Un pescado con bombín se le acercó
y moviendo la colita, le preguntó: “¡Pero
válgame mujer! ¿Pues qué no ves?
Qué bonita es tu carita, negrita Cucurumbé”.
Cri-Cri
I
La canción de Cri-Cri dice que la negrita Cucurumbé se fue a bañar al mar para ver si en las blancas olas su carita podía blanquear; que un pescado con bombín se le acercó y quitándose la bomba la saludó: “¡Pero válgame Señor! ¿Pues qué no ves? Que así negrita estás bonita, negrita Cucurumbé”. Pues bien, estos versos están basados en hechos reales ocurridos a principios del siglo XX en el desaparecido Yocombé, cerca de Chachalacas, Veracruz, un pueblo conformado por descendientes de negros cimarrones.
Yo me sé la historia completa del pescado con bombín porque fue mi abuelito, que en gloria esté, quien me la contó. ¿Que quién era mi abuelo? Nada más y nada menos que el hermanito pequeño de la negrita Cucurumbé, mi tía abuela, quien lo educó e hizo hombre de bien después de que el pueblo desapareciera… Sí, sí, efectivamente, aunque lo duden, en mí corre sangre de aguerrido cimarrón, pero esa es otra historia que ya les contaré si Dios me da vida para hacerlo.
Siempre me ha gustado recontar lo que mi abuelito me contó echándole de su cosecha. Según él la mera verdad fue que después de un largo día de trabajo, el negro Yamandú, mi bisabuelo, regresó a su casa para encontrar a su hija, la negrita Cucurumbé, con un montón de productos de belleza de la región: conchas nácar con crema de erizo y limón, tinte de caracol morado y carmín de yute. Los había comprado con dinero que tomó sin permiso del guacal donde lo escondían sus padres. Obvio, Yamandú tundió a palos a su hija, y después habló del asunto con Tomasa, mi bisabuela, cuando estaban en el catre antes de dormir. Negra, ¿a ti qué te dijo la niña? Lo que oíste, que quería ser blanca como la espuma, pero que un pescao con bombín se le apareció en el mar y le dijo que es así como está muy bonita. Y que luego vino a la casa sintiéndose la flor más bella de Yocombé; que se fue al mercado a comprar crema y pintura para ponerse mucho más bonita con el dinero del guacal. ¿Conque un pescao con bombín, eh? En todo el pueblo el único que tiene apodo de pescao es el Charal. ¿Y por qué la niña no dijo que fue el Charal, si ella y todo el pueblo lo conoce? Ese chaparro siempre está haciéndose el bobo. ¿Tú crees que le dé por andar haciendo ésas? Mira, sabes lo que te digo, que mañana temprano voy a romperle toda la boca.
Al siguiente día la amenaza no se cumplió. La rutina de una pesada jornada que iniciaba muy temprano en la zafra hizo que Yamandú se marchara de casa sin pensar en el pescado con bombín. Y el día hubiera transcurrido como siempre, pero ahí mi bisabuela, Tomasa, se le paró enfrente a grito pelón en cuanto lo vio venir. ¡Mi negro, Cucurumbé no se quiere bajar de aquel árbol! ¡Cómo, qué cosas dices, negra! ¡Que la niña está ahí trepada desde el mediodía y dice que no se baja hasta que la mandemos a la escuela! ¡¿Cómo es eso y por qué no la has bajado?! Porque se trepó con unas piedras y al que se acerca le revienta la maceta, ¡mira cómo me puso aquí! ¡¿Pues qué pasó?! ¡Que qué pasó!, que por la mañana agarré el cesto y le dije a Cucurumbé que agarrara el otro con los pañales de su hermano y que me acompañara a lavar toda la ropa al río. Y sabes con qué me salió ésta, pues que no, que ya no iba a lavar más, que quería ir a la escuela. ¡A la escuela! Sí, que por la mañana cuando se fue a lavar al mar, el pescao con bombín la saludó y, quitándose la bomba, le dijo que las niñas no deben trabajar, deben estudiar. ¡El puto pescao con bombín otra vez! ¡Yo le voy a dar su pescao a esa niña!
Y con harto trabajo y no sin recibir un par de pedradas, Yamandú logró bajar del árbol a Cucurumbé. Hubo cachetiza de ida y vuelta: ¡zaz! ¡pum! El día que vuelvas a pegarle a tu madre o mí, te arranco la cabeza, ¡oíste! Y la mandó con un tirón de orejas a los brazos de Tomasa. ¡Negra, ahorita vengo, voy a donde el puto chaparro del Charal!
