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“Aquí toda la gente anda en Monterrey”. La cultura rural en Nuevo León

noviembre 20, 2017Deja un comentarioMemoriaBy Juan Sordo

Foto: Pinterest

1. “¿Por qué todo se concentra en Monterrey?”

En los ochenta, Veronika, una joven socióloga alemana especializada en América Latina, llegó a Nuevo León para hacer su tesis de doctorado. En realidad deseaba regresar a Nicaragua donde ya había realizado trabajo de investigación pero le fue imposible luego de que el gobierno nicaragüense y el de su país rompieron relaciones. México fue su segunda opción. Al noreste la atrajo la oportunidad de estudio que brindaba el rápido proceso de industrialización de poblaciones agrícolas. Documentos de planeación económica del gobierno federal le indicaban que Linares se convertía en un importante foco industrial y hacia allá se dirigió. Al llegar descubriría que, contrariamente a la versión gubernamental, el municipio no era el objeto de estudio imaginado. “Nomás había dos fábricas… una de hielo…”, recuerda mientras toma café en su despacho en la UANL. Sus preguntas comenzaron a cambiar: “¿Por qué no se dio una desconcentración industrial aquí en el noreste? ¿Por qué todo se concentra en Monterrey?”.

 

Ciertamente en todo México, tras el abandono de las zonas rurales por parte del Estado, sobre todo desde el TLCAN, “el campo es cada vez un espacio más difícil donde sustentarse, donde vivir”. Durante nuestra conversación Veronika se entusiasma al recordar su propia infancia rural en una comunidad de apenas mil quinientos habitantes (“Yo soy de rancho”, dice con una sonrisa) y contrasta con pesar el relativo equilibrio campo-ciudad europeo con la “violenta expulsión” de los “campesinos semiproletarizados” del campo mexicano a las ciudades. Lo ocurrido en Nuevo León, sin embargo, tiene tintes particulares. Ningún otro estado muestra una explosión industrial tan intensa a una sola ciudad sin que otras le hagan alguna sombra.

 

Esa macrocefalia del desarrollo económico regional, unos años después de la llegada de Veronika, atrajo a otros investigadores europeos; unos geógrafos culturales de los que me habla Cristóbal, mi otro entrevistado. Lo atractivo del caso, recuerda que subrayaban con insistencia, es que “la segregación del capital y el espacio regiomontano es de los más brutales que hay en el mundo”. Las consecuencias de esa concentración “aberrante”, saltan a la vista en la metrópoli. Acaparar al 90% de la población del estado, y proporciones similares de la industria, el empleo y los servicios, aunado a deficiencias en la planeación y la urbanización ha dado como resultado un territorio fragmentado, con graves tensiones socioespaciales y abrumadoras disparidades económicas. ¿Qué pasaba con el campo que se iba despoblando? ¿Qué ocurría con la cultura rural cuando Nuevo León parecía reducirse a un Monterrey cada vez más hinchado?

 

Pronto Veronika se interesó por preguntas como esas. Si sus primeras fases de investigación en la región rural se centraron en la injusta y desigual lucha por el agua entre ejidatarios y grandes productores, darían luego paso al estudio de lo que ha llamado “la devastación de la cultura tradicional campesina”. La “suerte de los campesinos me conmovió muchísimo”, me cuenta, “esta lucha por la sobrevivencia, esas familias… y ahí empezó mi interés por las culturas médicas que todavía se conservaban en la zona sur”; uno de sus principales temas de investigación sobre la cultura rural del estado.

 

2. “Lo tradicional de allá se queda como jodido”.

De forma general, las culturas rurales o campesinas se vinculan a un trabajo de organización simple, de limitada tecnologización y ligado directamente a la tierra; a formas de pensamiento místico y mágico; así como a tradiciones predominantemente orales. A través del desplazamiento e invalidación de las prácticas de las parteras tradiciones, Veronika estudió como esas culturas campesinas fueron corroyéndose por la intervención de los agentes estatales. Se preguntaba entonces, me dice,

 

cómo los discursos del sector médico, que serían los discursos de la modernidad, han sido utilizados para colonizar prácticamente la subjetividad de estas mujeres (parteras) y han logrado que ellas han claudicado en cuanto a sus oficios frente al Estado […] Cómo el discurso de la superioridad médica se inserta a través de los cursos de capacitación en las mujeres que participaban (en ellos).

