En ciertas naciones que se pretenden libres, cada uno de los agentes del poder puede impunemente violar la ley, sin que la constitución del país dé a los oprimidos el derecho de quejarse ante la justicia. En esos pueblos no hay que considerar ya la independencia de la prensa como una de las garantías, sino como la única garantía que queda de la libertad y de la seguridad de los ciudadanos.
Alexis de Tocqueville
En México padecemos una enfermedad de la que el silencio, la autocensura, la mirada desviada, incluso la tolerancia, son algunos síntomas. Esta enfermedad se llama miedo. No podría atreverme a tratar de descubrir su etiología, la cual se esconde en un profundo y vasto conjunto de hechos y situaciones que recubren la historia de nuestro país. Me conformo, por tanto, con observar y describir, pues, como enseñó un filósofo, la contemplación nos permite hacer a un lado los velos que ocultan el ser.
Desde luego hay un riesgo en generalizar esta enfermedad a todo un cuerpo que se compone de células tan diversas, de unidades tan distantes, que difícilmente sufren de los mismos males. Por fortuna, el miedo aún no afecta a cada mexicano, a cada miembro de este pueblo; todavía existen los que luchan, los que arriesgan la vida, los que alzan la voz, aunque, ante la magnitud del malestar, este hecho lejos se encuentra de hacernos sentir conformes.
En México, el Estado, la sociedad y la comunidad se han desmoronado en tal grado, que el abuso del poder se ejerce en todas direcciones, desde los espacios más insignificantes y privados hasta los más amplios y públicos. No hace falta dar ejemplos de ello, pues todos tenemos en la mente sucesos recientes que hemos presenciado directa o indirectamente en la calle, en nuestras casas, en el trabajo, en los medios de comunicación, en las redes sociales. Este uso de la violencia sin fronteras y a veces sin límites nos permite afirmar que es todo nuestro cuerpo el que ha sido afectado, pues esta violencia es, en cierto modo, la cara inversa de aquella moneda corriente en nuestro país llamada temor. En México se desarrolla una violencia que persigue la aniquilación del adversario, la violencia de la guerra, una violencia absolutamente irracional y que sólo se desata cuando el animal que hay en nosotros se siente acorralado. Lo mexicanos vivimos acorralados, y he ahí nuestro miedo, pero he ahí también la razón de su agresiva expansión.
El ciudadano, el trabajador, la madre, el padre, el funcionario, todos percibimos la extraña incertidumbre del esquizofrénico: una doble realidad que nos embosca porque no sabemos cuándo es real o cuándo no lo es, y entonces, en el mejor de los casos, suena en nuestras conciencias una risa culposa que delata el humor del mexicano, aquel humor de “no saber si llorar o reír”; pero en el peor de ellos, arde el deseo de venganza, el apetito de dolor en el victimario o la simple angustia de saber que la justicia no llegará. Se guarda un resentimiento que llena el ambiente con la misma pobreza que algunas barras del fútbol llenan el de los estadios, los bares o las calles.
Nuestro México esquizoide, que se siente acorralado en la casa, en el trabajo y en los lugares públicos sólo carece de un Estado lo suficientemente fuerte para convertir ese miedo en un poder totalitario. No obstante, el efecto no está muy distante de aquel que padecieron las sociedades con regímenes totalitarios. Hannah Arendt decía que el totalitarismo aniquila lo humano porque despoja a las personas de todo lo que son: las despoja de la ciudadanía ─al privarlas de la voz y el voto─, de la personalidad ─al decidir sobre lo que debían creer, pensar, y la manera en que debían vivir─ y, por último, de la individualidad ─al hacer uso de ellas como simples cosas que pueden ser reemplazadas en el aparato del Estado. A veces me pregunto, qué tan distantes estamos de esto en México. Para muchos mexicanos no hay ninguna diferencia; e irónicamente quizás sólo ésta sea la diferencia: que todavía no somos todos.
