vascos fueron ultimados por la población de Islandia. Todo ello, aún y tomando en cuenta que Cervantes estuviera fragilizado por sus dolencias, pone de manifiesto a un hombre de las letras enterado del acontecer español. Acaso se proveyó de información en el llamado “Mentidero de representantes” suerte de punto de reunión en la plazuela del León, en Madrid, donde concurría la gente de la artes y las letras para hacerse de información, chismorreo, y rumores, que no es otra cosa que un muy incipiente periodismo oral en España.
Los trabajos de Persiles y Sigismunda reflejan una filia en la moda literaria de la época. Casi preciosista en su narración, Cervantes por fin se da vuelo para dar cuenta de un discurso intelectual, culto en latinismos, probo e institucional con la Corona española. Al mismo tiempo, su pluma es aguda en la descripción de la belleza masculina, acusa un tono erótico, por ejemplo, en la descripción de Periandro, más adelante Persiles, del cual abrevará para convertirlo en un buen cristiano.
De esta preceptiva erudita que acoge el último Cervantes, nace una leyenda sin nombre que lo hace morir en la desolación, la culpa por no haber sido el escritor que su generación reclamaba, y hundirse lentamente en el lecho de la paz religiosa.
Pero otro Cervantes, más joven, edifica una obra que, en medio del purismo cristiano redentorista de la Corona y xenófofo contra moros y judíos, encumbra a un tal Cide Hamete como el probable comentador de una historia cuyas vibraciones estéticas sobrepasan los siglos.
Como escribe Francisco Rico, vivir es contar, ir contándonos historias. Y Cervantes, esa tarde de un 22 de abril de 1616, en medio de un sepelio donde es enterrado con el rostro descubierto, termina la última historia del primer novelista polifónico de todos los tiempos. Hay silencio en la calle de Atocha. Las mujeres de aquella imprenta aún a nombre de Juan de la Cuesta, emprenderán, esta vez juntas, una serie de ediciones que venderán sin la tasación real; harán pues, como es menester en todas las épocas, de la obra cervantina, fayuca y libros libres.