He puesto a propósito dos nombres femeninos muy importantes para mí, sin otra señal, puesto que salvo algunos críticos y estudiosos de la literatura amén de escritoras y ensayistas feministas, también pudiera encabezar el texto con Ana y María o Juana y Fernanda, y sería exactamente lo mismo. Desconocimiento total.
Es en 1927, a raíz de que los cuentos de Lydia, borroneados según ella misma para entretener a su amiga Teresa ya un poquitito enferma, caen en las manos de un escritor amigo de esta última −allá en Paris− y son publicados en Gallimard. Los cuentos salen a la luz bajo el título de Cuentos negros de Cuba, su autora es Lydia Cabrera, cubana con inclinaciones antropológicas; el escritor francés es Francis de Miomandre, quien los pasa a la célebre editorial gracias a la receptora de los mismos, Teresa de la Parra, la escritora latinoamericana más importante de las primeras décadas del siglo xx. Valga aclarar que Miomandre descubre por los mismos años a Miguel Ángel Asturias y sus cuentos guatemaltecos que también pasan de su mano a la editorial Gallimard. Sin embargo, Lydia permanece en la anonimia y Asturias deviene la señal de los nuevos tiempos literarios de América Latina al anunciar el boom. Sin comentarios. Ambos, no obstante, se adelantaban a la pléyade peruana Ciro Alegría, José María Arguedas y Ramón Escorza para hurgar en nuestros oscuros orígenes tan mezclados y revueltos con los de nuestros conquistadores.
Lydia Cabrera y Teresa de la Parra, igual que Victoria Ocampo −que andaba por aquellos pagos en la misma fecha− eran hijas de familias pudientes y tuvieron la posibilidad de recibir la mejor educación. No así Gabriela Mistral, amiga de ellas y parte del mismo círculo de intelectuales latinoamericanos junto a Alfonso Reyes, Henríquez Ureña, Vasconcelos, Sanín Cano, y muchos más, que a su vez se codeaban con el mismo grupo de intelectuales europeos como Paul Valéry Larbaud, y españoles de la talla de García Lorca.
No obstante, tengo la impresión que, en esta primera parte del siglo pasado, las opciones de ser reconocidos en Europa para nuestros escritores, fueron ambiguas, equívocas y sujetas a la arbitrariedad de amistades, simpatías y azares. Ninguno de ellos alcanzó la dimensión internacional que se merecía, y en cuanto a las mujeres, salvo la misma Gabriela Mistral a causa de su singular premio Nobel, comienzan a ser visibles gracias a la revisión que las estudiosas como Sylvia Molloy hacen de su obra. Lo demás es silencio.
Por mi parte, Lydia Cabrera y Teresa de la Parra me llegan por mis estudios alrededor de la poeta chilena, su gran amiga. Como ella, tanto Lydia como Teresa, en una época cuya moral victoriana exigía el ocultamiento más feroz de sus inclinaciones sexuales, deben permanecer en el clóset. Había entre ellas una franca relación que se prueba en esta anécdota que cuenta la misma Lydia. Mistral se manifiesta muy molesta por tener que verla en un ambiente de personas acomodadas. Entonces le dije: a ver Gabriela, en Buenos Aires vas a casa de Victoria Ocampo, ¿una indigente?
Las amistades femeninas, la hermandad entre ellas, que se ofrece a la mirada de los otros, la complicidad de las muchachas jóvenes y también de las mayores, son confiables a los ojos de familiares y sociedad. No se reconoce o acaso no quiere reconocerse la libido que se oculta en su organismo. De tal modo que pasan por el hálito más inocente sus apasionados vínculos. Nadie sospecharía en la asistente, a la amante, en la amiga devota, a la pareja insustituible. Así Gabriela lleva sus amores de puerto en puerto, Connie, Laura, Palma, Doris, no importa el nombre, nadie ha de vislumbrar en ellas la compañera de turno de la gran poeta chilena. Lo mismo sucede con Lydia, con Teresa, y con muchas otras. Son amigas, dicen las lenguas chismosas, son como hermanas, o bien, es su secretaria. No queriendo ver ningún indicio que hable de otra cosa. Sobre todo de la pavorosa carne, Iglesia de por medio. Y sin embargo, la amistad femenina −sexo incluido− quizás sea una relación verdaderamente envidiable para quienes sufren los embates de su condición en sociedades tan patriarcales como las nuestras.
Lydia y Teresa se conocen en un viaje en barco en 1924. La reacción de la primera sella el encuentro: No me olvides, o algo así, que le entrega en un billetito en el momento de despedirse. Tres años después vuelven a encontrarse en París y sucumben ambas al amor que se habían prometido en aquel crucero de la primera hora. Con la discreción que el acto merece nadie sospechará de sus vínculos eróticos. Más aun, si se sospecha, los depositarios de cartas y papeles, de mensajes y diarios íntimos, borrarán toda traza de las circunstancias reales. En este sentido, es curioso el desmedro que los mismos hacen del amor que se tuvieron. Y esto sucede en todos los casos, como si el crítico o el investigador, o el guardián de la memoria de escritores y escritoras, se diera a la tarea de borrar con acuciosidad aquello que pudiera denunciar la índole carnal, el placer, el juego amoroso de sus protagonistas. Hay omisiones notables que las nuevas revisoras de sus escritos ponen en evidencia. Como borrar la felicidad inocente de Teresa en sus cartas, cuando subraya la víspera nocturna, donde en la cama Lydia le contaba cuentos o la hacía dormir al son de los ritmos afrocubanos. Frase que se quita. La palabra “cama” es escandalosa.
