La Fama era una diosa romana peculiar: estaba cubierta de plumas, y en cada pluma había un ojo; y en cada ojo, una lengua. El conjunto creaba un ser monstruoso, pero con lógica propia: el plumaje indicaba la velocidad con que corren los rumores; los ojos: el estado constante de espionaje en la vida de los otros; y las lenguas, el instrumento para repetir y distorsionar lo que se escuchaba. Como suele suceder con la mitología latina, existe una correspondencia de Fama con la diosa griega Feme, su antecesora: hija de Afrodita y a ratos mensajera de Zeus. Feme volaba con rapidez y traía consigo una larga trompeta para esparcir en la lejanía sus mensajes.
Ambas, Feme y Fama, eran la primera vía de comunicación de los pueblos: transmitían alegrías y desdichas. Al mismo tiempo hacían evidente el estigma de la comunicación: informar, pero al mismo tiempo distorsionar. Al correr de los tiempos, surgieron nuevas tecnologías, como la escritura, pero la dinámica no cambió demasiado. Conocemos el deseo casi obsesivo de Platón por hacer prevalecer la verdad en el lenguaje, obsesión tal que, simbólicamente, expulsó a poetas, trovadores y soñadores de su República idealizada. Desde entonces, la humanidad se ha empeñado en crear puentes que unan nuestras deficientes percepciones con ese mítico topus uranus, el lugar celestial donde habitan las ideas puras e innatas.
¿Será que la realidad es, en rigor, intrasmisible? ¿Estamos condenados a percibir sólo un porcentaje menor del mundo circundante y de las personas que lo habitan? Si contemplamos el exterior a través del cristal empañado de nuestra percepción y no podemos confiar, como lo hizo en su momento Kant, en la productividad y provecho de ciertos juicios categóricos, ¿qué nos queda? ¿El silencio, como sugería Wittgenstein? El desconcierto no es menor, pero creo que tirar por la borda años de lucha y esfuerzos por concretar nuevas formas de expresión no serviría de nada tampoco.
Durante siglos se impusieron formas verticales de ver al mundo. La libertad de expresión y la consolidación de una opinión pública son, vistas en el conjunto policromático de eso que llamamos historia, acontecimientos muy recientes. Y vale la pena detenernos un momento en lo que ha implicado emitir una opinión. Asentir o disentir en una civilización que tiende a inclinarse hacia la homogeneización de la realidad.
¿Qué es una opinión? El término, como se podría sospechar, tiene múltiples acepciones. Una rápida visita al diccionario nos revelaría al menos tres significados importantes. En filosofía, manifiesta un grado de posesión de verdad respecto a un conocimiento específico; la llamada “opinión pública” se refiere a un particular estado de creencia (es decir, en un momento determinado histórica y espacialmente) de una sociedad (o de un grupo que supuestamente representa a una sociedad dada); y tenemos finalmente a la “opinión periodística”, que atañe a la exposición (en teoría argumentada) del pensamiento de un experto o de un medio de comunicación acerca de un tema específico. Hay, por supuesto, más significados; sin embargo, creo que con los mencionados aquí basta para darnos una idea.
La opinión es, pues, un proceso argumentativo. Se forma a través de distintas etapas y se concreta en la enunciación. Este trayecto enunciativo ha sido y es fundamental en la vida moderna: no es necesario traer a colación el hecho de que la principal característica de cualquier movimiento político represor haya sido la eliminación de la opinión pública, al menos hasta ahora: ¿quién podría afirmar que la estrategia no haya cambiado y la apuesta represiva en el presente sea la “sobre-opinión”: la saturación de juicios precipitados?
Vivimos en una era de relativismos, pero, para que un argumento deconstruya a otro, debe presentarlo como esencialista, obstinado y lleno de mala fe. Ponderamos como un valor la diferencia (la capacidad de transformarnos, de reinventarnos) y, al mismo tiempo, condenamos al contrario a una esencia inamovible. Sentimos que debemos asentir cuando creemos que asentir es lo correcto, entonces la opinión deja de serlo para convertirse en convicción, en asentimiento. De la diversidad pasamos a la moralidad; de lo relativo a lo impositivo.
¿Tenemos que opinar de todo? O, mejor dicho: ¿hacer pública la opinión sobre cualquier tema? “El que calla otorga”, reza un viejo credo popular, pero qué otorga: ¿su culpabilidad? ¿Su discrepancia? ¿Su propia diferencia? De nuevo entramos en pantanoso terreno de la incomunicación. Si opinar se convirtió en un derecho en la modernidad, la decisión de no opinar (que no implica no haber reflexionado sobre el tema y tener una postura ante él) también debería serlo.
A veces es necesario no prestar atención al errático vuelo de la diosa Fama, dejar que pase de largo, y guardar la opinión para nosotros mismos.
*Imágenes: Internet Archive Book Images