Uno puede encontrar esa obra maestra en cada país, que habla de y por su patria. De ahí que no resulte tan desmedido cuando, para definir la valía de cierto libro en algún país, desde acá algunos digan “es su Pedro Páramo”.
Y como es natural, la ambición de muchos cineastas va dirigida a esas obras maestras y así concretar un logro triunfal, estético y apoteósico. Son obras portentosas pues, por mucho que no superen las trescientas páginas, no por ello dejan de ser obras maestras y, sobre todo, fundacionales. Algunos lo han logrado, ejemplos sobran: desde las geniales Berlin Alexanderplatz y El tambor de hojalata (Fassbinder y Schlöndorff, respectivamente) en la cultura alemana, hasta las adaptaciones que Pancho Lombardi hiciera de las novelas de Vargas Llosa, por poner algunos ejemplos tan distantes. La suerte de Pedro Páramo ha sido otra.
Muchos han intentado traducir la estética rulfiana a la pantalla, sin lograrlo. Al menos no la de Pedro Páramo, novela por demás compleja y personal, a un grado precisamente intraducible, pues el alma que la sostiene y produjo sólo pudo tejerse en el peso de la palabra, su sonoridad y carga semántica, que Rulfo matizó creando una atmósfera propia. En todo caso tenemos avistamientos; la cámara que se acerca un poco para obtener algunos murmullos, y dejar la puerta abierta para que, quizá, alguien haga un nuevo acercamiento, sin llegar necesariamente al vórtice de la “situación”.
Eso es: la situación rulfiana es intraducible, porque tiene una voz propia (la de su autor, que construyó instintiva, pero laboriosamente) y otra voz, otro lenguaje, otra clave resultarían definitivamente impostadas, como hemos visto. ¿Cómo hablarán los personajes de Rulfo? Sólo tenemos traducciones, que, inevitablemente, traicionan al original, sin por eso desmerecer en su aproximación.
Ejemplo de esas aproximaciones son algunos trabajos dispersos. A nadie se le escapa que Rulfo ha sido motivo de películas, pinturas, fotografías, música, teatro y cuántas más cosas. El CUEC es responsable de una buena brizna de acercamientos inteligentes. Entre ellos, el caso más interesante es Los Confines (1987) del maestro Mitl Valdez, quien buscó la mejor manera de exponer el mundo rulfiano, tomando fragmentos de Pedro Páramo y de algunos cuentos, como “Diles que no me maten”. Gracias a una excelente dirección actoral y una finísima fotografía, Mitl nos acercó a Rulfo a través del color, cosa que parecería contraria al mundo rulfiano, que se adivina más en el blanco y negro. Logro similar es el del desconocido director José Bolaños, que en El hombre de la media luna (1976), demostró su mano inteligente como director, llevando con sobriedad, sin pretensiones folclóricas o mitificantes, la atmósfera de Pedro Páramo.
He ahí el meollo: la de Rulfo es una atmósfera verbal, que el cine o cualquier otra disciplina no pueden apropiarse como simple moneda de cambio que pasa de una mano a otra. ¿Cómo resolver en imágenes, en discursos orales, la sensación que produce en el lector esa construcción verbal? Guardando las distancias, Rulfo no es Dickens, no es Zola o Rómulo Gallegos, para cuyas obras, basta con encontrar actores competentes, saber contar una historia y resolverlo bien en sus exteriores. Pedro Páramo es más que un argumento.
Lo anterior está claro en los lamentables intentos de Gavaldón y Alfredo B. Crevenna. Este último fue el primero en filmar a Rulfo, con el cuento “Talpa”, en 1956. Quizá si no supiésemos que era un cuento de Rulfo, la cinta por sí misma soportaría la visión crítica. Pero resulta que es una obra despojada de todo viso rulfiano, no hay una pizca de su tono ahí. Y en cambio, la obra parece más bien un trabajo cualquiera de ese director o del Indio o de Fernando de Fuentes en su peor momento: un drama campirano sin más. El caso de Gavaldón es aún más triste, pues tenía todo para hacer un gran trabajo. Contando con la fotografía de Gabriel Figueroa, filmaría a actores como Ignacio López Tarso, Lucha Villa y Narciso Busquets, en una historia escrita por Rulfo, El gallo de oro (1964) pero adaptada por Carlos Fuentes y García Márquez. El resultado es atroz, y no sólo porque el objetivo no se consiguió, sino porque el argumento fue tasajeado criminalmente, aparte de que se le agregó un personaje que no existía en el original. Años después, Ripstein lograría algo más decente, sin llegar a ser una genialidad.
Como dije anteriormente, los mejores resultados al acercar la lente del cine a Rulfo, han sido aquellos que llegan de sesgo, fragmentando aquí y allá o tomando pedazos dispersos, para poder recrear su propia voz a partir del mundo de Juan. Lo entendió Jaime Ruiz Ibañez, con la estupenda Agonía (1991), cinta que contiene toda la tensión de la violencia rulfiana en menos de lo que dura un largometraje, así como Roberto Rochin en su estupenda trilogía Purgatorio (2009), de la cual se extrae Un pedazo de noche, que nos muestra al Rulfo urbano, y que podría haber sido genial, pero tuvo que morir a tiempo para dar lugar al otro, al de pueblos fantasmas cuyos personajes evocan poéticamente la crueldad, la derrota, la pérdida, con una frialdad espectral.
Pero la pieza magistral, dentro de la filmografía rulfiana, es El Despojo (1960), la destreza y genialidad de esa mancuerna (porque, aunque aparezca Antonio Reynoso como director y Rafael Corkidi como fotógrafo, sabemos que era una mancuerna). No sólo era el contacto con Rulfo, que Gavaldón también lo tenía, sino la sensibilidad de esta dupla, momento afortunado de nuestra cinematografía, como bien lo demuestra una cinta en la que años más tarde trabajarán: Tajimara. No podemos olvidar la maravilla de histrión que fue Jorge Martínez de Hoyos, cuya voz en off basta para hacer sentir su presencia, eminentemente rulfiana.
He dejado para el final la primera Pedro Páramo, dirigida por Carlos Velo y adaptada por Carlos Fuentes, y que cuenta con un reparto nutrido que lleva por cabeza a John Gavin, quien seguro es más recordado por Psicosis. El primer desacierto es sin duda la elección de ese norteamericano que luego sería embajador en nuestro país. Es un Pedro Páramo gris, cauterizado, que cabalga sobre un argumento correcto, pero terriblemente lineal (a pesar de una lectura técnica previa de García Márquez). Desfilan actores y el espectador está a punto de verlos bostezar. La cinta no es mala, sólo olvidable; lo único inolvidable son las viñetas de los créditos, hechas por Vicente Rojo. Carlos Fuentes trabajaría al menos dos veces más con historias de Rulfo, como se sabe, El gallo de oro, pero también en una adaptación de “¿No oyes ladrar los perros?”, bajo el título de Ignacio (1974), para el director francés François Reinchenbach. Éste, como otros intentos, quedaría en buenas intenciones sin resultar satisfactorias.
Hasta aquí con Rulfo en el cine; se hablará de otros textos, como La fórmula secreta (1965), o Paloma herida (1962), que aunque tengan el toque de Rulfo en algún momento, no son cintas rulfianas ni lo pretendían. Quizá dejó un aliento del que se cuelgan e impulsan Reygadas o Everardo González. Si así fuese, no serían sino la confirmación de que, más que querer apoderarse de la poética rulfiana, no nos queda más que abrevar, imaginando lo irrealizable.