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La rabia

junio 21, 2017Deja un comentarioLos filos del cineBy Óscar Montemayor

Foto: Internet Archive Book Images

En años recientes, la cinematografía norteamericana ha abordado un tema que sacude las entrañas fundamentales de aquel país. La brutal violencia que supuso el expansionismo colonial europeo dejó marcas profundas en cada rincón del planeta que es producto de ese proceso. En los Estados Unidos tiene sus particularidades en el casi exterminio de las poblaciones originarias, y en la esclavitud de las personas traídas de África mediante un siniestro mercado humano.

 

Ya lo vaticinaba Stanley Kubrick en El resplandor (1980) cuando aquellas puertas del ancho pasillo del hotel ceden ante la fuerza del torrente de sangre que llega para arrasarlo todo; es la sangre de los caídos que está latente bajo los cimientos de ese gran hotel, de esa gran nación. El horror no permanecerá inerme, escondido bajo una construcción de ficticia democracia moderna.

 

Y es que la rabia parece volver nuevamente a la cotidianeidad estadounidense. Porque nunca se ha ido. El problema, como bien lo plantea el sociólogo Ramón Grosfoguel, es que el racismo no es un asunto de prejuicios e ignorancia solamente, al menos no en su esencia, sino que es una construcción social, política e institucional sobre la cual funciona un país. Esto no se resuelve con educación, conciencia y buenas intenciones, sino con la desarticulación de esas instituciones para refundarlas.

 

En el contexto de una violencia que se ha hecho más evidente por parte del aparato de control del Estado sobre los grupos vulnerables, en el caso de la población negra, ésta ha respondido con espacios de denuncia y análisis. Específicamente en el cine voy a referirme a cuatro películas: dos en el contexto hollywoodense (Doce años de esclavitud y El nacimiento de una nación) y dos desde la producción independiente (Enmienda 13 y No soy tu negro).

 

La industria del espectáculo en los Estados Unidos siempre se ha vendido como tolerante y liberal. Es verdad en el contexto de donde parten, pero su liberalismo no deja de ser naive e impostado, un producto para la venta de su país desde la cara amable. La crítica que es capaz de consentir no llega a los cimientos que cimbrarían  la imposición de su cultura y valores como el axis mundi.

 

Ante la evidente agresividad del aparato represivo norteamericano contra la población negra, en tiempos de su muy aplaudido Barack Obama, surgió la cinta Doce años de esclavitud, dirigida por Steve McQueen en 2013, que cuenta la historia de Salomon Northup, un hombre negro del norte de los Estados Unidos, anterior a la guerra civil de 1861-65, quien es un reputado músico de Saratoga Springs, Nueva York. Un par de mercenarios blancos lo secuestran y lo llevan al sur, aún sumido en la esclavitud legal, donde padece el infierno de las plantaciones algodoneras.

 

Por otra parte está la más reciente El nacimiento de una nación (2016) dirigida y actuada por Nate Parker. En un acto provocador toma el nombre de una de las películas seminales en la historia del cine, la dirigida por D.W. Griffith en 1913, que su discurso es una loa al racismo del Ku Klux Klan (sobre una innovación del lenguaje cinematográfico indiscutible) para presentar la historia de Nat Turner, quien fue esclavo de una hacienda de Virginia. Profundamente religioso, toma conciencia del horror al que está sometido su pueblo y se ve como el Mesías que lo guiará a su liberación a través de una revuelta que organiza en 1831.

 

Ambas películas, en el contexto de la industria norteamericana, pueden considerarse necesarias en estos momentos. No podía haber un silencio total que hubiera sido absolutamente ominoso dados los hechos de racismo institucional que cruzan el espacio social e informativo, principalmente en redes sociales. Había que posicionarse. Para un sector de la población estadounidense, mayormente blanco pero también negro, la pregunta fue: ¿Para qué? ¿Para qué rascar heridas que supuestamente habían sido cerradas?

 

Sin embargo, estas dos producciones revelan en sutilezas el discurso integrado de ese supuesto Hollywood disidente. Ambas se sitúan finalmente en el nacionalismo norteamericano, donde a pesar de cualquier perversión, su democracia, sus valores fundamentales terminarán redimiendo cualquier cosa. Lo vemos en ese personaje que hace Brad Pitt, un trabajador blanco que se relaciona con los esclavos en la cinta de McQueen, soltando una impostada oración sobre la igualdad y la libertad. O bien aquella enorme bandera de barras y estrellas que termina arropando un futuro esperanzador en el filme de Parker.