El pueblo de Yocombé era una cosa de nada. Más bien era una ranchería que los lugareños llamaban orgullosos pueblo, quizá para no sentirse tan en el rotundo olvido al que los había condenado la historia mexicana. Así que Yamandú llegó rápido y luego luego empezó a cantársela. ¡Tú eres aquí el único que tiene apodo de pescao en el pueblo, ¿desde cuándo usas bombín?! ¡Yo que mielda voy a usar bombín, que te digo que yo no fui quien le dijo esas cosas a tu hija! ¡Además, si alguien le ha dicho a Cucurumbé que así está bonita, cógelo, negro, cógelo como yerno porque Cucurumbé no pinta pa’ reina del pueblo! ¡Al que voy a coger, pero a palos, va a ser a ti, negro pendejo! Y en ésas andaban cuando salió de la vereda para coger camino el negro Menequé. ¡Oye Charal, ven acá y dime! ¡¿Tú qué le dijiste a mi mujer eta mañana?! ¡De qué coño hablas, chico! ¡Que de qué hablo! Que eta tarde, después de la zafra, llegué a casa y no e’taba hecho ni la sorpresa con boniato ni el pescao salao. Cuando le dije a mi negra, niña, tú qué te has creído que no has hecho nada hoy. ¿Sabes lo que me contestó? Pues que un pescao con bombín se le había aparecido en el mar y le dijo que mujeres y hombres tienen las mismas responsabilidades, que ella no era mi sirvienta. ¡Ahí ‘ta Charal, ya somos dos, qué pinga le ‘tás diciendo a las mujeres!, dijo Yamandú. ¡Que yo no le he dicho nada a nadie! ¡Hoy me la he pasado ahí, en el cítrico, con el Atuei y el Ozué, vamos a preguntarles para que vean que hablo ley!
Y ni tarde ni presurosos Yamandú, el Charal y Menequé llegaron a la única cantina de Yocombé, la Ostra Chocolata, que tenía en su única estancia unas sillas muy gastadas de madera verdosa con el asiento tejido de palma y unas mesas de madera igual de gastadas y verdosas. Detrás de una barra de palmitos, el negro Macaracué servía un tepache, tan fermentado, que alcanzaba sus buenos cinco grados de alcohol. Mi abuelo se detenía en esta parte de la historia para decirme que, para no aburrir a su clientela, la Ostra Chocolata ofrecía también su famosa Bananía, un brebaje fermentado con plátanos pútridos que le ponía la verga como un tubo y le metía unas terribles ganar de shingar a todo hombre que la probara. Jajaja. Ese abuelito picarón, cómo le echaba ganas cuando me contaba de la Bananía y de que en la Ostra Chocolata se sabía todo, ya saben, los más torcidos hechos que habían provocado que fulano y mengano se mascaran, mas no se tragaran. Ni Yamandú, ni el Charal, ni Menequé, ni Atuei, ni Ozué, estaban dentro de los rumores torcidos. De modo que el verlos reunidos en una mesa no fue motivo de alarma para los negros que gozaban del tepache, las cartas, el dominó y la Babanía. Un no, no fue él, salido de la boca de Atuei, se confundía con las carcajadas de los de por allá; un estuvo huevoneando, como siempre, pero estuvo en el cítrico, con nosotros, de Ozué, se mezclaba con una tos maciza de por allá y un insulto por acullá. Y nadie hubiera notado nada extraño si, de repente, Yamandú no hubiera dado un fuerte y resonante manotazo sobre la mesa. ¡Quién coño es el pescao con bombín! El grito fue como una orden que mandó callar y suspender los juegos de todos los negros de la Ostra Chocolata. Yo lo veía clarito cuando me lo contaba mi abuelito: todos torciendo el cuello en dirección de Yamandú y los cuatro que lo acompañaban en su mesa, y los cinco sintiendo la picazón caliente de todas las miradas en sus nucas, cual piquete de huachichil. Algo causó el grito de Yamandú que hizo que todos en la cantina estuvieran paralizados. Algunos movían los ojos, regalando advertencias al de enfrente, tal y como hacían cuando, caminando en parejas por la selva, uno de ellos veía a la mortal coralillo arrastrarse entre las frondosas hojas que los machetes acaban de cortar. La coralillo se arrastraba en un silencio solemne, cortejada con una parálisis reverenciosa por parte de los negros. Cuando su majestad del veneno había pasado, los negros lanzaban un suspiro profundo; uno que decía que se habían librado por ésta. Pero aquella tarde en la Ostra Chocolata el suspiro estaba retenido, ningún negro se atrevía a sacarlo de su pecho porque entre ellos seguía la coralillo que se había transfigurado en la voz exigente de Yamandú. Fue el negro Bolacebo, el más viejo del pueblo, quien se atrevió a suspirar en forma de pregunta. ¿Quién vio al pescado con bombín, Yamandú? Cucurumbé y la mujer de Menequé. ¿Por, tú lo has visto o qué? Otro silencio de muerte en cada mesa, como si por fin se hubiera roto un pacto de silencio viril, revelado sólo al amigo fiel. Me acuerdo que hasta abría la boca embobado, como para que me entrara una mosca, cuando me imaginaba los ojos de todos los negros cruzando miradas de complicidad, miradas que de poder dibujar su trayectoria hubieran creado una telaraña en la que todos los hombres de Yocombé estaban atrapados. Unos ojos de secreto miraban a otro negro. Tú me contaste que tu mujer ya no quiere lavar, porque se lo dijo un pescao con bombín. Otra mirada, otra línea en la telaraña. Tú me dijiste que tu mujer ya no te cocina y peor, yo sé que ya no te deja por detrás porque a mí tampoco me deja, el pescao con bombín le dijo que eso es de cochinos. Los ojos de otro negro mirando de frente a Bolacebo, era una mirada que le exigía que confesase ya, cual viejo patriarca, para que todos lo hicieran. Yo no lo he visto, pero mis hijas y mis nietas sí. Y con la puerta del corral abierta, el resto de las ovejas negras salieron, felices de desahogar el secreto. ¡Y la mía!, alguien en la esquina. ¡La mía también!, alguien de por en medio de la cantina. Y la mía ya no prepara la Bananía ni quiere hacer tepache, si no es por mí, ustedes no beberían más que agua, decía Macaracué detrás de la barra.