Pero he aquí un nuevo motivo para el miedo que se percibe: no hay mayor temor que el que puede tener aquel que lo han convertido en una cosa, en una nada, como diría Sartre. Quien no es nada, va en la vida como sin existencia, es decir, sin rumbo, ni sentido, ni proyecto, como una mera cosa que se mueve en cuanto una mano la toma y la cambia de lugar o le da otra forma. Para esa “cosa” todo es una amenaza, pues cualquier cambio cimbra el último de sus cimientos, el de la vida. Tal estado de temor lo encontramos en la guerra, donde el otro es una cosa hasta que es sometido a la voluntad del vencedor. Clausewitz definió la guerra como “un acto de fuerza para imponer nuestra voluntad al adversario”. He aquí la gran imprudencia que cometió Calderón cuando hizo que el Estado se embarcara en una guerra que no le pertenecía como tal, una guerra entre delincuentes que ahora es una guerra de los mexicanos. El Estado mexicano no tenía por qué imponer su voluntad al adversario, pues la voluntad del Estado, que no es sino la de los mexicanos, no podía considerar a los criminales como una voluntad equiparable, ni siquiera como una voluntad. ¿Cuál es la voluntad del crimen organizado? Ninguna. ¿Con quién pactarás la paz? Con nadie. El Estado sólo debía hacer cumplir la ley. Por contraparte, lo que ha quedado es una guerra en la que la población no sólo se vuelve una nada para los delincuentes ─situación que es natural para éstos─, sino también para la fuerza pública.
En tales condiciones, el Estado mexicano ha sido incapaz de cumplir con sus funciones más elementales: resguardar la seguridad pública, hacer justicia, hacer valer la soberanía de la nación. Desde esta perspectiva, no debe parecernos extraño que el miedo no sólo gobierne los espacios más o menos reducidos de la vida cotidiana, sino que gobierne como una zozobra que penetra en las multitudes, en los grupos, en el ambiente, una especie de ideología, como ha expresado Severo Iglesias. Y no es sólo que el ciudadano se encuentra de pronto desprotegido, como huérfano, o como el vasallo que ha perdido a su amo y tiene temor de hacer uso de su propia libertad, sino que ahora se encuentra amenazado porque el amo sigue ahí padeciendo el miedo que se siente cuando la conciencia no está tranquila y la cola es tan larga que la pueden pisar una y mil veces. El miedo del padre es la violencia contra el hijo.
Los grupos de poder fáctico, el gran empresariado y la clase política, también viven en el temor, pues gran parte de su posición, salvo algunas excepciones, se la deben a corruptelas e injusticias. Y no vale aquí como justificación que ese temor se deba a la madurez de la democracia y el sistema de justicia mexicanos. No se debe a esto que algunos políticos corruptos estén siendo perseguidos o se encuentren en la cárcel, o a que haya habido transición en el gobierno, sino a la evolución de las tecnologías, los medios de comunicación y el entorno globalizado internacional, como lo podemos apreciar por los numerosos escándalos de corrupción y la alternancia en muchos otros países. El hecho es que, amenazados como están, estos poderes fácticos no dudan en volver su fuerza con todos los medios disponibles contra aquellos que perciben como amenaza, aquellos pocos que salen del confortable silencio, de la humillante autocensura, de la vergonzosa mirada baja o de la fingida tolerancia.
Entre los pocos que han conservado el valor y se han rebelado contra el miedo, los periodistas críticos son figuras destacadas, porque, como dice Tocqueville, son “la única garantía que queda de la libertad y de la seguridad de los ciudadanos”. Pero por esta misma razón y porque son quienes sacan a la luz pública las injusticias y los crímenes que ocurren en México, son ellos quienes se convierten en amenaza directa contra los intereses de los gobernantes y de los criminales. El miedo de unos y otros es la violencia que se cierne sobre los medios libres; esta violencia podría ser una de las últimas vueltas al cerrojo de la jaula de hierro que aprisiona al pueblo mexicano, pero una jaula de hierro no hecha de riqueza, como decía Weber, sino de temor.
18 de mayo de 2017.
A la memoria de los periodistas perseguidos y asesinados por motivo de su labor periodística en los sexenios de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto.