Yo sé que tú ya eres un escritor, un narrador en activo, y ya no eres periodista, pero es inevitable que regresemos al tema. Tienes dos libros que están en ese círculo que son Vientos de Santa Ana y Dispárenme como a Blancornelas. Ambos están en la órbita del periodismo y es inevitable que esto salga de nuevo, ¿no?
Una primera duda que me salta es: ¿cuál es el motivo de tu migración de periodista a narrador, de tener que dar hechos a contar historias que no necesariamente son verdad?
Bueno, creo que el periodismo activo fue un gran, un enorme paréntesis de década y media en mi vida. Una gran experiencia, porque antes de entrar al periodismo yo estaba en la literatura, o estaba haciendo pininos en donde, a principios de los noventa, estaban todos los narradores de mi generación (de mediados de los setentas), estaba en taller de la universidad, estaba publicando mis primeros textos en una sección que ya no existe que se llamaba “De los talleres” del periódico El Norte. Y bueno, en la revista Cultura Norte, San Quintín, bueno, dónde te dejaran. Estaba en taller de Rafael Ramírez Heredia, en dónde conocí a Luis Felipe Lomelí, a Cristina Rascón, Paulino Ordóñez, también fue mucho tiempo. Entonces de una u otra forma estaba yo con todos ellos.
Salimos en aquel entonces en un par de antologías: Después del eclipse y Calendario poético de la Autónoma de Nuevo León del 94. Y por eso digo que el periodismo se me atravesó como una droga muy dura. Porque aunque teníamos una pequeña revista interuniversitaria que empezó llamándose Bitáctora, luego se llamó Visum y luego se llamó Común, yo sabía editar, sabía reportear, no me costó trabajo entrar al curso de reporteros de El Norte, aprobarlo sin problemas y que me seleccionaran, y paradójicamente, cuando egresé de la universidad, aunque mi título y mi cédula profesional era de licenciado en ciencias jurídicas, soy abogado…
Ah, no lo sabía.
Sí. Increíblemente nunca lo he usado. Lo hice avioncito y jamás lo utilicé. Lo más que tenía a la mano era que trabajaba en el radio en Estéreo 7, y tenía contactos en el mundo del periodismo. Entonces mi primer trabajo realmente en forma fue en el periódico El Norte. Pero bueno, yo no sabía lo que era ser reportero ya de tiempo completo en una organización tan exigente, tan demandante como el periódico Reforma y me di cuenta que era una vida de catorce, dieciséis horas al día. Extenuante, muy duro, una escuela muy fuerte. Estuve tres años en El Norte. La experiencia me sirvió para que me invitaran a fundar un proyecto que iba a nacer de cero aquí en Tijuana, que se llamó Periódico Frontera y que vine a fundarlo con un grupo de colegas de Hermosillo, Sonora, en 1999. Y en un abrir y cerrar de ojos se me fueron casi quince años de mi vida. Haciendo periodismo. Fue algo apasionante. Sigo creyendo que el periodismo fue la mejor escuela que pude tener para aprender a contar historias. Fue mejor escuela que cualquier facultad de letras, que cualquier diplomado en escritura creativa. El periodismo me dio muchísimo, casi todas mis historias de ficción parten de ahí.
Pero al mismo tiempo, siento que me quitó muchísimo, porque durante quince años no publiqué nada literario. No publiqué nada que no fueran notas del diario, crónicas, reportajes, columnas y todo periodístico. De una u otra forma, cuando me cortan mi rama en el 2009, yo les agradezco muchísimo que me la hayan cortado, fue un poco como tengo que regresar al camino en donde estaba, pero era un camino en donde tenía que regresar siendo ya muy grande. Yo tenía 34 años, demasiado tarde para volver a la literatura. Un camino que dejé trunco a los 21. Y pues bueno, se fueron dando pequeñas alineaciones de astros. En 2010 gané un concurso estatal aquí en Baja California. Que fue mi primer premio con Réquiem por Gutenberg, un libro que habla entre otras cosas, de la muerte de los periódicos, de la muerte del libro.
