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El relato visual

octubre 22, 2016Deja un comentarioCine, Los filos del cineBy Damián Cano

09-damian-cano¡Dios ha muerto y nosotros somos quienes lo hemos matado! ¿Cómo nos consolaremos, nosotros, asesinos entre los asesinos? Lo que el mundo poseía de más sagrado y poderoso se ha desangrado bajo nuestro cuchillo
Nietzsche

 

El grueso de las civilizaciones basan su existencia y porvenir en un gran relato que abarca su pasado con sus inicios y fundaciones, hasta el futuro con sus designios y augurios. En ese relato está el origen y el camino adelante; es la forma de explicar qué hacemos y porqué estamos en este mundo. Desde tiempos inmemorables el ser humano pintaba en las paredes de cuevas sus historias o se sentaba alrededor del fuego para relatar lo que había sucedido. Ahí, en las llamas del fuego, los seres queridos que ya no estaban, los miedos, los grandes acontecimientos chisporroteaban en formas brillantes y unificaban la memoria y la identidad de la comunidad. La oralidad era el germen que se introducía por los oídos, pasaba por la cabeza, se establecía en la imaginación y fundaba los recuerdos que serían la memoria de pueblos y naciones enteras. En las mentes de cada miembro de una comunidad está implantado, indeleble, el relato de lo que fue desde su propia perspectiva.

 

A grosso modo, todos nos explicamos con relatos que nos han contado desde la infancia, esto nos da la perspectiva de quiénes somos y el lugar que ocupamos en el mundo. Ese relato se construye de varias formas: desde el hogar, la escuela, la religión, los medios de comunicación, o el arte. Cada una de estas partes son piezas fundamentales de su concepción, cada una aporta diferentes puntos que se refuerzan entre sí y nos conforman. Está tan arraigado dicho relato que define la vida completa, nos da el camino, la ruta de las decisiones que iremos tomando tanto individual como colectivamente. Sin decir que es un destino cerrado, sino como la Moira en La Ilíada de Homero que hila la hebra de la vida en el camino de los hombres, el relato es esa hebra que hila y une cada punto importante en la vida de un ser humano. Nos hace elegir una cosa u otra en forma de preferencias, gustos e incluso emocionalidades que parecen estar en los más interno de nosotros. Parecen ser nosotros mismos, pues provienen de nuestra misma esencia, que está formada por el relato que hemos visto, escuchado, olido, tocado y amamantado a través de los pechos de nuestra madre comunidad.

 

Sería complicado pensar que este relato no ha sido infectado por una hegemonía. Como se dice coloquialmente, la historia está escrita por los vencedores. Desde este punto de vista y acudiendo a Gramsci, el poder de las clases dominantes sobre las clases sometidas no está dado solamente en el aparato represivo del Estado, pues dicho poder tendría límites y no sería tan difícil de derrocar, pero hay una barrera mucho más complicada de vencer, pues implica el ni siquiera pensar en revelarse. Dicha barrera descansa sobre el poder: fundamentalmente en la “hegemonía cultural” que las clases dominantes logran ejercer sobre las clases sometidas, a través del control del sistema educativo, de las instituciones religiosas, de los medios de comunicación y de las artes. A través de estos medios, las clases aventajadas “educan” a los dominados para que estos vivan su sometimiento como algo natural y conveniente, inhibiendo así cualquier posibilidad de que vean otro camino que no sea el ya impuesto. Siendo el arte y la cultura los menos controlables de estos medios, se les ha inoculado por diferentes vías. Ya sea tomando los conceptos móviles de arte y cultura, llenándolos con el significado que más le conviene a la clase dominante; como es el caso de las llamadas bellas artes (apartadas a propósito del grueso de la población y sólo para un grupo muy reducido); o en el caso de la artes que siguen cercanas a la gente: lo que hacen es trastocarlas por completo y llenarlas de contenidos que esa clase predominante necesita.

 

Esto último es el caso del cine, ese arte, ese nuevo ritual de reunirse en las sombras para ver nuestros miedos, emociones y anhelos chisporrotear en luces enfrente de nosotros. Ahora la imagen es la idea directa que se implanta en nuestra retina que va directo al cerebro y se convierte en memoria viva que hila nuestros pensamientos y nuestras vidas. Sin dejar de lado el papel de la oralidad y su gran influencia que sigue viva, el cine ha estado fungiendo como ese diseminador de relatos durante el siglo pasado y lo que va de este. Así de importante y grande es el papel del cine, como lo fueron las noches de fogata de antaño. Es la forma dominante de ir directo a la construcción de un imaginario, de un relato, de una memoria.

