Me lo pregunto hoy que la migración es una posibilidad tan accesible y al mismo tiempo tan ruin. Podemos conocer el mundo entero. Correr por los pasillos con las maletas al vuelo o morir intentando migrar. ¿De dónde es uno? Vuelvo a preguntarme. Las reglas del mercado por un lado, y las ficciones políticas por el otro, responden por mí.
Escribo estas líneas justamente fuera de Monterrey. Estoy en el segundo piso de una casa con un jardín lleno de flores, he caminado por calles, saludado personas, y contemplado una ciudad distinta de la mía. Cambia el espacio, cambian las relaciones. Una es otra. Viajar ilustra, sí. Es como un flashazo al interior de uno. Pienso en el viaje, en el desplazamiento fuera de lo cotidiano, como un derecho de nacimiento. Ve y conoce, ve y encuentra quién eres y dónde estás. Pues bien, una demanda tan simple: que todos tengamos el derecho de conocer el planeta al que vinimos a parar, es una reverenda estupidez para el sistema de mercado. Para que unos viajen, otros deben quedarse toda su vida en el mismo lugar. Mientras que unos países son emisores de cantidades masivas de turistas, otras únicamente las reciben, folclorizan su paisaje para las selfies. La especulación de países: tú a posar, tú a pagar, tú vas a ser maquilador, tú lo consumirás todo, ha provocado naciones miserables y otras inmensamente ricas. ¡Es un absurdo! La acumulación es un derecho imbécil.
Uno de mis pasajes favoritos de Rousseau es su recreación del invento de la propiedad privada y la sociedad civil: “El primero que, habiendo cercado un terreno, descubrió la manera de decir: esto me pertenece, y halló gente bastante sencilla para creerle, fue el verdadero fundador de la sociedad civil.” (Rousseau 2003:89). Según su visión, para que exista un pasado de listo, debe haber alguien que se pasa de tonto. Muy simple para Rousseau, pero ¿quién define al listo y al tonto? La imposición de la propiedad, de las fronteras, fue (es) impuesta en un contexto de desigualdad que facilita el abuso (no el acuerdo). Eso sucedió durante la invasión ibérica y no ha logrado desactivarse. Decretaron la posesión, el orden, la ley bajo el terror de la hoguera, la horca y el fusil. Cinco siglos después, subsiste la creencia de que la inteligencia se distribuye geopolíticamente. Que hay poblaciones para ser explotadas porque no dan para más. Esos pueblos, esas naciones, hoy ponen su vida en riesgo para salvarla.
¿De dónde es uno? Me lo pregunto y pienso en Francisco de Asís. Las personas fueron de su tierra. Identificarse de este modo con el lugar de nacimiento expone una relación con el entorno. Soy de aquí, del lugar en donde no hay sombra sino resolana. Soy habitante de este socavón en donde el viento reina. Soy de la montaña que da abrigo, y me alimenta. “No hay hombre y además el espacio”, escribió Heidegger, y con razón. La relación con el hábitat se ha perdido. Hoy son hábitats producidos, construidos sobre un hábitat natural borroneado, eliminado. El mismo Heidegger lo explica. Cuando construir se convirtió en una actividad industrial, se olvidó aprender a coexistir con el hábitat. Los apellidos vinieron a desterrarnos en el más literal de los sentidos. Ahora somos de los padres y no de la tierra.
Entonces pienso en la importancia de las narrativas para la idea de frontera. En las generaciones de románticos ilustrados que creían que no podíamos caminar hacia el futuro sin una identidad nacional. Ese era el pase a la modernidad. Pero, ¿qué tanto de esa identidad estaba cimentada en la realidad, en lo que éramos, y qué tanto en lo que deberíamos ser? Esta posibilidad de construir una identidad política a partir de discursos y no de una relación con el topos, con el lugar en sí mismo, suele ser tan frágil, tan arbitraria, que terminará precisando falsas narrativas de orgullo, de supremacía, para sostenerse. Pienso en “los regios” y nuestra incapacidad para realizar un distanciamiento crítico de lo que se supone que somos para ver lo que realmente somos, con nuestras luces y sombras.
Derrumbar realmente las fronteras. Aceptar que no tenemos (ni entendemos) nada, que no sabemos dónde comienza México y dónde termina, ni en qué lugares se interrumpe, no quiere decir que la identidad se sacrifique. Por el contrario, si elimináramos las fronteras ente países y dentro de ellos podríamos tener la oportunidad de desdoblarnos para vernos. Quitando los amarres, desanudando el yugo, podemos realmente encontrar lo que nos une para preguntarnos si las identidades nacionales se sostienen. Las tradiciones están dadas por la tierra, son una relación ecosistémica. No se rompen con los acuerdos políticos porque lo suyo es anterior.
Animales tan extraños. Pudiendo gozar, compartir, elegimos jugar a ganar. Pudiendo todos viajar, como un derecho dado, elegimos sostener una ficción absurda, como son las fronteras.