 

Este proceso de colonización de la subjetividad individual, observó, también generaba “nuevas fricciones… y empezaban a dividir (a la comunidad), entre nosotras las capacitadas y aquellas las no capacitadas”. Las consecuencias, considera, indujeron incluso “una desintegración, un debilitamiento político (…) las no capacitadas fueron amenazadas, algunas encarceladas” acusadas de negligencia por perseverar en sus prácticas tradicionales.

 

Pero no serían solamente las fuerzas del Estado las que “devastaron” las prácticas culturales campesinas. También la migración hizo su parte. Paradójicamente son los migrantes más apegados al terruño, a sus formas culturales, dirá Veronika, los que trastocan esas mismas formas culturales que quieren conservar. Por ejemplo, en torno a las danzas tradicionales de una comunidad de Dr. Arroyo, comenta cómo los migrantes al regresar con más dinero, con mejores vestidos, abren “una especie de brecha entre los danzantes de la comunidad, más pobres, más improvisados y los que van de la ciudad”. Introducen en las celebraciones un sentido de competición que le era ajeno “y entonces lo tradicional de allá se queda como jodido”. “Es una invalidación” dice dejando ver algo de desesperación. Una cosa es el sentido religioso, mágico, social de una tradición y “otra cosa es la nostalgia como (su) motivación”.

 

3. La realidad… mejor ni juzgarla.

Cristóbal tiene también un origen familiar que le llevó, hace más de 20 años a comenzar el estudio de las culturas tradicionales regionales. Su madre es del ejido Cerro Prieto. Su trabajo de investigación y su vida social parecen fundirse en la conversación. Platica conmigo sentado en la sala de su departamento en los condominios Constitución mientras, alrededor, su familia continúa su vida cotidiana. Habla siempre en plural de su trabajo y de su visión. Aunque generalmente colabora con Nydia, su esposa, es claro que ese no es el único motivo; esa maña discursiva es un posicionamiento ético.

 

En el inicio de su estudio de la cultura tradicional, me confiesa como si se tratara de una ingenuidad adolescente, concebía su trabajo como una labor de rescate; “era una cuestión medio romántica”. Había pocos investigadores interesados en el tema y las comunidades se estaban despoblando aceleradamente. “Ya para ese momento, en el noventaitantos, había un proceso casi completo de concentración total” en la zona metropolitana. Muy pronto abandonaría esa visión y cambiaría el enfoque de su trabajo. “Me di cuenta de que en realidad no estaba rescatando nada porque, como el proceso de paso del campo a la ciudad era reciente, lo que andaba investigando, muchas cosas estaban acá en la ciudad […] muchos elementos del equipaje cultural (campesino) se vienen para acá”. En su trabajo publicado Creer, beber, curar[2], lo expresa así: “actividades y elementos de esta (cultura campesina) pueden hallarse en la periferia de las ciudades: en lo más profundo de sus entrañas”. Esta postura lo distancia de la visión de Veronika. Ella indica tajante:

 

Siempre he considerado que eso es equivocado, que los migrantes llevan su cultura al lugar a donde van y que esa cultura ahí se va a conservar (…) y que por lo tanto no habría que preocuparse por la desaparición de las culturas tradicionales. Yo creo que eso es falso.

 

En el fondo es una discrepancia de posicionamiento ante un fenómeno que observan de manera similar. Los dos reconocen que la devastación de los recursos naturales y de las posibilidades de subsistencia acaban con los modos de vida tradicionales comunitarios, y que lo que se reconfigura en las ciudades a las que migran quienes antes formaban esas comunidades se ve profundamente transformado. “Muchos de los elementos de allá siguen acá” dice Cristóbal, pero “están vivos de forma muy aislada (…) lo que no hay son los núcleos comunitarios densos o la interacción a gran escala que llegó a existir” sostenida por esos elementos culturales y que “se dislocó completamente”. La discrepancia, como decía, es de enfoque. Veronika tiene una visión más catastrófica sobre la desaparición de la diversidad de mundos de vida bajo la depredación neoliberal. Nuevamente pensando en su Europa me dice como si me hablara de una realidad difícil de creer para mí: “es posible la vida en el campo”. En Cristóbal está la misma idea, pero es casi una utopía: “siempre está esa idea de volver, de volver a intentar el camino de las pequeñas comunidades porque pensamos que es una cuestión vital”. La realidad se impone, sin embargo. Y la realidad… mejor ni juzgarla.