Y así empezaron a brotar las confesiones, cuales burbujas en agua donde se deja en reposo la cáscara de piña. La fermentación fue rápida y la Ostra Chocolata no tardó en convertirse en una gran vasija de tepache donde la cantidad de burbujas era tal que formaba un espumoso repertorio de parientes femeninos explotando en la superficie de la confesión en voz de distintos negros. Y así, en medio del desconcierto de todos, afloraron coincidentes historias de rebelión femenina en Yocombé por culpa de las revolucionarias ideas del pescado con bombín. Acá en esta parte mi abuelito picarón me contaba que a los que pretendieron hacer de ésta una solemne revelación, se partían de la risa con los comentarios colorados del Charal. ¡Si a Ozaín su esposa ya no se la mama, no es por el pescao con bombín, sino porque la pinga le apesta a pescao y la tiene como bombín por la cosa tan fea que le brotó por shingarse a su burra! ¡Yo te parto la cara, negro chaparro hijoputa! Jajaja. Y a las risas burlonas siguieron más confesiones y tras éstas, la búsqueda de la solución. Así que, ya entrada la noche, se llegó al acuerdo de que se pararían todas las actividades: nadie iría a la zafra, nadie al cítrico, nadie a hacer tepache ni Bananía; se pondría vigilancia en toda la playa y los pescadores tenían la misión de sacar con sus redes a un bicho tan malo y fácil de reconocer. Los hombres se dieron las buenas noches no sin antes acordar que de esto ni una sola palabra a las negras. Y así se fueron a sus chozas, todos pensando en el día siguiente; todos excepto uno, Ozaín, quien le quedó una gran duda, y en plena madrugada, despertó a su negra sacudiéndole el hombro y hablándole en voz bajita. Psst… Psst… Negra, oye, ¿tú dijiste que no me la mamabas por culpa del pescao con bombín o porque me huele a pescao y la traigo como bombín? ¡Cállate negro cochino, y déjame dormir! Cortón y espaldazo de la mujer y el pobre Ozaín se quedó ahí, parpadeando en la oscuridad lleno de dudas hasta que se durmió.
II
Y pues ya se imaginarán, los pescadores salieron en sus lanchas y lanzaron todas las redes, ni una sola se quedó en tierra. Los negros vigilantes no vieron nada extraño en la playa, eso a pesar de que seguían como sombras el paso de las negras madrugadoras que se lavaban en el mar. Y a ti que mosca te picó, Yamandú, dijo Tomasa con el ceño fruncido. ¡Si me vas a seguir, tráete los platos sucios de ayer y a lavar, negro huevón!, dijo la mujer de Menequé con ojos fieros. ¿Qué haces aquí, por qué no fuiste a trabajar? ¿Y estos negros en la playa? La extrañeza de las mujeres se revolvió con los gritos de los hombres que festejaron que la primera de las lanchas con la pesca del día regresaba ya. Al vaciar las redes, la cantidad de manos de negro tratando de encontrar al pescado con bombín era un relajo. Pese al esfuerzo, buscando entre aletas, colas y cuerpos escamosos y resbaladizos, al final, el recuento no pudo ser más decepcionante: huachinangos con sombreros jarochos de cuatro pedradas; robalos, mojarras y rubias con cachuchas de béisbol; sierras, besugos y pargos con el casco del que está en el turno del bat. ¡Negros, pescaron a todos pescaos que estaban en el beis, pero naa del pescao con bombín! ¡Vamos, ni su sombrerito! Las palabras del Charal pusieron en alerta a las mujeres y hasta varias de ellas lanzaron el grito en el cielo. ¡Quieren matar a nuestro pescaito con bombín!, dijo la mujer de Menequé. ¡¿Cómo, esa cosa existe?!, preguntó Tomasa. ¡Sí mi negra, y es la cosa más bonita y buena que hay! Y la alarma sonó, fina y aguda, convocando a todas las negras de Yocombé, quienes abandonaron sus deberes para correr a la playa. El relajo que se armó con los gritos de los negros que querían matar al pescado con bombín y los de las negras que no los iban a dejar hacerlo, hizo que