Ha muerto en São Paulo Antonio Candido. Tenía 98 años. Nació en las postrimerías del modernismo hispanoamericano y en el auge de las vanguardias; falleció durante el apogeo de los booktubers. En su dilatada vida dedicó millares de días y horas a fatigar documentos, consultar libros, explorar autores, establecer comparaciones y mirar a la literatura como algo más que un simple impulso creativo. Luchó afanosamente contra las corrientes más inmanentistas, aquellas que deseaban desentenderse del medio, del entorno que envuelve a la literatura, para refugiarse en la salubre rutina de los esquemas y los modelos generacionales de corte biologicista. Fue una larga batalla, que aún no ha terminado.
Hace algunos años, Candido vino a mi ciudad para recibir el Premio Internacional “Alfonso Reyes”, entonces publiqué una breve nota en la prensa local para difundir un poco su labor literaria (¿quién conoce a los críticos?); el artículo me abrió las puertas institucionales y pude conversar con él antes de la ceremonia. El ambiente (una ruidosa feria del libro) era inadecuado; tampoco ayudaban el protocolo y el oropel que acompañaban a la premiación (funcionarios, reporteros, traductores). Algo pudimos dialogar, sin embargo. Vestía un traje negro, corbata del mismo color, parecía asistir a un funeral y no a una premiación. Era pausado al hablar, meditaba cada palabra.
Por sus dimensiones, Brasil es un continente al interior de otro, pertenencia y extrañeza de dos mundos: el hispanoamericano y el brasilero. La dimensión geográfica sirve también para visualizar la relación entre la literatura brasileña y la latinoamericana. Porque, finalmente, el reconocimiento supone la existencia previa de una relación, de una comunicación con las distintas manifestaciones de fenómeno literario. Pienso en Alfonso Reyes y en Antonio Candido como elementos fundamentales de nuestra historia literaria. El primero por establecer vínculos, diálogos y críticas con la tradición occidental; el segundo por hacer de las letras latinoamericanas el principal objeto de estudio para la historiografía cultural de nuestras regiones. Y no es que el crítico brasileño se haya abocado a esa tarea, su intención inicial fue más modesta: estudiar y comprender en su contexto las producciones culturales de su país. De esa relación directa y personal surgieron varios conceptos y enfoques que han terminado por enriquecer sobremanera a la crítica latinoamericana en su conjunto.
Antonio Candido se formó como ensayista y lector atento en la mítica revista Clima en 1941. Sus primeras notas críticas habían aparecido en el diario Folha da Manhã, de São Paulo. Brasil vivía aún la experiencia estética de sus movimientos de vanguardia: el modernismo de la Revista de Antropofagia y de la Semana del Arte Moderno de São Paulo (1922). Clima representó un parteaguas para la cultura brasileña. Allí Mario de Andrade, protagonista fundamental de la vanguardia modernista de los años veinte, publicó sus últimos textos, reconociendo el valor de la publicación y legitimándola coma la auténtica expresión de la nueva juventud universitaria. Candido, estudiante de la Facultad de Filosofía de la Universidad de São Paulo, se convirtió en el primer crítico importante de la nueva generación. Un lector atento a los impulsos literarios y a sus vinculaciones con el resto de las producciones sociales. Su repertorio interpretativo era vasto: desde la poesía hasta el ensayo, desde la literatura hasta la historia política. En suma, todo el contexto cultural de la historia de su país. A diferencia de los modernistas, la generación de este joven crítico leía textos ingleses y se relacionaba con las nuevas tendencias académicas, como la sociología.
Antonio Candido ingresa al terreno de la crítica literaria cuando Latinoamérica vivía un breve periodo de isocronismo cultural con el resto de Occidente. Ante la destrucción masiva de la Segunda Guerra Mundial, los países de la América Latina se aprestaban a tomar el mando en la cultura: eran los depositarios más jóvenes de la tradición occidental. Es ese un gran momento de esperanza y no es casualidad que Candido se forjara en las aulas universitarias en el mismo momento en que Alfonso Reyes publicaba el primer acercamiento teórico para los estudios literarios: El deslinde en 1944. A lo largo de toda la región se expandía el optimismo y la seguridad en el desarrollo universitario de las nuevas y cada vez más pobladas clases medias.