 

El poder económico y político de Monterrey, uno de sus pilares es la concentración […] le es mucho más funcional al capitalismo regiomontano la concentración. La posibilidad de núcleos poblacionales dispersos, todo lo que plantea el urbanismo reciente (…) eso no va aplicar porque no es la intención, aquí lo que se necesita es ganancia intensiva y la cuestión cultural ni siquiera aparece.

 

4. “Un simbolismo es independiente del hecho de que se le comprenda o no”.

Justo en el cambio de milenio, uno de los corridos más populares en la radio La regiomontana, fue “La cuerva de La Petaca”[3] (por referencia a la comunidad de brujas y curanderos del municipio de Linares), recuerda Cristóbal.

 

Es la historia de una mujer que se enamora pero es despechada. Pero la morra es bruja, entonces cuando el vato se va a casar con otra morra, esta morra la mata días antes de la boda, pero en forma de cuervo. Es una historia de brujería pero con claras raigambres totémicas, campesinas… Era top ten en el 2000 (…) Esa historia nosotros la conocemos desde siempre con variantes. Es una historia vieja que se cuenta hace mucho.

 

Este corrido es solamente un botón de muestra (paradigmático, eso sí) de los casos de elementos de las culturas tradicionales que persisten en la metrópoli regiomontana que Cristóbal gusta recopilar; libre de las preocupaciones por el mantenimiento y el rescate de una cultura pura o auténtica, se deleita en identificarlos y señalarlos, preferentemente en colaboración con otras personas con intereses similares. Con insistencia subraya dos pilares de esa persistencia y refuncionalización: la lírica popular (“esta cuestión de contar historias … del corrido … tiene poco que se reactivó en dos estaciones en FM que de 10 a 12 el rol de la estación es contar historias, habla la gente y cuenta historias de misterio”) y elementos simbólicos aún más “primitivos” que de los grupos nómadas pasaron a los pueblos campesinos (aquellos “arquetipos, matrices, patrones de uso que a pesar de la sedentarización y a pesar de la industrialización quedaron ahí”).

 

No puedes explicar a Monterrey, la fortaleza de su cultura popular, su reelaboración del vallenato (colombiano), la música norteña y toda la industria audiovisual alrededor de eso, el contenido viene de la cultura campesina. Es una mezcla entre la infraestructura urbana pero tiene raíces ahí.

Toda la cuestión de creencias en torno a brujas… tú estás en Monterrey, en el centro, en una colonia así, (alguien) ve una lechuza, la lechuza la concibe como (bruja). Son elementos mágicos que vienen de la cultura campesina, no son urbanos. Entonces a pesar de la depredación y el abandono lo que cambió fue la dinámica comunitaria (…) y con la cuestión de la guerra del narco se aceleró, pero como cultura está muy imbricada con la zona metropolitana.

 

La migración y sus nostalgias, entonces, no solamente invalidan las prácticas culturales de las comunidades tradicionales. Una población flotante “que habita y trabaja en Linares, Galeana, Monterrey; Saltillo, Reynosa, Estados Unidos” (Creer, beber, curar), pero que circula constantemente por esas comunidades y que consume sus productos culturales (gastronomía, música…) sigue dando vida (una vida espectral, quizás) a los usos y prácticas regionales. “Los migrantes por lo general son discriminados, entonces van a hacer todo lo posible para borrar las marcas”, dice Veronika. Pero también reconoce: “¿Quién no es migrante aquí (en Monterrey)?”. Justamente la ausencia de un verdadero núcleo cultural “regiomontano” por la enorme proporción de fuereños entre su población, abre otras posibilidades culturales: esa persistencia cultural tradicional en la que Cristóbal se recrea. Una cita sobre lo simbólico, que bien parece hacer extensiva a todo el contenido cultural, resume la actitud primaria en sus pesquisas: “un simbolismo es independiente del hecho de que se le comprenda o ya no se le comprenda, conserva su consistencia a despecho de toda degradación y la conserva incluso una vez olvidado”[4].

 

5. “¡No mames! La gente del campo (…) era la misma gente indígena”.