una bola de negros y negras se apretujara en empujones a la orilla del mar. Entre empujón y empujón, y grito y grito alrededor de la montaña de los pescados amantes de béisbol sobre la arena, algunas negras los tomaban por la cola y cuales bates de beis, daban tremendos jonrones en las cabezas de los negros que se esforzaban por esquivar el golpe y en seguir escarbando en la montaña de pescado para ver si de casualidad el pescado con bombín estaba ahí, bien escondido. El pleito hubiera ido para largo de no haber sido por la otra lancha, que ya se acercaba a la playa. Los negros y negras corrieron hacia ella. La mujer de Menequé no soltó su bat-pescado con el que había repartido golpazos de lo lindo, y otras negras la imitaron. Cuando se vaciaron las redes de la segunda lancha, sobre la arena cayeron un montón de pulpos con sombrero de copa alta, morenas con monteras, tiburones con bicornios (el sombrero de Napoleón), un grupo de jaibas con sombreros charros, y hasta una mantarraya con mitra, pero del pescado con bombín ni el menor rastro. ¡Chico, vaya elegancia de los bichos del mar! ¡Cállate, chaparro Charal que ya me tienes cansada!, le gritó la mujer de Menequé dándole un buen batazo con el pescado, ¡dejen en paz al pescaito con bombín! ¡Pero chica, negras, oigan, que estamos sacando marisco con sombrero, ¿qué no se dan cuenta?!, dijo Yamandú. ¡Lo que no se dan cuenta es que los mariscos y pescaos tienen más civilidad que ustedes, brutos!, chilló la mujer de Menequé. ¡Civili… qué! ¡Que te calles negro chaparro, Charal de pinga! ¡Esto nunca se había visto!, dijo Bolacebo desde lejitos, por su edad permanecía fuera del círculo de los golpes y empujones. ¡Nunca!, repetían en coro Atuei y Ozué, siempre junto a él, quizá para proteger al viejo o quizá por temor de recibir un pescadazo. ¡Tamos alucinando, como si nos hubiéramos comido los hongos del barril de tepache que mi mujer ya no lava!, dijo Macaracué. ¡Lávalo tú, negro flojo!, le respondió su mujer. ¡Dale a comer de esos hongos a Ozaín para que crea que ya se curó de la pinga!, dijo el Charal. ¡Hijoputa yo te…! ¡Negras, yo nunca he visto nada, ha sido mija, Cucurumbé, yo no! Pero para cuando Tomasa habló, ya todos los negros de Yocombé miraban que la tercera y última lancha se aproximaba hasta la playa. ¡Ahorita quizá lo vas a ver!, dijo la mujer de Menequé, quien ya había tomado la batuta del líder. ¡Negras, agárrense unos tiburones con ese sombrerito de picos, que ésos están buenos para repartir caña! ¡Va a arder Yocombé si en esa lancha traen al pescaito con bombín!
Todos corrieron a recibir a la última lancha, hasta estuvieron a punto de hacerla volcar. A gritos e insultos se vació el contenido de la última red. Todos los negros hicieron un círculo que poco a poco, conforme descubrían lo que yacía en la arena, fue quedándose en silencio. Sólo el sonido del viento y de las olas estrellándose se escuchaba cuando un montón de camarones con gorrito de dormir, de ésos que tienen una motita en la punta, yacían sobre la arena en perfecta quietud. Daban la impresión de estar en un profundo sueño que nadie tenía el valor de profanar. ¡Camarón que se duerme, se lo lleva la corriente!, dijo Bolacebo, que desde su distancia creía ser testigo de una profecía. ¡Camarones con gorrito de dormir con motita y toda la cosa! ¡¿Y qué más falta?, una ballena con sombrero de pirata! ¡Que te calles, Charal de pinga!, gritó la mujer de Menequé acomodándole otro pescadazo. ¡Chica, tú a mí no me pegas más! ¡Tú no toques a mi mujer, negro chaparro!, amenazó Menequé, armado de un pulpo con sombrero de copa alta, agarrándolo de los tentáculos a manera de porra. ¡Pues cálmala, negro! ¡Que a ti te gusta que te peguen es una cosa, pero…! ¡Zaz!, un pulpazo le calló en la cara al Charal antes de que pudiera decir algo más.