En 2012 publico un libro periodístico que se llama La liturgia del tigre blanco, que es sobre un personaje muy conocido aquí en Tijuana, Hank Rhon. Y a partir de 2013, yo digo que la única beca que he tenido en mi vida es la que me dio mi esposa, porque ella me dijo: “dedícate de tiempo completo, a mí me está yendo bien en mi negocio; ahorita yo puedo absorber”. Y empecé, por primera vez en mi vida, a los 38 años de edad, casi 39, a escribir de tiempo completo. No había tenido tiempo de tomarme esto en serio, y tuve muy buena fortuna. Se me alinearon los astros, porque en año y medio, fueron cinco premios y una final. Y entonces eso dio que en un solo año se publicaron seis libros. Y de pronto fue algo que, si el genio de la lámpara me lo hubiera dicho, yo no se lo hubiera creído. Fue todo demasiado rápido, demasiado repentino. Llegué muy tarde, pero con mucha prisa por recuperar el tiempo perdido.
Entonces, no fue migración; sino más bien un paréntesis de quince años, pero paréntesis al fin. Es como regresar con la novia de la secu.
¡Mejor no lo pudiste decir! Te voy a robar esa metáfora. De veras, fue como regresar con la novia de la secu. Haz de cuenta que tuviste una novia en la adolescencia y te la encuentras ya casi cuarentona, pero te vuelves a enamorar.
De hecho, ese es el tema de “Saurio sangrante” de Días de whiskey malo. El tema del amor enquistado.
Sí. Y quizá es un tema muy recurrente. El no perder las obsesiones de juventud. De no perder las obsesiones de adolescencia, que de una u otra forma yo sentía que las estaba matando. Insisto: al periodismo le debo muchísimo. Pero también me quitó.
En efecto, yo noto esa relación amor-odio con el periodismo en la novela Vientos de Santa Ana, porque cuando la lees te queda un sabor de boca bien amargo, ¿no? Con ese final tan duro. Yo lo veo como el epitafio que quiso escribir Daniel Salinas Basave a su propio periodista, a sí mismo. Diciendo: yo ya quiero matar a este reportero que hay en mí, quiero dejarlo morir. Después, cuando te presentamos en la Feria Internacional del Libro de Monterrey decías: “Ya no quiero hablar nada de periodismo, todos me preguntan de eso”. Sentí más eso. Esa relación que tienes tú de amor-odio. Querer matar al periodista que hay en ti.
Sí. Sobre todo Vientos de Santa Ana es una novela muy rabiosa. De hecho, la empecé a escribir en la computadora del periódico, en la redacción. Se empezó a escribir siendo yo todavía reportero en activo. Y es una novela que se interrumpió para hacer La liturgia del tigre blanco. Porque en un momento me dijeron: No hagas una novela sobre Hank, mejor escribe su historia verdadera. Una historia periodística. Yo, de una u otra forma, sentía que con La liturgia… ya Vientos de Santa Ana se moría y perdía su razón de ser. Pero fue como una especie de duende que no me dejaba tranquilo. Y me dijo: no, cabrón, la literatura también tiene que hablar.
Y esto me lo decía Federico Campbell, cuando tú como periodista topas con pared, cuando ya estás en un callejón sin salida: recurre a la literatura, recurre a la fábula, a la imaginación y a veces te vas a acercar más. Y tienes mucha razón. Como que quise matar a Guillermo Damián. Vientos de Santa Ana es, en todo el sentido de la palabra, un ajuste de cuentas con el periodismo. Le pago una factura, pero también se la cobro. Le pago todo lo que le debo, porque es la gran fuente de todas mis historias, la calle de Tijuana fue la gran inspiración; pero al mismo tiempo le tengo mucha rabia, porque en algunos momentos en que siento que el villano, el asesino, es el periodismo. El asesino no es Alfio Wolf. El que está matando al personaje es el periodismo como quizá en algún momento me estaba matando a mí.
Y sí, siento emociones encontradas y contradictorias, porque pienso en colegas a los que quiero mucho como Diego Osorno o Javier Valdez, que en paz descanse, que fue alguien con quien me tocó coincidir no pocas veces, y no puedo menos que admirar su trabajo. A veces digo, quizá también debería estar haciendo esto, pero luego pienso: yo ya me salí de ese camino. Yo elegí salirme.
Y en Dispárenme como a Blancornelas hay mucho humor ácido. Ya no tiene ese tono trágico como Vientos de Santa Ana, pero tiene el humor ácido del periodista socarrón y bobo. Empeñado en eso que tienen mucho de tus personajes, que ya lo comentábamos cuando presentamos Días de whiskey malo, que son estos perdedores que quieren sobresalir y ser famosos, hasta llegar a extremos absurdos.