Los amores de Lydia y Teresa están signados por el mal que sufre la segunda. Una tuberculosis incipiente en la década de los veinte se ha de transformar poco a poco en un mal letal. Sus cartas a partir de los ’30 denotan que va agravándose y uno advierte la sinrazón de los medicamentos, las curas, las esperanzas de nuevos tratamientos, frente a una enfermedad que no era asma como le decían los médicos, a veces asma tuberculosa, sino la peste del siglo. La penicilina aún no hacía su irrupción, y por contagio en la mayoría de los casos, se extendió en todas las capas sociales. Teresa da cuenta de sus sufrimientos en cartas a Lydia, a la que amorosamente llama, “Mi cabrita linda”, o más sencillamente cuando se siente muy mal, “Cabra querida”.
Este calvario que la llevará a la muerte está multiplicado en entradas y salidas a las clínicas que anuncian curaciones imposibles. Pasa largos años en la clínica de Leysin en Suiza. Allí recibe a sus amigos y de alguna manera se mantiene en contacto no sólo con sus seres queridos sino también con el mundo literario. Por su fama llegan a visitarla gente de diversas latitudes, tanto latinoamericanos como europeos. A veces le cuenta a Lydia cosas terroríficas como las 48 horas pasadas con su cabeza apoyada en una mesa sin poder moverse.
Lydia sufre los dolores de Teresa en carne propia y trata de acompañarla el mayor tiempo posible. Tiene su estudio en París y de allí viaja a Leysin para pasar largas temporadas en su compañía. Esta actitud de abnegación la sostendrá hasta el último día.
Por otra parte dos obras harán famosa a Teresa. En 1924 Ifigenia, con la que participa en un concurso literario en la capital cultural de Europa, auspiciado por el Instituto Hispanoamericano de la Cultura Francesa. Con ella obtiene el primer premio, con lo cual su nombre comienza a circular en los ambientes literarios. Traducida al francés por el mismo escritor que da a conocer a Lydia Cabrera, Francis de Miomandre, esta novela es casi su autobiografía. Con una visión crítica notable abunda en los avatares de una señorita que se aburre puesto que sólo tiene como destino, no una profesión, un ideal, una actividad que gratificara sus días, sino la consabida renuncia a su ser más intimo, al cumplir con las normas que otros han establecido para ella: casarse y tener hijos.
Al final de la década Teresa escribe Las memorias de Mamá Blanca, su mejor novela por su hondura y madurez narrativa, que asimismo es traducida al francés y recibida con elogios. Cuenta Don Juan Ramón Jiménez que a él se la envió ya desde el hospital.
En América Latina su nombre se propagó no sólo por ser venezolana y regresar a su país de tiempo en tiempo sino por las invitaciones que recibiera de Cuba donde el título de su conferencia en el Congreso de Prensa Latina es altamente sugestivo. Invitada a hablar sobre Simón Bolívar, Teresa desarrolla el tema La influencia oculta de las Mujeres en la Independencia y en la vida de Bolívar. Es entonces cuando se encuentra por segunda vez con Lydia Cabrera.
Quizás la última participación pública de Teresa sea en las tres conferencias sobre el papel de la mujer desde la Colonia hasta el presente, que ofrece en Colombia en 1930. Su feminismo es moderado, confiesa ella misma, y la escritura femenina, dice, no necesariamente debe tratar sobre el amor. Y no es la temática lo que la identifica.
En cuanto a Lydia, antropóloga de alma, a la manera de Violeta Parra en Chile, recorre su país en busca de los sones que guardan los viejos en su memoria; poesía y canto la subyugan y su siguiente obra, El Monte, considerada una biblia de las raíces afrocubanas, es indispensable para comprender su complejidad. Su literatura pues, es un resultado de su pasión como investigadora puesto que sus cuentos son versiones de viejos mitos y leyendas que ella misma escuchó y transcribió de su gente.
Después de su larga estadía en Leysin, el mal de Teresa, fue considerado irreversible seguramente, de manera que se instala en España acompañada por Lydia que cierra su estudio en París y sólo ha de dedicarse a su cuidado. Así la sorprende la muerte un amanecer de abril de 1936, en palabras de Lydia: Tomé rápidamente la jeringuilla y la inyecté en el brazo, pero el líquido no penetró. En aquel momento vi lo que años antes en los ojos de mi padre, como una luz que se escapaba de ellos, y maquinalmente se los cerré. Su belleza frágil todavía de muchacha adolescente había sucumbido. Apenas sobrepasaba los 35 años.
Por el contrario, Lydia Cabrera, luego de una vasta investigación que le ocupó la vida, muere en Florida, alejada del régimen cubano, a la edad de 92 años.
Tanto ella como Gabriela Mistral fueron las que sostuvieron la memoria de Teresa de la Parra hasta que la gran novelista latinoamericana fuera rescatada por la pluma airosa de tantas mujeres que hoy investigamos de dónde venimos y cuáles mujeres fueron nuestras verdaderas madres.
En nuestro continente, tan desolador en cuanto a dar espacios legítimos al sexo femenino, es indispensable obstinarse en la recuperación de su memoria.
Coral, que pedazo de belleza lo que has escrito. Crecí leyendo Teresa de la Parra. Todos los venezolanos estuvimos tan orgullosos de ella. En efecto, era lectura obligada leer Ifigenia y Mama Blanca. Y ahora, casi 40 años después me entero de su relación con Lydia. Cuando una crece sin modelos, sintiendose extrana entre tanta gente, es bien solitario. Hubiese cambiado mi vida si me enterara de que la escritora mas famosa de Latinoamerica, venezolana, enterrada como una heroína en el mas preciado de los lugares era gay? No se, tal vez. Después de todos estos años llevo una vida plena y feliz, encontre a mi Lydia y ahora he reencontrado a la verdadera Teresa.
Excelente articulo.