Y así empezó la tremenda batalla campal entre negros y negras. Pescadazos, pulpazos, cangrejazos y morenazos eran repartidos como palos a diestra y siniestra. Nadie tocó a los camarones dormidos, porque su mísero tamaño no era propicio para la pelea, y además porque nadie tenía el valor de despertarlos. En cambio, hasta se pelearon por tener la mantarraya con mitra, pues agarrada de la cola repartía unos mantarrayazos de antología: jonrones de más de un negro a la vez. Así estaba todo Yocombé, como si en esta bronca por fin afloraran rencores de muy de atrás, acumulados de generación en generación. La pelea duró lo suficiente para no bajar de intensidad, y de entre los que estaban en esta explosiva bola de negros, negras, pescados y mariscos ensombrerados, nadie notó que la negrita Cucurumbé se acercaba pasito a pasito al mar, hasta que sus pies tocaron la blanca espuma que mojaba el borde de su camisón blanco. Entre sus manitas traía un recipiente de vidrio, tan grande como una pecera, que según mi abuelito en su casa hacía las veces de un florero. Cucurumbé se agachó a la primera ola grande que le cubrió las rodillas y zambulló el florero. Pescaito, ya estamos listas. Ven con nosotras. Y antes de que llegara la segunda ola, Cucurumbé vio que el pescado con bombín estaba dentro del recipiente, con suficiente agua para su bienestar.
Mientras tanto la bola de negros seguía tirándose mariscazos y pescadazos. Las cosas se hubieran puesto un poco más violentas, olvidándose del marisco y repartiendo golpes a puño limpio, de no haber sido por otro tremendo pescadazo que la mujer de Menequé le metió entre ceja y nariz al Charal, volteándole la cara hacia la dirección en que Cucurumbé caminaba de regreso a su casa. ¡Miren a Cururumbé, lleva al pescao con bombín entre las manos! ¡Es veldá!, gritó Bolacebo. Cuando la bola de negros reaccionó a correr hacia Cucurumbé, ella ya había llegado hasta su choza y ahí, justo en medio, había puesto al pescado con bombín sobre una mesa en la que ella se sentó al lado de su amigo escamoso. Tomasa y Yamandú encabezaban a la horda de negros que se arremolinó alrededor de su choza. Cuando entraron, ahí estaba, con la prodigiosa blancura de los peces de agua dulce del Japón, ni pequeño ni grande, con unos largos bigotes que encuadraban con el bombín a la medida de su pequeña cabeza, dándole un aire de pequeño genio capaz de cumplir cualquier deseo. Un geniecillo hecho pez con el encanto de las mil y una noches. La bola de negros que minutos antes estuvo a punto de matarse, ahora estaba maravillada. Tomasa y Yamandú estaban muy embobados con la contemplación para poner atención a las exclamaciones de los que se habían acomodado en un círculo alrededor de la pecera: ¡A qué es precioso!, dijo la mujer de Menequé. ¡Cosa más bella!, dijo Bolacebo poniéndose las manos en la cabeza. ¡Quítate cabezón, que no dejas ver!, gritaba el Charal. ¡Ah su!, dijeron Atuei y Ozué al unísono. ¡Dejen ver, dejen ver que no veo nada, coño!, dijo el Charal dando unos saltitos apoyándose en los hombros de dos que le rodeaban. ¡Es como un dios!, se escuchó por ahí. ¡No, como una diosa, la diosa de Yocombé!, corrigió la mujer de Menequé. ¡Dejen ver, dejen ver!, repetía el Charal sin dejar de saltar. Tomasa y Yamandú, ante tal encanto acuático, sólo reaccionaron a arrodillarse y, tras ellos, el resto de los negros siguieron el ejemplo de los dueños de la choza. ¡Pa su madre, qué cosa más chula y bonita!, gritó el Charal. ¡Shhh, calla, chaparro!, dijeron los mismos negros sobre los que se había apoyado antes, tirándolo del brazo para que se arrodillara de una vez. La choza de Tomasa y Yamandú se convirtió en un templo lleno de silencio reverencial, donde las orejas de los negros esperaban escuchar misa. Y mi tía abuela, como si en un código secreto entendiera lo que debía de hacer, tocó la pecera con su manita e inmediatamente el pescado con bombín se paró en su colita, sacó medio cuerpo del agua y con una aleta, en un fino movimiento, se quitó la bomba y haciendo unas grandes repetitivas “os” con su boca, se puso la bomba, asintió y se zambulló en su agua cual delfín en el mar celebrando con unos felices giros. ¡Es veldad, pero qué cosas habla este pescaito!, dijo Tomasa. ¡Te lo dije, mi negra, no hay cosa más chula!, dijo la mujer de Menequé. ¡¿Pero que mielda dijo?!, yo sólo lo vi ahí, parado en su colita, quitándose el sombrero y moviendo la trompa así, dijo Yamandú, parando sus carnosos labios y haciendo unas grandes “os”, sacando un sonido como de burbuja que explota al juntar y separar sus labios rápidamente. ¡Ya viste Ozaín cómo le tienes que hacer para