¿Cuándo aparece el “yo” en la literatura? ¿En qué momento el autor o el personaje, o ambos se preguntan por su propia condición y su papel en la obra? Para algunos críticos y filólogos, el inicio de lo que hoy conocemos como literatura surgió a la par de la aparición de la conciencia del “yo”. Fue el instante preciso en el que el canto colectivo y tribal se transmutó en voz particular, distinguible entre la multitud. Estamos, sin embargo, lejos, muy alejados todavía de la figura de autor. El creador, llamémosle mago, sacerdote, poeta o dramaturgo, hablaba y transfiguraba la memoria y la historia del colectivo que lo secundaba. Importaba el tratamiento y su efecto, pero no tanto la invención ni la originalidad. La tragedia compelía al pueblo, y no a quien la redactaba sobre papel o papiro. La catarsis se producía en los espectadores, no en el dramaturgo.
No es posible rastrear el primer momento en que la ficción se inmiscuyó con la realidad, pero sí es factible marcar los más significativos y antiguos cruces entre ambas. Tal vez quien encabeza la lista sea el relato en que Sherezada cuenta su propia historia en Las mil y una noches. Algo cambió ahí: aparecieron la circularidad, la sucesión de perspectivas y la óptica especular. La determinación metafísica se trocó por la desventura terrenal. Dante ocupa aquí un lugar destacadísimo. La vida del poeta como tragedia; su crisis de la mediana edad como detonante poético (¿cuántas veces se habrá repetido ese motivo?).
Algo más acontece con el atrevimiento del vate florentino, algo que yacía latente bajo la superficie de los textos: la tensión entre la literatura y la vida; y más específicamente: la descripción minuciosa de los infortunios de quien se dedica a escribir en el seno de una sociedad que tiende cada vez más a la estratificación material. La modernidad hará de esta tensión un tópico muy recurrido, incluso me atrevería a afirmar que, a la postre, lo convirtió en un género literario. Y ese género, me apresuro a aclarar, no es el de las biografías y sus múltiples manifestaciones escritas (un baúl donde podríamos guardar memorias, confesiones, cartas, diarios, retratos). San Agustín, Cellini y Rousseau, entre otros, hicieron de sus respectivas vidas objetos de estudio y reflexión (lo cual no quiere decir que no utilizaran ni recurrieran a la ficción para acometer sus tareas).
Difícil señalar una obra literaria, en la órbita moderna, que no se encuentre marcada por las peripecias de la vida de su creador (se podría hacer una epopeya con los trabajos y los empeños llevados a cabo por el escritor durante la redacción de su obra). La invención no surge de la nada y, como bien sospechaba Alfonso Reyes, la realidad es el único material disponible para la fabulación (e incluyo aquí a los sueños, los desvaríos, las alucinaciones, las ensoñaciones). La verosimilitud ha sido el dispositivo que ha borrado los límites entre lo real y lo imaginado. Verdad sospechosa, la literatura se funda y a la vez se forma en la posibilidad. Su tiempo verbal es el subjuntivo, y sin embargo tiene, a pesar de los pesares, injerencia en el mundo exterior, en el universo tangible. Algo nos conmueve y nos arroba tras su lectura. Tal vez sea la confrontación de experiencias, tal vez sea la identificación, imposible saberlo a ciencia cierta.
Todo este rodeo me ha llevado por fin al asunto de mi interés (a veces el camino más largo es el más adecuado): la llamada autoficción. Retomando los consejos de los viejos maestros de teoría literaria, comienzo con la formulación de preguntas básicas: ¿qué es y cómo se diferencia de los géneros biográficos “tradicionales”? Las nominaciones, lo sabemos de sobra, son arbitrarias y no responden más que a impulsos coyunturales. El neologismo en cuestión fue acuñado por el narrador y crítico francés Serge Doubrovsky para designar (y clasificar) su novela Hijos, publicada en 1977. La definió como una suerte de “pacto oximorónico”: la unión de dos opuestos: la vida del autor y la ficción que despliega en su obra literaria. ¿En qué consiste la autoficción? Básicamente, en la intromisión del autor en el proceso de escritura, sea éste de ficción, de carácter ensayístico, e incluso de índole biográfica. La distinción, o mejor dicho el peso del concepto cae del lado ficcional. No se trata de explorar la vida del autor sino de usarla con fines estructurales y narratológicos. Se asoma aquí un riesgo latente: la proyección o transferencia de las fantasías narcisistas del escritor. Ya volveré sobre esto.
