Sobre un viejo libro de contabilidad mayor donde mi padre asentó informes hacendarios, fui disponiendo mi ciudad imaginada. No tenía más de 10 años y ya situaba mi reino en las Islas de Revillagigedo, archipiélago de nuestra geografía que Fernando de Grijalva, denostador de indios, y asesinado más tarde por amotinados del San Lázaro, descubrió para sí mismo en 1533.
Con verosímil introspección y con la ayuda de múltiples mapas –que ya en ese tiempo eran hartos en mi pequeño librero– cuadré medidas, acantoné trabajadores, tracé un aeropuerto, acometí sobre muelles y grúas, dibujé edificios públicos, imprimí papel moneda, boceté el zócalo de aquella comunidad que pensé de exiliados, de idos soñadores que sufrían desprecio por un gobierno mexicano que liquidaba con saña utopistas de número y en septiembre.
Todo había comenzado con un gran póster que mi hermano pegó junto a su cama: era el Ché, y el Ché, decía mi hermano, había muerto en Bolivia por un ejército tirano; y el Ché, decía mi padre, era un soñador y guerrillero, pero un hombre decente; y el Ché, opinaba mi madre, hay que quitarlo de esa pared porque yo prefiero a mis hijos vivos y no soñadores y muertos por los milicos.
Aquél príncipe con boina comenzó a merodear mis pensamientos, y de alguna manera me sentí el hermano menor del guerrillero con la barba tupida. Una tarde, mientras disponía mis primeros acorazados en torno al muelle de Revillagigedo, mi padre asomó la cabeza y puso sobre el escritorio Utopía, de Santo Tomás Moro. Es un país imaginado, me dijo, la historia de un país perfecto. Pero yo sólo vi páginas y páginas de letras y nada de imágenes, sin embargo, encontré un dibujito con una isla rodeada de barcos, una isla cuadrangular como mi Revillagigedo donde asomaban las gentes en harta paz y orden. La susodicha ilustración, más tarde lo supe, era de Ambrosius Holbein, agremiado a los pintores de Basilea, y debe decirse, un artista extraordinario que ilustró ediciones en buena parte de Europa.
El dibujito constató una suerte de parecido. Álvaro Pombo, que seguro también cifró expectativas en islas imaginadas, nos habla de esa suerte de repetición de fundar nuevos territorios en nuestras mentes; condición humana de soñar con un mundo diferente que nos remonta hasta el cristianismo primitivo. Los primeros cristianos, suerte de cómuna hipi, locos de toda locura imaginada, soñaron allende el Monte Sinaí, la patria prometida donde el colectivismo daría cuenta de la paz social y el amor universal. Pero la documentación de este mundo imposible, utópico, está en el Corán, y en otros documentos religiosos. Desde las 72 vírgenes que esperan a cada musulmán, hasta la historia negra de España en la Conquista, soldados de hierro pletóricos de ese milenarismo mesiánico propio de los españoles que arrasaban con todo para fundar nuevas españas y granadas, y leones, y todo lo que usted quiera.
El ser humano, apretado en esa condición miserable de expoliación y depredación que Malraux supo bien describir, ha fraguado y fugado, como en las piezas de Juan Sebastián Bach, sus mundos posibles, entre tanto estercolero y tanta mierda de realidad.
La realidad, hay que decirlo, nos proscribe, piensan algunos, de pragmatismos dinámicos que vayan tentaleando nuestra cotidianidad. Karl Popper, con la Sociedad Abierta y sus enemigos, conjuró ese libelo que nos quitaba la posibilidad de soñar porque sencillamente los seres humanos no tenemos derecho a la utopía.
Esa palabrita, tan comedida en nuestro hablar llano, es sinónimo de un sueño guajiro, una esperpéntica realidad como la de quien se atreve, provisto de una bacinica como casco y una aldarga como escudo, a desfacer entuertos o como decimos, corregir injusticias. Desde este lado de nuestra tradición idiomática, nuestros mundos imaginados no fueron tan armónicos ni pacíficos como el de Tomás Moro que criticaba la realidad inglesa en 1519. Nuestros mundos, dueños de otra geografía utópica, continúan mirando, como dice R. H, Moreno Durán, entre la barbarie y la imaginación. Así, Pedro Páramo, La guerra del fin del mundo y Cien años de soledad, siguen entre nosotros.
Utopía, de Tomás Moro, no obstante sus contradicciones y sus taras propias de la realidad de la época en que fue escrita, sigue siendo un libro vigente en un país enormemente inequitativo e injusto. 60 millones de pobres, es una suma que nos recuerda que ir tras el sueño posible de una realidad política más justa y democrática, es una necesidad apremiante. Para los jóvenes que sueñan ciudades imaginadas, Utopía continuará como basamento ético, porque una vida sin utopías, irremediablemente nos condena a la muerte de la imaginación.
* Imagen de portada: Internet Archive Book Images.