pedirle a tu mujer que te la vuelva a mamar! ¡Chaparro hijoputa, yo te parto la…! ¡Shhh, quietos!, Yamandú tiene razón, yo no escuché nada, ponía orden Bolacebo. ¡Ni yo!, dijeron Atuei y Ozué en coro. ¡¿Están sordos o qué?! ¡El pescaito acaba de decir que el tepache y la Bananía de Macaracué los hace malos y atarantados!, dijo la mujer de Menequé, quien ni siquiera en esos momentos de contemplación mística había dejado su pescado-bat. ¡Por eso ya no lo ayudo a hacerlo, ni mucho menos la Bananía, que los pone todos jariosos a éstos!, dijo la esposa de Macaracué. ¡Eso sí que no, nadie se mete con mi Bananía! ¡Lleva generaciones preparándose en mi familia, oyeron, generaciones! ¡Muchos de ustedes no hubieran nacido de no haber sido por la Bananía! ¡Puto pescao mentiroso! ¡Shhh calla, avinagrao! Cucurumbé, bonita, haz que hable el pescaito, pidió la esposa de Menequé. Ella la obedeció complacida y el pescado con bombín volvió a hacer el mismo ritual, y tras sus grandes “os”, se zambulló como orca en cacería de focas. ¡Sí, así se habla, este pescao tiene ideas que nos van a cambiar la vida para bien!, dijo Tomasa y Cucurumbé sonrió de oreja a oreja, emocionada. ¡Negras, pero este pescao no ha dicho naa! ¡Claro que sí, Yamandú, y dijo que ya es hora de que se construya una escuela para que todos los niños vayan a ella; que será el maestro, perdón, la maestra de las futuras generaciones de Yocombé y que así habrá un futuro más justo e igualitario! ¡Iguali… qué! ¡Cállate negro chaparro!, grito la esposa de Menequé. ¡Orden, orden! ¡A ver, a ver! ¡Yo no he escuchao naa y creo que tampoco ninguno de los negros que estamos aquí!, dijo Yamandú y un montón de cabezas de negros asintieron. ¡Cucurumbé, mi niña, vuelve a pedirle al pescaito que hable para que oiga tu papá! Y el ritual se repitió una vez más. Los negros de Yocombé se tuvieron que conformar con un: “dijo que…” que en coro ya traducían todas las negras de Yocombé. Y así pasó aquel día.
III
Y el “dijo que…” se impuso. Es más, el “dijo que…” fue la fuerza que impulsó a las obras más ambiciosas que haya conocido nunca el pueblo de Yocombé. Mi abuelo decía, haz de cuenta, casi, casi, un Estocolmo tropicalizado, jajaja. Ese abuelito pícaro, carcajeándose con su “Dijo que… escuela”, y ahí los negros de Yocombé, para llevar la fiesta en paz, construyeron la escuela. “Dijo que… cooperativas y sindicatos”, y ahí los negros dejando entrar a las negras con la misma igualdad y los mismos derechos a la zafra y el cítrico. “Dijo que… repartir tareas en casa”, y ahí los negros entrando en el inacabable mundo de las labores domésticas. “Dijo que… respeto a los homosexuales” y ahí los negros dejando en el olvido las burlas para las lesbis y maricas del pueblo, que ahora disfrutaban de pasearse de la mano por la playa “repartiendo agua para todos”, como decía mi abuelo, jajaja. Y al que no respetara la ley, le caían encima una cuadrilla de negras fortachonas armadas de pescados-bates dispuestas a dejarse la vida por el “dijo que…” del pescado con bombín. Toda esta pescadización provocó que con el tiempo se creara una frontera invisible pero bien sentida en la que, dentro Yocombé, había dos Yocombés: en uno hacían su vida las hembras de todas las edades, viejos, niños, lesbis y maricas; y en el otro todos los machos en edad de merecer. Y ya se imaginarán, la resistencia de los negros llegó a su límite, aunque reconocían ciertos cambios. Pues yo por fin me curé de la pinga, porque mi esposa me dijo que el pescao con bombín dijo que en lugar de seguir tratando con remedios caseros, que dejara de shingarme a la burra y que así me curaría. ¡Y me curé! ¡Pero de qué pinga me sirve estar curado si mi mujer ya no quiere shingar conmigo! El pescao con bombín le dijo que tenía derecho a no tener ganas por culpa de una tal meniposa o menospausa. Menopausia, no lo creo. A Ozueí le gusta el dulce lamento de su esposa, similar al de una jumenta en celo, y que le atice el estómago con la voluptuosidad del placer, dijo el Charal y todos los negros a su alrededor pelaron los ojos mirándolo con sorpresa, sin haber entendido nada. ¿Qué dijiste de mí, chaparro? ¡Que menuspausa, mis huevos! ¡A ti te gusta que tu mujer chille como burra y te dé patadas en la panza, como te las daba la burra que te shingabas, jajaja! ¡Negro pinga hijoputa yo te…! ¡Mi tepachería es ahora una guardería!, dijo Macaracué, cierto que es menos pesado que estar sirviéndolos a todos ustedes, bola de borrachos. ¡Pero es una deshonra para mis antepasados inventores de la Bananía! ¡Ahora resulta que es ilegal que la prepare! Además, extraño ver pasar las horas sintiendo el