Por desgracia, el término de la contienda bélica sólo dejó en claro la nueva división del planeta, y, en ella, nuestros países ocupaban ahora un espacio marginal: el Tercer Mundo. Candido dio cuenta de esta transformación en su fundamental ensayo “Literatura y subdesarrollo”, publicado en 1969, ahí sostenía: “hasta más o menos la década del 30 predominaba entre nosotros la noción de ‘país nuevo’, que todavía no había podido realizarse, pero que se atribuía a sí mismo grandes posibilidades de progreso futuro. Sin haber habido cambio esencial en la distancia que nos aleja de los países ricos, lo que predomina ahora es la noción de ‘país subdesarrollado’. Según la primera perspectiva se ponía de relieve la pujanza virtual y, por la tanto, la grandeza aún no realizada. Desde el punto de vista de la segunda, se subraya la pobreza actual, la atrofia; lo que falta y no lo que abunda.”
El entusiasmo de los esfuerzos teóricos de Reyes o de los trabajos historiográficos de Pedro Henríquez Ureña fue trocado por la paupérrima realidad material de nuestros pueblos; de países nuevos y con futuro pasamos, en la Guerra Fría, a naciones dependientes y atrasadas. El desencanto, no obstante, precisaba de la reflexión. Después de la división mundial, durante la década del cincuenta, un frío y distante inmanentismo se instaló en los estudios literarios de las universidades latinoamericanas: era la imposición de una metodología sospechosamente aséptica, que eliminaba la relación de las obras con otras instancias sociales y presumía objetividad al concentrarse solamente en el texto. Por todo el continente aparecieron historias intrínsecas de nuestras letras: listados y catálogos de obras y autores, sin el menor atisbo de reflexión.
Todo eso cambió cuando, en 1959, Candido publicó su obra cumbre: Formação da literatura brasileira (Formación de la literatura brasileña). Allí entendió a la literatura como un sistema compuesto por conjuntos de obras y por momentos decisivos. Al tradicionalista y reducido estudio monográfico de autores y creaciones, Candido le opuso el análisis comparativo y la descripción de las relaciones entre creadores, textos y lectores, tanto al interior como al exterior del campo literario. Los conjuntos agrupaban textos que compartían expresiones y estrategias narrativas más o menos cercanas; los momentos decisivos servían para periodizar a la literatura con base en una interpretación directa de su contexto de enunciación. Una pregunta fundamental subyace en toda su obra crítica: ¿qué significa la literatura en nuestros países, cuál ha sido su función social?
La Formación de la literatura brasileña abrió el camino para la más profunda renovación de la crítica literaria y cultural latinoamericana. La década del sesenta no sólo representó el momento más alto para la narrativa de nuestros países, sino un periodo de profunda reflexión. La Revolución Cubana, el ascenso universitario de la clase media, el centenario de Rubén Darío, el 68 mexicano. Estudiar a la literatura en ese momento significaba cuestionar la existencia de una cultura latinoamericana y la relación de ésta con el mundo. El primer crítico hispanoamericano que se acercó a la obra del brasileño y supo aprovecharla fue Ángel Rama. Su concepción del “sistema literario” debe mucho al trabajo de Candido.
Luego arribaron los años más oscuros para nuestra historia: golpes de estado, crisis políticas, mayor empobrecimiento, y, hoy, la incertidumbre de la globalización y el recrudecimiento de la violencia. De nuevo Candido aporta un lectura innovadora. Su ensayo “El derecho a la literatura”, aparecido en 1989, reclamó un lugar primordial para la cultura en la vida contemporánea, gobernada por el más nefasto pragmatismo económico. La literatura es un bien común porque todos precisamos de la ficción, de la fabulación para vivir, para comunicarnos.
“La literatura debería estar por encima de las instituciones, los políticos, las empresas y los protocolos”, me dijo en esos apurados minutos de nuestra charla, mientras levantaba la mirada y contemplaba los preparativos para la celebración: las sillas separadas para las autoridades, los técnicos que revisaban el equipo de sonido.
Salvo pocas e importantes notas y ensayos, su muerte ha pasado casi de incógnito en nuestro virtual y desaforado campo literario. A guisa de homenaje, he empezado a releer algunos de sus trabajos más emblemáticos, y me gustaría decir que he sentido algo parecido a la esperanza, la esperanza de que la literatura continúe siendo la más hermosa (y a la vez contradictoria) expresión de los ciudadanos, en un mundo que se empieza a sobre poblar de consumidores.