Una causa que Cristóbal abandera con elegancia y humor pedestres a la vez es la del reconocimiento de la cultura de los pueblos nativos de la región en la cultura campesina y luego en la cultura popular urbana. Tras revisar durante los últimos años buena parte de los trabajos sobre la migración indígena reciente a la región, sé perfectamente a lo que se refiere cuando, en tono de broma, me dice que ya no le preocupa discutir con los académicos sobre las influencias indígenas que estos (en su mayoría) no reconocen, sino “estudiar cómo los antropólogos y los historiadores (…) insisten en que no hubo mestizaje, que hubo exterminio, que no hubo interacción”. Durante nuestra conversación menciona documentos de archivo revisados que confirmarían la asimilación y la evangelización de algunos de los pueblos; cómo otros se hicieron pasar por tlaxcaltecas para acceder a los privilegios que éstos tenían (como montar a caballo); hace también referencia al libro del padre Churruca[5].

 

El mestizaje se lo brincan o lo niegan o lo minimizan al grado extremo… (Su concepción) sobre el indígena local es resumido así: no había indios o había muy poquitos… y si había eran pequeñas bandas dispersas. Y la otra es: sí había, más o menos muchos, más o menos pocos; pero se exterminaron todos.

 

Contra esa visión oficial, en realidad, comenta,

 

lo indígena desapareció porque muchos grupos fueron exterminados, pero hubo otros que se asimilaron o se mezclaron. Lo que se perdió fue la identidad indígena… pasaron de ser tribeños, a mestizos, campesinos (…) ya no digamos lo negro, que apenas empieza (a ser objeto de atención).

 

Sin la preocupación por las jerarquías y las formas académicas, además de esas referencias a documentos históricos, enumera desordenadamente una y otra anécdota que considera confirma su opinión. Los pueblos nativos de Sonora y Chihuahua, su relación con el resto de la sociedad actual, considera, es un espejo de lo que pasaba en el noreste hace un par de siglos: “veo un yaqui y puede ser un campesino de Linares” me dice. Tampoco disimula su entusiasmo cuando me comparte el encuentro con una anciana que resultó una suerte de revelación.

 

En una ida a la casa de mi abuela al ejido Cerro Prieto nos pusimos a platicar con una señora y de repente en la plática empezó a platicar de lo que comía y decía “yo estoy muy sana porque yo me crié con puras cosas del monte”. ¡Ah, chingá!, ¿qué cosas del monte? “Nosotros comemos venado, conejo, tlacuache…” y entonces empezó a describirme su dieta y era lo que yo estaba viendo en los documentos coloniales sobre el indígena, que maguey, animales rastreros. Entonces yo dije “¡no mames!”. La gente del campo, en parte, era la misma gente indígena, perdió la identidad tribal (…) perdió el nombre indígena pero hay una raíz ahí, entonces dije “me dan hueva los documentos” y empecé a estudiar la tradición oral… hay elementos de la cultura campesina sobre todo de aprovechamiento del medio que son indígenas.

 

Pero como antes indicaba, estas pesquisas apuntan incluso a un pasado más lejano. El venado, un tema sobre el que actualmente trabaja(n) es uno de esos arquetipos que ha atravesado los siglos y sigue presente en el inconsciente colectivo regional. Una de las vías por las que se confirma y reaparece, me cuenta, es la experiencia de un artista callejero de un grupo con el que ha colaborado: los de la Efe[6].

 

Esos vatos son muralistas urbanos crecidos aquí pero muy afincados simbólicamente con el interior de sus espacios rurales. (Uno de ellos), Sanez, dice: “yo pintaba varias cosas en la calle y rápidamente me di cuenta que los venados, había una reacción con la figura del venado…” (…) La reacción de la gente, la lectura de la gente les genera una lectura de su origen familiar (de la sierra), porque ellos son chavos urbanos…

 

Un caso de reacciones similares emocionales intensas detecta en relación al chile piquín del monte. La misma concepción popular de este producto es llamativa. “Sabemos técnicamente que se puede cultivar”, me comenta, “pero incluso la misma gente te dice ‘no se puede cultivar, los pájaros (tienen que comérselos y defecar las semillas) y la chingada…’ (…) Es un marcador, es un prestigio y una fijación y es un alimento de recolección”.

