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La privada y los perros

octubre 22, 2016Deja un comentarioResonanciaBy Juan Sordo

 

 

Hace un año trabajé como encuestador para el INEGI, lo cual me llevó a frecuentar por unas semanas colonias privadas de clase media y media alta en el municipio de Escobedo. Según las palabras del coordinador municipal del que dependía, mi apariencia física —básicamente tener la piel un poco más clara que la mayoría de los encuestadores— venía muy bien a la zona que cubriría. En esas privadas se puede dificultar el acceso a las personas ajenas y sus residentes son reticentes a atender a los extraños, sobre todo si su físico delata su pertenencia a una clase social baja. Mi llegada al equipo le resultó muy oportuna entonces, dado este contexto pigmentocrático.

 

Esa no sería la única cuestión racial implicada en la experiencia. La Encuesta Intercensal en la que participé fue el primer estudio demográfico oficial en el que se preguntó a los mexicanos si se consideran a sí mismos negros o afrodescendientes. Un logro que requirió del esfuerzo por años de asociaciones que buscan el reconocimiento y la protección de los derechos de esta población que ha sido históricamente ignorada y marginada en México. La mayoría de las encuestadoras con las que recibí la capacitación se oponían férreamente a preguntar algo que, en su opinión, ofendería a los encuestados. Los argumentos con que la capacitadora intentó convencerles de cumplir con tal obligación rondaban el absurdo. Les habló de pueblos casi míticos de gente de piel oscura que habitan en lugares recónditos de nuestro país. Mi impresión fue que, a pesar de sus esfuerzos, muchas de ellas evitarían hacer esa pregunta. El resultado nacional fue de 1.4 millones de afromexicanos, muy por encima de las estimaciones previas.

 

Ese trabajo me mostró también otros aspectos de nuestra rígida estratificación social. Por una parte, el equipo dudaba de mi compromiso para realizar un trabajo que creían que desdeñaría por considerarme sobrecalificado para él, o simplemente “por fresa” como me confesó después mi coordinadora. Esto aun sin haber mencionado los estudios de posgrado que estaba finalizando, lo que seguramente habría significado no ser contratado. A algunos amigos, al contrario, les parecía que había aceptado un empleo poco digno. En un nivel más personal, esta labor me puso frente a la imagen de un ascenso social que mi familia pretendió sin éxito en la década de los 90, en Hermosillo, y que se materializa al vivir en una de esas colonias privadas. Mi padre hablaba entonces de las bondades del cableado subterráneo y de la conservación de algunos árboles de los montes en los que se construían esos nuevos fraccionamientos. Ante la inseguridad que ahora prevalece, los potenciales compradores deben subrayar el acceso controlado y la vigilancia las 24 horas del día entre sus ventajas.

 

Mis constantes visitas me mostraron lo frágil de tal logro patrimonial. Un logro por el que amplísimos terrenos en los municipios periféricos de la zona metropolitana, hasta entonces despoblados, son arrasados en unos cuantos meses. Instalarse en ellos no significa dejar los problemas más allá de la barda perimetral ni representa ningún estadio final de distinción social. Dos clases de residentes son identificadas con explícitas leyendas desde la misma puerta de acceso. El vigilante en turno sólo le abre a aquellos al corriente en sus cuotas de mantenimiento, los demás deben bajar de sus carros así sea solamente para accionar un botón. La seguridad tampoco está garantizada: los servicios municipales se desentienden de lo que ocurre en el interior y el personal de vigilancia no suele tener ninguna capacitación al respecto. También fue claro que las privadas con unos años más de haber sido construidas tienden a ver desvanecerse su imagen de exclusividad. Pequeñas remodelaciones a las casas —algunas de ellas sin terminar— rompen el diseño original del conjunto. Se acumulan cacharros en una que otra cochera, unos vecinos se atreven a tender la ropa a la vista de la calle…

 

En las privadas más recientemente construidas, donde aún se conservaba cierta imagen de perfección, la pretensión de exclusividad y lujo suele también quedar incompleta al ser, en lo general, una opción para familias sin una situación económica completamente holgada. El patio, más pequeño de lo que se quisiera; la cochera, permanentemente sucia porque siempre se llega agotado del trabajo y sin enrejar porque aún no alcanza para ello. Un detalle resulta particularmente llamativo: los perros ladran mucho.

 

En la jerga del equipo encuestador a estas colonias se les llama “zonas dormitorio”. A diferencia de los pocos barrios populares que visité en los que casi siempre alguien responde cuando llamas a la puerta, aquí la mayor parte de las casas permanecen abandonadas durante el día. Todos sus residentes están en el trabajo o en la escuela y son poco comunes los empleados de servicio. Los perros abandonados durante todo el día ladran sin esperanza, medio afónicos, por inercia molestando a los pocos vecinos que se quedan en casa. Ladran aún más si los patios son pequeños y las familias les sacan a pasear poco. Acostumbrados a ladrar sin sentido y sin respuesta humana en estos barrios fantasmas durante las horas del día, en ocasiones lo siguen haciendo, sin parar. Aunque el amo de la casa esté presente y muestre, con sus gestos, que el visitante es bienvenido, que sí contestará la encuesta que le solicitan. Sus ladridos excesivos delatan también los reglamentos que se imponen para intentar mantener la imagen de exclusividad de la privada. El sometimiento a unas normas de comportamiento que no suponen, en absoluto, vivir en un lugar privado y exclusivo. Puede estar prohibido, entre otras cosas, sacar a los perros a las áreas comunes.

 

“Si los perros ladran es señal de que avanzamos”. Con esa inexacta referencia a un diálogo entre Sancho y el Quijote se pretende tomar cualquier cuestionamiento como la confirmación de que se va por el camino correcto. Sólo que a veces los perros ladran sin sentidos figurados. La mascota que debiera completar la imagen del hogar perfecto, con sus ladridos bien puede delatar la ficción que se vive.

 

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Sobre el autor

Juan Sordo

Investigador en el Centro de Estudios Interculturales del Noreste, en la Universidad Regiomontana. Doctor en Estudios Humanísticos por el ITESM. Fabricante de cuadernos.

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