tufo del tepache y ver cómo después de un vaso de Bananía corrían en con la pinga bien dura a shingar a la primera que se les cruzara. ¡Los únicos que se lo pasan bien son Atuei y Ozué, que resultaron mariquitas!, dijo Yamandú, ya les decía yo que no era bueno que el sol les pegara todo el puto día en la cabeza, cuando recogían el cítrico, y pensar que llegué a beber de su mismo vaso la Bananía, ¡puaj!, ah, y el Bolacebo también, porque el pescado con bombín dijo que los viejos deben ser respetados y escuchados. Bueno y por qué pinga no les reventamos la cara a patadas a esas mujeres, dijo Macaracué, ¡¿acaso no somos hombres?! No chico, que no ves que están dispuestas a dejarse matar a golpes por el pescao con bombín, ¿y luego qué pinga vas a hacer en un pueblo sin mujeres?, pedirle a Atuei y Ozué que empinen el culo pa todos, dijo Yamandú. Bueno, entonces tenemos que matar a ese pescao con bombín, ¡y a la voz de ya! Es más, por qué no contraatacamos e intentamos escuchar a uno de esos tiburones con sombrero que los pescadores siguen atrapando en sus redes. Un bicho de ésos seguro que está de nuestro lado. ¡No chico!, dijo Yamandú, ¿qué no ves lo que le pasó a Menequé? Cansado de que su mujer se convirtiera en una santera traductora del pescao con bombín, se fue al mar para intentar escuchar a un tiburón con el sombrerito ése. Perdió el brazo cuando intentó cogerlo para escuchar lo que decía. ¡Hay que matar a ese pescao como sea!, chilló Macaracué. El que debe perpetrar el crimen es el dueño de la morada donde habita ese misterioso ser acuático; pues él es el único que tiene derecho a pasar entre el delicado cortejo de tulipanes negros que protegen al ensombrerado, dijo el Charal y todos volvieron a abrir los ojos con cara de asombro sin entender una sola palabra. ¡¿Y a ti qué mosca te picó, chaparro de pinga, que nadie entiende lo que hablas?!, preguntó Yamandú. Pues el pescao con bombín dijo que si quería encontrar hembra, que me dejara de tanta tontería y que leyera poesía pa ligar… y se pega, sí que se pega eso del verso.
Así que ese mismo día se preparó el infalible plan que daría muerte al pescado con bombín. El ejecutor sería Yamandú, por las mismas barrocas razones que le oímos al Charal. Los negros causarían un alboroto, dirían que Macaracué les había dado a beber Bananía al Charal y a Ozaín, y que no había negra o burra que pudiera contener el impulso animal de éstos. Cuando el alboroto estuviera bien armado, Yamandú entraría en su choza, le pediría a las santeras que le preguntaran al pescado con bombín qué se podía hacer para castigar ejemplarmente a estos jariosos y a Macaracué. Y que justo cuando el pescado con bombín se parara en su colita y empezara a hacer sus “os”, ahí le enterraría una fina estaca por la boca que él llevaría oculta en el calzón.
Y antes de que se dieran cuenta, los negros llegaron hasta la choza de Yamandú y cuando ya habían inflado sus pulmones y tenían sus manos alrededor de la boca formando una cuevita, dispuestos a gritar con todas sus fuerzas: “¡Bananía, Bananía, les han dado Bananía!”, un montón de negras salieron de la choza a recibirlos con abrazos y caricias: ¡Qué bien que ya están aquí!, dijo la mujer de Menequé. ¡Justo a tiempo mis negros, por eso son tan chulos!, dijo Tomasa. ¡Míralos, tan guapos y con cara de hambreados! ¡Desde que nos les cocinamos se comen el boniato crudo, eso no alimenta; ¡vengan, vamos todos a comer, acabamos de preparar un ceviche de pescao, y unos arroces en leche de coco, que están para chuparse los dedos! Los negros no daban crédito a lo que escuchaban ni a lo que veían, sus manos aún no las quitaban de su boca y sus ojos estaban bien abiertos con cara de sorpresa, como cuando últimamente miraban hablar al Charal. Fueron las negras quienes los tomaron de las manos y los llevaron a la parte trasera de la choza, donde con varias mesas de lo que fuera la Ostra Chocolata habían formado un comedor para todo Yocombé. Yamandú fue el primero en despertar de esa inesperada sorpresa. Oye, Tomasa, chica, ¿dónde está el pescao con bombín? Está en el mejor sitio que puede estar. Ahora a comer el ceviche que está buenísimo. Cucurumbé, lleva a tu papá a la mesa. Negras, traigan a sus maridos que se han vuelto muy tímidos desde que tenemos al pescaito con bombín. Yo creo que estos truculentos tulipanes negros de Yocombé nos quieren dar a comer del dulce veneno que sus traicioneras manos prepararon. Todo mundo volteó a ver al Charal con cara de desconcierto. ¡Qué estas putas negras nos quieren matar, coño! ¡Da gusto ver cómo la poesía ha cambiado al chaparro, hasta por inventarse historias le da!, dijo