Los conceptos no crean, imponen una mirada y un carácter. La llamada autoficción existe antes de ser nombrada. Valgan unos cuantos nombres como prueba: Cervantes en El Quijote, Unamuno y su novela Niebla, Pirandello y su obra Seis personajes en busca de un autor, y hasta Woody Allen en repetidas ocasiones. Las denuncias posestructuralistas, referentes a la dimensión ficcional de todos los discursos, no hicieron sino aumentar el fenómeno. Pero, si todo es ficción, nada es ficción. El recurso ingenioso puede convertirse, de la noche a la mañana, en lugar común, y revertir su efecto en los lectores.
Percibimos, de un tiempo a esta parte, un abuso en las formas de exhibición literarias, algunas rayanas en el exhibicionismo. No me refiero a la condición de Homo videns, denunciada hace algunos años por Giovanni Sartori, aunque algo hay de eso. La necesidad de exposición, la manía de dejar registro de nuestra existencia, la ansiedad por vincularnos a los lugares y las obras que están canonizadas o en vías de canonizarse. El neoliberalismo ha dejado en la literatura su estela de consumo inmediato: libros prefabricados y clasificados con adjetivos rebosantes de heterogeneidad e hibridación; autores convertidos en personajes (por lo general, y esto no deja de ser irónico, personajes sufrientes del sistema imperante); y la imposición de la novedad como seña de identidad.
El descubrimiento del “yo”, uno de los acontecimientos fundamentales del arte y la filosofía, se ha vuelto trivial y rutinario. Las contradicciones latentes en la construcción moderna de la subjetividad, descritas de manera elocuente por Charles Taylor en su ensayo Las fuentes del Yo, parece disolverse, para mal, en la posmodernidad. Nada nos asombra, nada nos perturba, tal vez porque todo puede ser usado de manera inversa.
La sensación es parecida a la dinámica de las redes sociales. Encontramos las mismas tendencias (poses que intentan pasar como contrahegemónicas y rebeldes y no hacen sino confirmar lo que rechazan), las mismas denuncias, los mismos juicios moralizantes disfrazados de posicionamiento político. Y, claro, la manía por registrarlo todo: las comidas, los viajes, las depresiones, la euforia, los amores y los desamores. Uno puede tolerar (o ignorar) esa avalancha informativa en las amistades virtuales y hasta mostrar, en ciertos momentos y bajo algunas circunstancias, simpatía; pero encontrar tales conductas en la literatura no deja de ser fastidioso. Hay, sin duda, excepciones, pero en ellas el mecanismo funciona al revés: es la importancia de la obra la que nos hace reparar en la vida de quien la creó.
Debido a la sobreexplotación del recurso, la autoficción corre el riesgo de ser asociada a los productos más rentables de la globalización neoliberal: como el turismo ecológico, las terapias alternativas, la especulación financiera, y los resorts playeros. El escritor que se vuelve personaje en su obra y termina, a fuerza de impostura, por serlo también en la vida real; la autora que se involucra sentimentalmente en su ensayo y a la postre se olvida de la reflexión y se pierde en la anécdota intrascendente; la gente vinculada a la literatura (lectores, editores, críticos) que acaban por interesarse más en la vida privada que en los asuntos estéticos… todos corren (corremos) el riesgo de convertirse (convertirnos) en agentes promocionales de las “bondades” del mercado. Quién sabe si no lo estaremos haciendo desde hace rato.