 

6. “A pesar del despueble, las interacciones, las conexiones y las herencias”

Luego de un recorrido por varios temas, vuelvo en la conversación con Veronika al inicio de nuestra entrevista y a la causa de su llegada a la región. Bromeamos sobre el absurdo que resulta que Linares, aquel foco de industrialización según algún plan de desarrollo setentero, es ahora Pueblo Mágico. La broma pronto se torna trágica. Ahora sí, me comenta, le llegará a esta población un proceso de industrialización. No es, sin embargo, una atractiva opción de desarrollo sino la instalación de una fundición altamente contaminante por lo que resulta inviable ambientalmente situarla en la zona metropolitana. Y agrega con pesadumbre,

 

yo no siento que en México haya realmente una mayor preocupación para crear una sustentabilidad social, si no, no podríamos ver esta urbanización y por otra parte esta (nueva) industrialización del campo que no dejan nada (…) Es una explotación devastadora para la gente, para la naturaleza y para la cultura.

 

También conduce a Linares una frase que, de boca en boca, llegó al libro de Cristóbal: “Todo se acabó, ahora ya tenemos luz, hay más bailes y televisión y la gente se acuesta tarde. Será que se acabaron los espíritus” (Homero Adame; recreación de una plática escuchada en San Francisco Tenamaxtle, Linares, N.L.). Sin importar el enfoque personal que le demos, la devastación cultural es innegable. Como también es innegable, para quien presta atención, que “hay muchos elementos en el tiempo largo de la ciudad que están afincados en ese otro espacio (devastado)”, como indica Cristóbal.

 

Pero, “a pesar del despueble, las interacciones, las conexiones y las herencias”. Por un momento la conversación con él toma tonos sombríos. Ya no al hablar sobre el destino de las comunidades rurales del estado sino sobre nuestra vida cotidiana en Monterrey y sus condiciones adversas al bienestar comunitario. “Tal vez esas persistencias de las prácticas tradicionales son las que, a pesar de todo hacen un poco más vivible la ciudad” le comento. Asiente. Y agrega:

 

Sí, la interacción cara a cara, todo eso que en parte es lugar común… la carne asada, la convivencialidad… Pero sí, hay como que circuitos alternativos en que la gente hace cosas y resuelve cosas que permiten a la gente sobrevivir y una parte viene de allá (…) Hay mucha gente que tiene esas interacciones, objetos, cosas, gustos (de origen campesino) (…) Está vivo, a pesar del capital, la explotación o este querer ser como (otros), negar ciertas cosas (propias).

 

Los espacios y los tiempos del campo y la ciudad, de la zona metropolitana y del interior, del presente (supuestamente medio blanco) y del pasado étnicamente diverso; se superponen. “Aquí toda la gente anda en Monterrey”, dijo hace tiempo una voz en Iturbide, Nuevo León (Rosalío Cárdenas Torres, en Creer, beber, curar).

 


 

*Este texto parte de conversaciones con un par de investigadores que han estudiado las culturas tradicionales rurales de Nuevo León. Se trata de Veronika Sieglin, profesora-investigadora del posgrado en Trabajo Social de la UANL y de Juan Cristóbal López, investigador independiente y catedrático de la facultad de Arquitectura de la UANL. Agradezco profundamente compartirme sus experiencias y su visión sobre el tema. La responsabilidad de lo que aquí les hago decir, sin embargo, es totalmente mía.

 

[2] López Carrera, Juan Cristóbal, Manuel Durazo Alvarez, y Rebeca Moreno Zúñiga. 1998. Creer, beber, curar: historia y cultura en Iturbide, Nuevo León. Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Nuevo León. (p. 43).

[3] https://www.youtube.com/watch?v=jlqK5NjoC5k

[4] Eliade, Mircea. 1972. Tratado de Historia de las religiones. México, Era. (p. 402).

[5] Churraca, Agustín. 1991. El sur de Coahuila antiguo, indígena y negro. Parras, Coah.: Museo y Archivo Histórico Matheo.

[6] http://losdelaefe.blogspot.mx/

*Imagen de portada: Alma Ramírez 

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Sobre el autor

Juan Sordo

Investigador en el Centro de Estudios Interculturales del Noreste, en la Universidad Regiomontana. Doctor en Estudios Humanísticos por el ITESM. Fabricante de cuadernos.

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