 

No hay un cuestionamiento histórico real. Se apela a las emociones, a la compasión, tal vez hasta cierta culpa, pero siempre con la posibilidad de redención. Con el obligado happy end.

 

Caso diferente ocurre en las otras dos cintas mencionadas. Enmienda 13 (2016) dirigida por Ava DuVernay, es un documental que explora los artilugios legales que existen en la Constitución norteamericana para mantener un estado de esclavitud soterrado. El discurso parte de que una vez realizada la abolición de la esclavitud, en 1865, quedó impreso en la enmienda 13 que estaba prohibido negar los derechos civiles de cualquier persona, excepto en los casos de quienes hayan cometido algún delito y se encuentren purgando una condena. Esto abrió la puerta para que el sistema legal se volcara en perseguir con especial interés a la población negra (y más tarde a la latina) generando así una nueva fuerza de trabajo a semejanza de la esclavitud. En gran medida la infraestructura de la potencia naciente fue realizada bajo este esquema, hasta el día de hoy, que en muchas cárceles los internos realizan trabajos, incluso para empresas privadas, en donde no reciben salarios o remuneraciones magras.

 

DuVernay disecciona con agudeza perturbadora cómo se ha creado un medio social para que la población negra sea propensa a caer en la delincuencia y cómo el aparato institucional está diseñado para encarcelar a esta comunidad, incluso en casos donde se inventan cargos. Lo que termina siendo un esquema de producción económica.

 

En No soy tu negro (2016), Raoul Peck parte de una carta que el novelista negro norteamericano, James Baldwin, escribe tratando la muerte violenta de tres notables personajes de la comunidad afroamericana: Medgar Evers, Malcolm X y Martin Luther King. A partir de las ideas de Baldwin, de algunos de sus escritos, entrevistas y conferencias, la voz de este escritor, a través de la voz del actor Samuel L. Jackson, va haciendo un revisionismo histórico impactante bajo la narrativa documental de Peck.

 

La cálida presencia de Baldwin, y la suave voz de Jackson, hacen un contrapunto tremendo a la evidencia de un estado violento desde su misma entraña. Se va desnudando poco a poco la falacia de los Estados Unidos como la democracia ejemplar, la nación abierta que acoge a todas y todos por igual, siendo que sus instituciones están construidas sobre la idea del derecho fundamental blanco al dominio de la nación, desde hace siglos hasta ahora, aunque los métodos y discursos hayan evolucionado. Incluso el aparato simbólico norteamericano se ha encargado de asentar una imagen negativa de la población negra, como bien desmenuza el documental.

 

Baldwin concluye que su país está lleno de rabia: la de los negros por un pasado que no puede cicatrizar mientras el presente les siga siendo adverso; y la de los blancos, que tienen un terror a encarar esa historia que se les viene encima y a la que cada vez menos pueden ignorar. Termina diciendo: No vinimos aquí por nuestra voluntad, nos trajeron pero aquí estamos, es la situación que nos toca afrontar.

 

La visión de DuVernay y Peck es muy distinta a la de sus colegas de Hollywood. Aquí no hay redención sino denuncia, no hay un llamado a la compasión sino a la acción. La bandera de las barras y las estrellas no los terminará arropando con su democracia, la cual es la democracia creada por y para los blancos, sino que hay que sacudir a las instituciones para refundarlas desde otra perspectiva de convivencia.

 

Estos autores son los negros de campo de las plantaciones esclavistas, como decía Malcolm X, aquellos que se rebelaban ante su situación, a diferencia de los negros de casa, quienes recibían un trato menos duro por parte de sus amos y optaban por ser obedientes para no perder al menos eso.

 

Esta última reflexión me lleva a trasladar esas experiencias al ámbito mexicano y latinoamericano, lo que sería motivo de una discusión larga para otro momento. Sólo quedarnos con la pregunta sobre el papel que el cine está jugando en nuestras realidades, que aunque diferentes son igualmente preocupantes. ¿Estamos haciendo un cine que intente cuestionar desde las entrañas nuestro sistema o preferimos apelar a la compasión general y a la buena voluntad de los detentadores del poder?

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Sobre el autor

Óscar Montemayor

Originario de la ciudad de Monterrey. Tiene estudios de licenciatura en comunicación y posgrado en Artes Visuales. Se dedica profesionalmente al cine y a la producción audiovisual, además de la actividad académica. Ha participado en proyectos como director, guionista, productor y editor, algunos de ellos seleccionados en importantes muestras y festivales nacionales e internacionales: Venecia, Londres, Ciudad de México, Göteborg, Trieste y Guadalajara. Ha recibido algunos premios y becas para el desarrollo de proyectos cinematográficos a nivel estatal y nacional.

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