 

En The Pervert’s Guide to Cinema (2006), un documental dirigido por Sophie Finnes y conducido por Slavoj Zizek, el filósofo afirma que el cine no te da lo que deseas, sino que establece el cómo desear. Zizek anuncia que el problema no es que nuestros deseos sean satisfechos o no, sino cómo saber qué es lo que realmente deseamos. No hay nada natural sobre los deseos humanos. Nuestros deseos son artificiales y durante nuestra “formación” somos enseñados a desear y en eso el cine ha jugado una función central. Según Zizek, el cine es el arte de las apariencias y las fantasías, por ello es capaz de decirnos cómo la realidad misma se constituye como una construcción ideológica, social o simbólica. En este sentido, la ficción cinemática es más real que la realidad misma.

 

Utilizando un fragmento de la película Possessed (1931) de Clarence Brown, en la que Joan Crawford interpreta a una mujer de clase obrera que observa embelesada lo que sucede al interior de los carros de un lujoso tren, como si se tratara de una pantalla de cine, Zizek da cuenta de cómo las ficciones estructuran nuestra realidad, de modo que la verdad de esta deba ser buscada dentro de la ilusión y no detrás de ella. Según Zizek, el deseo es una herida de la realidad. El arte del cine consiste en despertar el deseo, jugar con él, pero al mismo tiempo, darle forma, hacerlo palpable y real.

 

Esto sucedió mucho tiempo en la época de oro del cine mexicano, donde las hacedoras del imaginario colectivo, los grandes productores y directores mexicanos dieron forma a la educación sentimental del pueblo de México. Es así como Ismael Rodríguez va machacando la imagen de Pedro Infante en el la retina del mexicano y nos enseñó lo que es ser un indio (Tizoc, 1957), cuando no tenía nada de indígena. Nos enseñó junto con Jorge Negrete y otros que el mexicano es aguantador, estoico, que es pobre pero honrado y que se calla lo que siente, pero tiene grandes sentimientos, que puede ser pendenciero y valiente, pero cuando le tocan la figura matriarcal se desfonda (Los tres García, 1946) o que la figura paterna lo es todo y se le aguanta lo que sea, hasta que se quede con tu propia mujer (No desearás la mujer de tu hijo, 1949). También Emilio “el Indio” Fernández fue otro de los pilares de la época de oro del cine mexicano, el cual se enfocó en la estética de la Revolución, la evocación de la mexicanidad y la exaltación del patriotismo. En películas como María Candelaria (1943) o Pueblerina (1949) queda retratado su interpretación del México rural se convirtió en un estándar para la industria del cine y también se convirtió en la imagen de México en el mundo.

 

Luego viene el otro gran ídolo, Mario Moreno, “Cantinflas”, cuya gran cantidad de películas hacen reír, pero siempre con la consigna de enseñar lo que es ser bueno y decente. En toda película de Cantinflas hay una moraleja, algo que “darle al pueblo para que se forme”, esto es más claro en El Berrendero (1981) o El profe (1971).

 

Sobre la influencia de Ismael Rodríguez, Emilio Fernández y Mario Moreno en la formación del imaginario colectivo del mexicano sobre temas tan básicos como la visión de la Revolución Mexicana, el cómo ser un mexicano y la relación hombre y mujer podría escribirse un libro completo, pues fue tan fuerte esa formación de relatos que todavía a la fecha mucho población sigue influenciada por las características definidas en esa época. Pero esos relatos se veían, el Gobierno Mexicano se encargaba de que así fuera y no sólo de la maquinaria de las productoras: el cine estaba dentro de la canasta básica y el Estado lo subvencionaba, nunca fue más monolítica la expresión de lo que era ser mexicano. Incluso, muchas salas de cine era operadas por unidades descentralizadas del Gobierno, y en esa época, México tenía gran influencia sobre los países de Centro y Sur América. Nuestros ídolos eran los de ellos. Los relatos mexicanos eran los que se preponderaban y definían las realidades para las otras naciones acerca de lo que estaba pasando en México.

 

El relato de lo que era ser mexicano y nuestras forma de relacionarnos quedaron definidas por la época de oro del cine mexicano en la memoria del pueblo. Este relato no significa que eso es ser mexicano, sino que fue la visión del grupo hegemónico del momento: ese grupo definió lo que es ser mexicano y lo consolidó en el imaginario nacional, y por ende, en la visión de otros países sobre nosotros. Todo esto tenía un propósito político y social que en su momento se cumplió. La gran pregunta es si lograríamos forjar un nuevo imaginario con un nuevo relato, un relato que nos ayude a cambiar la realidad, a modificar la inercia que ha marcado el camino hasta ahora.

 

En esto el papel del cine será central, las nuevas imágenes que formen el nuevo relato tendrán que venir de ese ritual en la oscuridad donde en la luz se representen nuevos anhelos, nuevas formas de pensar la realidad.

 

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Sobre el autor

Damián Cano

Productor tamaulipeco, ha ganado varios apoyos y becas nacionales para la realización de varios cortometrajes y un largometraje. Sus trabajos han estado en festivales como los de Estambul, Irlanda, Marruecos y Bolivia. Cofundador de Cinema Uno, plataforma digital para la exhibición y promoción de cine independiente.

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