La diferencia con Dispárenme como a Blancornelas es que ese ya lo escribí habiendo dejado atrás el periodismo. Entonces ya es una mirada más lúdica. Ya me permito reírme un poco más. Ya es más socarrón. Juego más. Es más humor negro. Vientos de Santa Ana no tiene humor. Es demasiado crudo. No te deja buen sabor de boca. En cambio, Dispárenme como a Blancornelas es ya el reportero como personaje picaresco. Casi como del Siglo de Oro español, como un Lazarillo de Tormes, y son historias, la mayoría, basadas o en personajes o en situaciones de la realidad. Cita con la historia es algo que, si bien el personaje es ficción, es cierto que muchos corresponsales nacionales se perdieron el asesinato de Colosio. Eso es cierto.
Por estar acá en San Diego, al lado.
Por irse a San Diego, sí. Y eso era algo típico que pasaba y que sigue pasando siempre que viene un candidato presidencial o un presidente a Tijuana. Que el grupo de reporteros de grandes medios nacionales se desentienden y se van de shopping porque saben que les van a dar el boletín y les van a dar las fotos y no les importa. Y eso ocurre todo el tiempo. A lo mejor no con tanta frecuencia después de Colosio, porque mucha gente perdió su trabajo ahí. Pero antes era tiro por viaje. Los reporteros nacionales ni se tomaban la molestia de trabajar.
Viéndolo desde el punto de vista de tu regreso a la narrativa, ¿ves esto mismo? ¿No ves los mismos ambientes? ¿Cómo vives esa descompresión, ese cambio?
Mira, de la narrativa me gusta la libertad de imaginar, y la libertad de fabular y crear. Al mismo tiempo es un mundo donde también hay muchas contradicciones, muchos pretextos, muchas cosas muy absurdas. El mismo Javier Valdez me lo dijo alguna vez en La Paz: “No, cabrón, ser periodista es para siempre. Y los escritores viven muy cómodos”. Lo escritores vivimos en una zona de confort que no tiene punto de comparación con la vida de un reportero. Y eso es muy cierto. Finalmente, como reportero arriesgas la vida, la salud y muchísimas cosas. Pero yo necesito la libertad de crear. Y quizá podría limitarse sólo a eso: la libertad.
En el periodismo, aunque cada vez empieza a tomar más fuerza la cultura del freelance y al final creo que es lo que va a suceder, no dejas de trabajar para una empresa y no dejas de trabajar para los intereses de otros. Y eso es muy asfixiante, porque al final de cuentas, el primer enemigo de la libertad de expresión de un reportero en México suele ser la empresa donde trabaja.
Eso es bien duro. Lo que acabas de decir es una patada en la boca.
Así ocurre casi siempre, porque la inmensa mayoría de los medios de comunicación en México, y específicamente los periódicos, no podrían sobrevivir si no es con el apoyo de la publicidad oficial. Es decir, aquí los medios no saben vivir sin la teta del gobierno. Y por más que se quiera mantener la independencia, es una relación viciada de origen, porque hacer realmente un periodismo libre en México cuando tienes que ser de plano, o proyectos muy pequeños, casi apostólicos, casi anarquistas o empresas que han sabido mantener muy clara su línea, pero aun así trabajas finalmente para los intereses de otros. ¿Cómo te diré? Libertad de expresión ha habido siempre en México, está consagrada en la Constitución de 1917 y en la del 57.
Pero yo me pregunto, ¿cuántos periodistas durante el siglo XX quisieron realmente ejercer esa libertad de expresión? Muy pocos. La inmensa mayoría de los periodistas en el siglo XX bajo el priismo, estuvieron muy cómodos sin ejercer esa libertad de expresión. Viviendo a expensas de los “chayotes” presidenciales, gubernamentales, municipales. Una especie de cadena alimenticia en donde se sobrentendía que, en alguna época, en tiempos de Porfirio Díaz lo sufrieron los Flores Magón, y lo sufrió el periodismo independiente en la época de Díaz Ordaz, Echeverría, etcétera, en la que no había libertad de expresión real; pero, insisto: la censura no tiene que llegar del gobierno. La censura venía de los propios medios. Se autocensuraban y preferían vivir de los elogios con tal de poder sobrevivir. La verdad es que el gobierno no sufrió mucho. No tuvieron que reprimir. Los directores de los medios fueron los primeros en estar a gusto con no ejercer la libertad de expresión.
