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Taylor-Stuart Mill

marzo 21, 2017Deja un comentarioArtículos, Ensayo, Sospechosas comunesBy Coral Aguirre

La mujer es la única persona  (aparte de los hijos) que después de haber probado que ha sido víctima de una injusticia, se queda entregada al injusto, al reo. Por eso las mujeres apenas se atreven, ni aun después de malos tratamientos muy largos y odiosos, a reclamar la acción de las leyes que intentan protegerlas; y si en el colmo de la indignación o cediendo a algún consejo recurren a ellas, no tardan en hacer cuanto es posible por ocultar sus miserias, por interceder a favor de su tirano y evitarle el castigo que merece.

John Stuart Mill (La sujeción de la mujer, 1861/68)

 

John Stuart Mill, (1806- 1873) filósofo inglés, cuyo pensamiento desde muy joven conozco muy bien, por las palabras con que me familiarizó: “La emancipación de las mujeres y la producción cooperativa son – estoy plenamente convencido – los dos grandes cambios que van a regenerar a la sociedad”.  Sería por eso y mucho más, según mi entender, el primer feminista. Su filosofía utilitarista nos recuerda en estos días a Michel Onfray, donde lo que vale y sobre lo que se reflexiona es a propósito de la felicidad en común que dos seres, una comunidad, un grupo pequeño de gente puede darse buscando el placer en la compañía, en la amistad, en el amor. Y por supuesto en la igualdad y justicia que ambas partes se merecen.

 

A Harriet Taylor (1807-1858) la conocí por el gran filósofo y sus ideas feministas. Lo primero que me arguyeron cuando quise defenderlo fue que en realidad había sido el talento de la mujer que amó quien lo llevó a cuestionar la condición femenina. Y no me cabe duda que ella le provocó inquietudes mayores a propósito de este tema. No obstante, estoy convencida de que es en el diálogo e incluso en la confrontación más exasperada donde podemos hallarnos enteros y al mismo tiempo completándonos en el/la Otro/a. Y donde ellos hallaron por supuesto, la consustanciación de la materia provista por su propio organismo.

 

Uno y otro revelaron sus luces a poco de comenzar a crecer, a estudiar, a mirar su entorno y criticarlo, al pasar de la niñez a la adolescencia, y luego a la primera juventud. A los 19 años Harriet es enajenada al casarse con un hombre mayor como era costumbre. John por el mismo tiempo sufre una crisis mental que lo lleva a rever todas sus ideas sobre la sociedad de su tiempo y sus propias circunstancias. Ambos, desde la experiencia cotidiana del hogar por parte de Harriet y desde la memoria de su padre autoritarista y cruel en cuanto a John, están haciendo crecer en ellos reivindicaciones y críticas que no habían previsto.

 

Cómo imaginar aquellos tiempos donde el Orden se imponía haciendo callar a las mujeres, cómo imaginar —repito— a un hombre que ve en ella una fuente de talentos obliterados por la dependencia y la opresión. Cómo percibir a esa Harriet que en 1830 conoce a Stuart y se pone a hablar con él revelando las nervaduras de su inteligencia y su sensibilidad. De pronto un buen día exclama: “Es que por primera vez un hombre me escucha y somos iguales en el momento de la palabra”. Cómo no entenderla si en pleno siglo XX tuve que golpear con mis puños para ser escuchada en una plática política, o artística, no importa, para que vislumbraran los compañeros hombres que yo también tenía palabra y, por lo tanto, opinión. Cuán grande habrá sido el regocijo de Harriet. Qué deslumbramiento el de Stuart Mill, por fin sus ideas sobre la sujeción de la mujer a un sistema aberrante, por injusto, comienzan a perfilarse. Hablarán mucho sobre ello, ella y él conspirarán su pequeño amor clandestino y apartado de las leyes y los juicios. Su regocijante comunión en cuanto a sus roles. Casi 25 años después de haberse conocido y después de un tiempo considerable de haber entrado en la viudez, Stuart y Harriet se unieron en matrimonio, haciendo de sus vidas un manantial de enriquecimiento espiritual y dicha. Si antes, durante el largo período en donde se amaron —Mill dice que castamente, la sociedad de su tiempo dice que con gran escándalo—, y después el filósofo exalta dicha relación como el venero en donde sus ideas progresistas hallaron correspondencia y veracidad, su tiempo fue el del amor desde el primer día.

 

“Creo que las relaciones sociales entre ambos sexos, aquellas que hacen depender a un sexo del otro, en nombre de la ley, son malas en sí mismas, y forman hoy uno de los principales obstáculos para el progreso de la humanidad; entiendo que deben sustituirse por una igualdad perfecta, sin privilegio ni poder para un sexo ni incapacidad alguna para el otro”, manifiesta Stuart Mill. Y fue tan lejos en sus decisiones en favor de la igualdad de sexos que cuando se casó con Harriet declaró que bajo ningún pretexto y de ningún modo haría uso de los derechos que la ley le otorgaba como varón y esposo. Sus alegatos en libros y escritos van tan lejos como para afirmar que quienes pregonan la libertad como un derecho inapelable oprimiendo a las mujeres contradicen sus propios principios.

 

Harriet por su parte, contribuyó como co-escritora a la obra de John Principios de economía política en 1849, cuando su relación llevaba ya casi veinte años y sus coincidencias eran tan afines que les producía asombro a ellos mismos. El filósofo quiso firmar la obra con su amiga del alma pero el marido de ésta lo prohibió, dando pautas específicas de la sujeción de la que ha sido objeto siempre el género femenino. Pocos meses después John Taylor, su marido, moría y la relación de Harriet y John Stuart Mill fue más que nunca polémica.

 

La lucidez de su compañera se manifiesta en declaraciones como estas: “Los hombres no quieren sólo la obediencia de las mujeres, quieren también sus sentimientos, no desean una esclava forzada sino voluntaria”.

 

Tanto para uno como para el otro el centro del debate se concentraba en el voto femenino que fue auspiciado desde entonces por ambos con el nombre de sufragio, puesto que, decía Harriet, si se suprimen las leyes discriminatorias se puede alcanzar entonces  un grado de emancipación femenina que permitirá el libre desarrollo de su personalidad y el ejercicio de sus capacidades políticas y sociales.

 

Hace muchos años escribí un pequeño ensayo sobre las heroínas griegas, creo, donde aseguraba que el amor con mayúscula sólo puede darse entre iguales. Al investigar sobre la pareja que formaron Harriet Taylor y John Stuart Mill confirmo aquella vieja aseveración. Su viaje comienza en 1830 y concluye con la muerte de ella en 1858. Veinte años de amistad, amorosa o no, pero amistad entre iguales, más otros tantos de convivencia leal, amistad de las afinidades y los hallazgos, amistad de escritura y lecturas compartidas y de mucho más; de lo que se alimenta el amigo con la amiga, las voces conjuntas, los paisajes donde ambas miradas van a dar, el sendero que se emprende bajo la lluvia o al sol, entre risas y comentarios. Ese decir que completa y concluye o abre el otro decir, eso que sucede entre amigos, si sucede en la relación amorosa no dejará nunca de permanecer como la llama viva, de la que Paz me concita la memoria, del rojo al azul, de la carne al espíritu, del organismo al alma, al cerebro, a la conciencia, al ser mismo, a la integridad del ser. Ese fue el paraíso de John y Harriet.

 

Harriet sufría el embate de una enfermedad aparentemente en el sistema respiratorio que le impedía caminar en los últimos años de su vida y estando en Avignon sufrió un ataque respiratorio terminal. Fue enterrada allí mismo por disposición de su compañero que se hizo de una casita próxima a su tumba desde cuya ventana podía ver su silueta. Muchas veces manifestó que era el modo de sentirla cercana y todavía partícipe de sus notas y preocupaciones intelectuales. Viajaba a Londres para proseguir sus trabajos pero pronto regresaba. Quince años la sobrevivió con dolor y ansiedad puesto que al haberla perdido, su corazón tan acostumbrado a la dicha de compartirlo todo con ella sentía un extrañamiento del cual le era muy difícil sobreponerse. Lo cierto es que, sintiéndose morir cerca de sus 67 años, decidió quedarse definitivamente en Avignon, en la casita de la ventana por la cual alcanzaba a ver el cementerio. Allí pasó sus últimos días en plena comunión con los huesos de su amada tan cerca.

 

Semejante historia rompe con las miserias y derrotas de mis Sospechosos Comunes. En ellos, en Harriet y John, se encarna aquella proposición lanzada más por alarde que por sabiduría: El Amor sólo puede darse entre iguales.

 

 

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Sobre el autor

Coral Aguirre

Nacida de madre violinista, danzarina, teatrera y lectora. Mi medio natural es esa cuna de notas, primeras posiciones de la danza, las lecturas de Álvaro Yunque y otros autores argentinos y clásicos. Por ella conocí a Shakespeare y Lenin antes de llegar a la primaria, de fuerte extracción socialista y de ascendencia guaraní grabó en mí a los despojados de la tierra. Lo demás viene de suyo.

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