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Tengo más recuerdos que un hombre de mil años
Baudelaire
Para mí, Baudelaire es el poeta que mejor supo cantar a la belleza:
Satánica o divina, qué importa; ángel, sirena,
qué importa. Si tú vuelves, hada de ojos de raso,
resplandor, ritmo, aroma, oh mi señora única
menos odioso el mundo, más ligero el instante.
Debo de haber repetido esos versos un montón de veces. Porque a mí no sólo me sedujo el bien, hijo, también me sedujo el mal. La belleza del mal.
Pocos poetas saben (saben de verdad) que a la belleza no sólo se asciende, que la belleza no siempre baja del Olimpo. La belleza también emerge de los abismos, se echa sobre nosotros al doblar la esquina. Sólo que es otra belleza: una belleza, digamos, maldita, una belleza que nos condena.
El malditismo no es, como muchos piensan, un asunto de mera conducta, aunque algo hay de eso, no nos pongamos puritanos. El malditismo es, sobre todo, la incorporación de nuevos materiales (conductas, imágenes, temperamento) al reino de la poesía.
Me dices que las coordenadas del bien y del mal dejaron de operar hace tiempo, que me la complico mucho. Puede que así sea. Pero me gustaría decirte, primero, que es una lástima: sin el bien no existe el mal; sin el mal no existe, creo, la posibilidad de transgredir las reglas.
Sal a la calle, ¿qué ves? ¿No te marea tanta complacencia? Los mansos, atrincherados en su bondad, nos han convencido de que el mal ya no existe. ¡Existe! ¡Debe existir! No dejes que te quiten eso o terminarán por convencerte de que el uniforme es la esencia del equipo. Si hoy no nos reconocemos en el mal es porque dejamos que otros lo ejercieran; y esos de belleza no saben nada… Pero aceptemos que la oposición entre el bien y el mal ya no opera. Bueno, entonces tengo una segunda cosa qué decirte: alguna vez operó. Operó, al menos, en la época de Baudelaire:
La forma de una ciudad cambia más rápido, ah, que el corazón de un mortal.
Por aquellos años el barón Haussmann, en nombre del progreso, borraba los últimos vestigios del París medieval: lo feo, lo torcido, lo anómalo era proscrito del Segundo Imperio. Donde antaño se situaba una casa de fieras, Baudelaire encuentra andamios; las grandes avenidas de Napoleón III inhibían la formación de barricadas populares. El poeta se lamenta:
Agua, ¿cuándo lloverás? ¿Cuándo tronarás, rayo?
Las cosas no inician y acaban en el presente, tienen una historia, son el producto de acciones concretas, de luchas e intereses tan antiguos como el mundo, forman parte de una geografía sentimental, de un tiempo que contiene otros tiempos. Saber esto te otorga una mirada crítica, te permite descubrir la otra ciudad, la ciudad que los limpios, los honestos, los modernos te ocultaron. Saber la historia de las cosas, de las ideas, te concede, además, el poder de transgredirlas.
La opción del mal importa, la transgresión importa, el buen flâneur, el callejero de las ciudades, sabe que los encuentros más interesantes se dan en las calles torcidas. ¡Sal del bulevar, piérdete en los barrios, rompe con la hoja de ruta!
Pero esto no es más que la cháchara de un padre tardío que sabe que el hijo se le va al otro lado del mundo, nada menos que a China. Tengo un año para decírtelo todo. Lo que hagas con eso después es asunto tuyo. Yo cumplo con pasarte algunos nombres. Perdona que no te pueda ofrecer sino la lista de mis aliados: dipsómanos, ladrones, obsesos, matones, exiliados, aristócratas, guerrilleros, iluminados. He gastado la mitad de mi vida procurando su compañía. Son, diría Baudelaire, mis hermanos.
Lee a Baudelaire, no ahora ni mañana, una tarde, cuando te sientas torpe o fuera de lugar. Esa es la hora del albatros:
A menudo, por divertirse, los hombres de la tripulación
cogen albatros, grandes pájaros de los mares,
que siguen, como indolentes compañeros de viaje,
al navío que se desliza por los abismos amargos.
Apenas los colocan en las planchas de cubierta,
estos reyes del cielo, torpes y vergonzosos,
dejan lastimosamente sus grandes alas blancas
colgando como remos en sus costados.
¡Qué torpe y débil es este alado viajero!
Hace poco tan bello, ¡qué cómico y qué feo!
Uno le provoca quemándole con una pipa el pico,
otro imita, cojeando, al abatido que volaba.
El Poeta es semejante al príncipe de las nubes
que frecuenta la tempestad y se ríe del arquero;
desterrado en el mundo en medio de abucheos,
sus alas de gigante le impiden caminar.
Desterrado en el mundo, así me sentía a los 19 años, sumido en la calma chicha de un puerto petrolero: el rey de un país lluvioso, rico, impotente, joven, antiquísimo. Entonces, una madrugada, bufando de tedio, di con Las flores del mal en la biblioteca de tu abuelo:
Cual libertino pobre que besa y mordisquea
los pechos maltratados de una vieja ramera,
robamos al pasar un placer clandestino
cuyo zumo exprimimos cual naranja reseca.
(…)
Si el estupro, el veneno, el puñal, el incendio
no han bordado hasta ahora con alegres dibujos
el banal cañamazo que llamamos destino,
es porque a nuestras almas les falta atrevimiento.
Como los marchantes de antaño, los buenos poetas siempre te dan algo de más, te convidan del bocado inesperado. Baudelaire me obsequió el gusto por la belleza, me enseñó que su naturaleza es múltiple. Porque la belleza no sólo eleva, también, entérate, te hará morder el polvo:
¡Oh Belleza, inmenso monstruo, pavoroso e ingenuo!
Desde entonces, cuando rezo, pido por nuevas formas de arder en el mundo, por placeres más intensos. Pido, cómo no, por otro round con la belleza.
*Imagen de portada: The National Archives UK