Ya mencionamos a Javier Valdez. Yo te comentaba hace rato sobre tu interés en el asesinato de Héctor Félix Miranda, El gato Félix. ¿Cómo ves? ¿Hay espejo? Han pasado ya casi treinta años y las cosas siguen igual. El periodismo independiente sigue siendo una profesión de alto riesgo.
Sí. Se da el caso del asesinato de Buendía en 1984, de Manuel Buendía que conmocionó al país.
El atentado a Blancornelas.
El atentado a Blancornelas en noviembre del 97. El asesinato de Héctor Félix que es el 20 de abril de 1988. En el caso específico del Gato Félix y su relación con Hank Rhon, que es el tema de Vientos de Santa Ana y también de La liturgia del tigre blanco, es un tema que a mí siempre me ha llamado y se me hace muy literario, porque es la extrema relación mórbida, que no se agota, entre un muerto y su victimario. Es decir, el hecho de que los años pasen, el presunto victimario se encumbra en el poder, el muerto cada vez está más olvidado, y sin embargo se niega a morir. Le sigue hablando. Casi treinta años después, una página negra cada viernes diciéndole, en primera persona: “¿Por qué me mataste?” Un fantasma hablándote desde su tumba y te pregunta: “¿Por qué me mataste?”. Y entonces eso siempre se me ha hecho muy fuerte, porque un muerto que se niega a morir, si se vale la expresión, se niega al olvido. Y por más que la sociedad encumbre a su presunto asesino, él se niega.
Sin embargo, no creo que haya comparaciones posibles entre Javier Valdez y el Gato Félix. Fuera de que ambos eran de Sinaloa y ambos eran muy campechanos. Porque finalmente, Héctor Félix lo que hacía era una columna muy socarrona, muy dura, que denunciaba entre chistes y albures, y le pegaba muy duro a los políticos; pero, el Gato Félix no desarrolló el trabajo de profundidad extrema que hizo Javier Valdez. Javier Valdez le puso nombre, le puso rostro, le puso sangre en las venas a las víctimas colaterales del narcotráfico. Todas esas personas que son cifra para la Procuraduría de Justicia o que son nota de engorda de tres párrafos en una página policiaca, Javier les puso una historia, les puso cara, les puso sentimientos, les puso ilusiones. Él narró la historia de niños sicarios, de las viudas del narco, de los huérfanos del narco, de las mujeres que se deslumbraron con el brillo del narco.
Es decir, Javier no narró la vida de los capos, como está tan de moda. Javier narró la vida de la carne de cañón. De la tropa más baja del narcotráfico o de las víctimas colaterales. Y lo hizo de una forma muy humana. Y para mí lo más canijo de Javier es que nunca perdió la humildad y la sencillez. Siempre fue de un humor muy norteñote, pero al mismo tiempo un bato, como narrador, era un grande.
Y valiente.
Muy valiente.
Porque ya habían atacado su semanario con granadas, y aun así no dejó de hacer lo que estaba haciendo.
Él sabía. No creo que haya querido jugar a ser un mártir, porque él tenía su esposa y sus hijos que los amaba. Era un hombre de familia, pero él sabía que podía morir. Sin embargo, no andaba como los periodistas más encumbrados que andan con escoltas y carro blindado. Digo, cada quién se protege como quiere, pero algunos de los periodistas más contestatarios de México y que viven en la Ciudad de México, pues si quisieran atentar contra su vida van a batallar un poco más, porque están bastante bien protegidos. Javier no. Javier andaba a pie en la calle de Culiacán, sabiendo que lo podían matar. Y eso es una gran paradoja. Se dice que en México gozamos de la libertad de expresión que nunca tuvimos en tiempos del priismo de Díaz Ordaz, ahorita le puedes mentar la madre a Peña Nieto de la manera que quieras, puedes escribir lo que quieras y no va a venir Gobernación a censurarte. Y, sin embargo, nunca había sido tan peligroso ejercer el periodismo como ahora.
Es decir, tenemos libertad de expresión, pues caray, a lo mejor está consagrada en la Constitución, a lo mejor no va a venir un agente de Gobernación a secuestrarte una imprenta como antes, pero si estamos hablando de que en lo que va de 16 años van más de 120 periodistas muertos, siete tan sólo en 2017, ¿cuántos mataron en Veracruz bajo el gobierno de Duarte? ¡Más de veinte! En Tamaulipas, en Guerrero, en la Laguna, ahora en Baja California Sur. El caso de Miroslava, por ejemplo, en Chihuahua. Entonces, si estamos hablando de que los únicos países donde mueren más periodistas son Siria y Afganistán, donde hay conflictos bélicos, y aquí tenemos muertes de periodistas en el equivalente a una trinchera de guerra, ¿cómo podemos hablar de libertad de expresión? Es absurdo.