la mujer de Menequé. Bolacebo, Atuei, Ozué, ¿qué se traen estás? ¿Quieren envenenarnos?, preguntó Yamandú. Como niños obedientes que sus madres acomodan a comer, el viejo y los mariquis ya estaban sentados en la mesa, bien seriecitos. Yamandú no recibió respuesta, la única que obtuvo fue que, delante de todos, Tomasa y la mujer de Menequé, las santeras del pueblo, se llevaron a la boca una cuchara bien servida de ceviche, mientras Bolacebo callaba y Atuei y Ozué reían con sus risitas afeminadas. Ya lo vieron mis negros, nada de veneno. Si no quieren comer, peor para ustedes. ¡Negras, a la mesa! Y todas las negras obedecieron y empezaron a comer con gran gusto y apetito el ceviche de pescado acompañado de sus buenas dosis de guarnición arrocera ahogada en coco. Al principio los negros se quedaron un momentito ahí parados, pero luego, uno a uno se fueron sentando al lado de sus negras. Y para cuando la esposa de Macaracué salió de la choza con unas jarras de tepache, los hombres corearon de pura alegría. ¡Hasta que el pescao ése les dijo que hicieran algo bueno!, dijo Ozaín. ¡Viva el tepache de mi mujer y esperen a que la convenza de hacer Bananía! Brindo por este día y por nuestras mujeres que han sabido rociar de placeres nuestras atormentadas almas rellenándolas de vigor. Nadie coreó al Charal, y tras un silencio chiquito donde sólo se oían las olas del mar reventando sobre la playa, corrigió. ¡Qué salú por las negras, y fuerza pa la pinga! ¡Salud!, corearon todos. Tomasa, ¿dónde está el pescao con bombín? Yamandú, aunque sentado, era el único en seguir escéptico. ¡Negro, ya te dije que en el mejor sitio que tiene que estar! ¡Oye, pero yo quiero verlo! … Y sin que se diera cuenta, cuando sus labios formaron la “o” de verlo, Cucurumbé metió una cucharada de ceviche en su boca hasta bien adentro de su garganta sin que pudiera escupirla. Tosiendo, atragantándose; no escupió, pero bien que le gritaba a su hija, ¡Tú estás boba, niña! Jajaja, para qué quieres verlo si tú ya crees saber dónde está!, dijo Tomasa, riéndose de Yamandú, ¿de verdad quieres saber?, Cucurumbé, mi niña, muéstrale a tu papá y a estos negros para que no les quede duda. Mi tía abuela movió un palito que dejó caer una cortina tejida en carrizo, descubriendo una pecera sin agua y vacía, y de uno de los bolsillos de su camisón sacó un bombín chiquito que se lo puso sobre la punta de su dedo índice para exhibirlo mejor ante los negros, quienes no daban crédito de lo que miraban sus ojos bien abiertos.
El desconcierto del porqué las mujeres les habían cocinado al pescado con bombín estuvo acompañado de un ligero dolor de estómago al que muchos creyeron que los tepaches sanarían; pero del dolor vinieron las primeras convulsiones y tras ellas los terribles espasmos sobre la arena. Quizá por instinto, quizá por una necesidad impuesta en la blancura cárnica del ceviche preparado con el pescado con bombín que todos comieron, negros y negras de Yocombé se arrastraron por la arena hasta llegar a la playa. Ahí empezó la metamorfosis: el cambio de humano a pescado o marisco no fue imparcial, cada negro de Yocombé se metamorfoseó en el bicho acuático que mejor lo identificaba, quedándole por prenda, en recuerdo de cuando deambuló como negro o negra por esta tierra, el más perfecto sombrerito ajustado a la talla de su cabeza. Ese día la playa del mar de Veracruz recibió con ondulante frenesí a los nuevos besugos con birretes, anémonas con boinas, medusas con sombrero de Sherlock Holmes y a los nuevos pescados con bombín, que nadando ágiles dirigían el lance marino de los que por fortuna no se metamorfosearon en camarones dormidos profundamente con sombrero de dormir con motita. A éstos la corriente los llevaría a su antojo, abandonándolos a su pobre suerte de cardumen fácil de caer atrapado bajo las redes del más mediocre pescador. De Yocombé sólo quedaron sus niños, quienes abandonarían el pueblo después de la metamorfosis, pues tal y como se los mandó el pescado con bombín, antes de su decisivo sacrificio, los niños educados por él no comieron del ceviche aquél.
Y ahí quedaron, Cucurumbé y su hermanito, mi tía abuela y mi abuelito, con sus camisones blancos sacudidos por el viento, agitando sus manitas por encima de sus cabezas en el aire tropical para despedir a sus padres, madres, hermanos, hermanas, otros parientes y conocidos; para decir adiós a los nuevos pescados y mariscos ensombrerados, quienes, en el peor de los casos, alimentarían a otros con lo que se alimentaron ellos, y en el mejor, serían los mejores bates para dar jonrones sobre las cabezas de los que suelen tener orejas de pescado.