Parece el inocente lanzamiento de una aplicación para teléfonos celulares; pero, es también la transformación de la elección de nuestra mirada. Instagram, Snapchat, Facebook transforman nuestra manera de guardar nuestros recuerdos.
La memoria se transforma. Si a finales del siglo XIX y principios del XX, Baudelaire, Proust y Benjamin se preocupaban por el destino de la memoria en la época de la fotografía; hoy no podemos hacer menos. La condición de documento es la de archivarse. Y la relación que el sujeto tiene con el documento, no es la misma que la de la memoria. La disponibilidad del archivo predispone al olvido. La evanescencia de la memoria necesita el ejercicio del recuerdo.
La proliferación de teléfonos inteligentes y computadoras han vuelto a transformar esa relación. El simple costo de una fotografía o del soporte de las cintas magnéticas para el video, convertían los eventos en especiales. No se podía sacar fotos a granel. Hasta la edad de 25 años, probablemente no tenga más de 80 o 100 fotografías desperdigadas. Videos unos dos o tres, si acaso.
Hoy los niños crecerán viendo su propia vida en archivos audiovisuales de toda índole y en números inmanejables. Las fotografías se producen y se reproducen sin cesar, hasta el punto en que uno a veces se tiene que tomar tanto tiempo en tomarlas como en borrarlas para hacer espacio en sus dispositivos para más fotografías.
Sin embargo, aunque sea en mayor cantidad, la fotografía, como suplente de la memoria, seguía apuntando a algo. La imagen tenía que ser una referencia. Por eso los álbumes ajenos son un acertijo morboso. Porque las vidas privadas se nos escapan. Los nombres, los significados, todo se pierde en un rostro que no nos dice nada. Si no contamos con el marco de la intimidad, una fotografía es una forma vacía, una configuración de lo anónimo.
La importancia de la imagen es su remisión a lo original. Cada estampa refleja una parte de nuestra memoria: el cumpleaños de mamá, una reunión con la gente de la secundaria, un noviazgo interrumpido. En cada foto la historia de la memoria se desenvuelve y puede reiniciarse en la referencia.
Claro que hay una transformación de la mirada cuando ese sistema de referencia se vuelve público. Cuando ya no apela al marco cerrado del sujeto (o de una familia, en donde todos los rostros se reconocen como familiares). El resultado es que el original remite a aspectos significativos de la vida corriente. Por ello hay ocasiones en que las redes sociales como Instagram, producen fotografías que se acercan más a la estética publicitaria (de cafés, comida, turismo o cualquier otra variedad del consumo) que a un álbum familiar. Acaso más sorprendente sería imaginar la cosa del revés. Imaginar que en un álbum familiar encontremos fotografías de frapuchinos y botellas de cerveza.
Es decir, que el espacio privado de la mirada ha desparecido (o está en proceso de desaparecer). Y que ya no nos importan las referencias a originales íntimos, sino una gran memoria colectiva en donde cada referencia tenga su sola significación: logo, signo, marca.
Y aún esto tiene su vuelta de tuerca, pues no sólo debe tratarse del fondo; sino de la forma. Es decir, los propios filtros de las aplicaciones eliminan al original para deformarlo. No hay un objeto verdadero qué fotografiar. La memoria se crea a sí misma a petición del autor en la elección del filtro vintage. Ni siquiera ya hace falta la producción de un negativo o un archivo digital que luego se modifica. La pantalla de la aplicación te muestra a ti mismo como otro, los paisajes, a través de los filtros, se transforman; la memoria, es una invención a la carta y propiedad de nuestras redes sociales.
Hoy tienes recuerdos para rememorar, te dice Facebook cada mañana.
Ya no hay original. La memoria pierde su objeto. Se ejerce desde las posibilidades de aquello que carece de significado. Es un mero espejo onanista en donde se refleja cualquier cosa, siempre y cuando entre en la referencia que sea comprensible para la referencia colectiva.
La memoria privada, pronto será un hecho arqueológico.