De hecho, yo quería preguntarte algo que tú ya formulaste. Aunque desde el punto de vista de la narrativa, pero también dentro de la cruda realidad… Porque pienso en qué le hace más daño al periodismo. Y claro que los asesinatos horrendos, crueles y estúpidos están ahí y duelen. ¿Pero es eso lo que mata al periodismo o el “chayote”, el silencio comprado, todo lo que hay alrededor del aparato de medios de comunicación que está limitando siempre al reportero? Al fin tenemos esa división bien grande, bien evidente: Deja que allá existan los héroes, acá nosotros la gran mayoría, vamos a seguir haciendo lo mismo, compartiendo los intereses de los de arriba.
Son caras de una misma moneda de un sistema viciado. Son los dos rostros de Jano de un sistema mórbido. Puedes optar por la corrosión de la conformidad, o morir desangrado en una calle como murió Javier o como murió Miroslava, pero al final son caras de la misma moneda. Es un sistema en donde el gran perdedor es siempre el periodista de a pie, el reportero de trinchera, que es finalmente al que trato de reflejar como personaje con todas sus contradicciones. Porque en Vientos de Santa Ana no hay buenos. También los reporteros no somos héroes. Hemos sido muy cabrones. Somos pícaros, somos socarrones. Somos individualistas, egocéntricos, a menudo muy poco solidarios. No hay solidaridad entre periodistas de México. Y ya no digamos, entre los periodistas y las empresas periodísticas.
Yo quiero ver cuándo un gran medio, por los asesinatos de periodistas, diga: “Yo en este momento renuncio a la publicidad oficial, yo dejo de recibir publicidad del gobierno federal hasta que no se aclaren y no se procesen a los asesinos de Javier Valdez y de Miroslava”. O de los seis periodistas más que han muerto en 2017. ¿Cuándo ha habido un pronunciamiento más allá de la intimidad? Inclusive, vemos y es algo que reflejo también en Vientos de Santa Ana, cómo los empresarios del periodismo, y les llamo empresarios porque normalmente los dueños de los periódicos no son periodistas, buscan lucrar con sus muertos. Es a toda madre ir a un congreso en Cartagena o en Boston, a Reporteros Sin Fronteras, a la Fundación por el Periodismo y pararte el cuello con que tu periódico tiene un mártir.
Pero yo le pregunto a ese empresario, ¿cuándo le aumentaste el sueldo que no era mucho más del mínimo? ¿Le pusiste protección, le ofreciste facilidades para irse a otra parte? Lo mandaste al matadero como carne de cañón. Y sus notas periodísticamente fuertes sobre el narco, pues claro que te vendían ejemplares. Se beneficiaron de su trabajo, pero no le dieron ningún apoyo. Son la misma cosa, porque las empresas son cómplices de esto. La falta de solidaridad entre periodistas también es cómplice y creo que el gran perdedor es el reportero. Condenado a ganar mal, condenado a trabajar para intereses, generalmente entre dos fuegos, entre la espada y la pared, y con demasiadas mañas para poder sobrevivir.
Muchas gracias, Daniel, por tu visión bicéfala de los dos frentes. Aunque ya hayas matado a tu periodista…
No, a lo mejor revive, cabrón. No descarto que reviva. A veces me prendo mucho y en el fondo creo que ser reportero es una enfermedad incurable; a lo mejor es como esas enfermedades que se pueden controlar, pero que nunca las eliminan de tu organismo y en cualquier momento rebrotan.
Estás en remisión de periodismo.
Sí, pero ahora estoy muy prendido con la literatura, pero todo lo que está pasando alrededor me puede mucho. No soy indiferente. A veces quiero volver a la calle.
Daniel Salinas Basave (Monterrey, 1974). Periodista, narrador y ensayista. Autor, entre otras obras, de La liturgia del Tigre Blanco (2012); Dispárenme como a Blancornelas (2016), la novela Vientos de Santa Ana (2016) y Días de whisky malo, editado por la Universidad Autónoma de Nuevo León. Ha ganado numerosos premios, entre los que destacan el Certamen Internacional Sor Juana Inés de la Cruz, el premio Gilberto Owen de cuento y el José Revueltas de ensayo.