
Foto: http://editorialuniversitaria.uanl.mx
Digo Hernando y se me alborota el corazón por aquellos años en los que, recién llegados a Monterrey, tuve el privilegio de su amistad. Ni bien lo vi, lo traté, supe que era Otro, así con mayúscula. Otro tan diverso a mí, tan engendrado en su tierra, tan de aquí de México y de México, el Norte y del Norte, China y de China la mágica confluencia del decir sin decir, del narrar sin relato y del relato sin anécdota. Fábula del ojo y de la palabra, fábula tan antigua como el mundo que dice y al decir niega y al negar ilumina lo que estaba escondido.
En esta antología de sus obras cortas que hoy tengo el gusto de presentar: El amor es una nube viajera, redescubro aquel muchacho junto al otro amigo, Reynol Pérez, que alegraron mis primeros días en Monterrey. Y lo redescubro porque en su palabra germina la nostalgia de un pasado infantil que se tomó por cierto y por feliz, y al mismo tiempo un presente aterrador que ha dado por tierra con aquella brisa, aquel fulgor. ¿Qué quiero decir con todo esto? Hernando es suave, es afectivo, se conmueve fácil, nunca se violenta, está atemperado, organiza su palabra como sus actos con la deferencia de quien abre los brazos a un convite único y suntuoso: su tierra. Y no obstante existe la pérdida, la desolación, y la violencia del paso de los días.
Si en El amor es una nube viajera, el primer texto de esta antología, Marai y Nico son ícono y luego signo y finalmente símbolo del devenir del amor y sus derrotas, si no verse presupone la presencia ausente, si el paisaje dice monte, dice montaña que parece volcán y quiere estallar y no quiere y en él caben y habitan un hombre y una mujer que se trastocan constantemente como si fueran todas las generaciones al mismo tiempo desde un tiempo inmemorial hasta un futuro donde se ha perdido la humanidad, entonces la obra alcanza la dimensión de un paradigma. En ella todo es alusión al contraste de la tierra que se ha habitado y la que se habita ahora, al árbol y la corteza de ese árbol y al rascacielos. Y si la derrota es mucha en los campos por su silencio y su vacío, las carreteras y las metrópolis no han ganado nada porque se han vaciado de vida como se ha vaciado el amor de ambos, este hombre y esta mujer que se hablan sin saberse o se saben cuando se recuerdan el uno al otro.
Del mismo modo en Diarios de la canícula hay dos hombres que son todos los hombres, como le gustaba decir a Borges, y estos dos, al igual que la pareja anterior son representación, vale decir teatro, vale decir actores en el acto de cruzar el desierto, la frontera, los límites, el punto exacto donde la realidad se metamorfosea en alucinación. Son también ellos mismos ligados a una familia o un afecto o un hogar en alguna parte. Otra vez son presencia y ausencia, el sol los achicharra, habrá una parte de ellos que quedé hecha jirones en medio de la quemazón, habrá otra parte que ha de regresar a algún sitio de la memoria, a algún lugar donde alguien pueda reconocerlos.
Así cada obra es emergente de lo que ha desaparecido, de lo que retenemos a través de un diálogo con los ecos del ayer y la costumbre y cada personaje es la encarnación de una parte del amor, de la amistad, de la sangre en donde se naufraga no por indiferencia, sí por el paisaje devastado de la historia de nuestros pueblos y nuestra gente. Estas no son historias individuales aunque lo parezcan, son la materia de nuestros sueños, a la manera en que Shakespeare retrata lo humano en su marco histórico, la materia de la que estamos hechos. Olvido, quiebre, fragmentación de la tierra de Hernando. Su tierra, su familia, sus hermanos.
En La ciudad dorada la dedicatoria a su amigo Reynol es una alusión asimismo a la obra de aquel también dramaturgo. Dos mujeres, dos viejas, dos jóvenes, dos intemporales caracteres producidos por el tiempo que se descalabran en el tiempo sin tiempo de su trashumancia. Irse, salir, llegar a alguna parte, encontrar una cartografía para lo que se anhela, como si fueran Las tres hermanas de Chéjov pero a nuestro modo y época. Que Homero las guíe dicen, sin que nosotros sus receptores sepamos de qué Homero se trata. Que les marque el camino aunque sea ciego o no esté, aunque sea signo de nuestros primeros garabatos o alguien empecinado en trazar una ruta, ¿hacia ninguna parte? Quién sabe. Lo cierto que estas mujeres parecen estatuas clavadas al pedregal. Se van pero ahí están quietas, se obstinan en un viaje cuya recompensa sería pasar de lo viejo a lo nuevo, de la ciudad despoblada al cauce común de las multitudes en las grandes metrópolis. Pero ¿es así?, ¿en verdad la ciudad nueva contiene el esplendor que se añora?
Y la parición es necesaria, la renovación de la vida, el acto de parir, la esperanza de la nueva generación, la mujer Lolita que en manos de la vieja Doña Paz pudiera dar a luz un niño.
Pero en este universo es puro cuento eso de la renovación de la vida, en estas historias el pasado se ha instalado de tal manera que aprieta la esperanza y la ahoga, y si no es el pasado es lo que nos está esperando, la ciega condición de nuestros sueños devastados por la realidad del páramo, donde las cartas ya no llegan y las fiestas y el bochinche se han perdido junto con los maridos, porque esos maridos también han perdido a la que fue hembra golosa, muchachas jaraneras, y luego madres de hijos que no conocen. Por eso hay que partir, de alguna manera todo este universo de seres desolados buscan la partida como un paraíso.
Y no he nombrado la muerte, porque Hernando Garza no la nombra, la encarna en cada historia, en cada fábula con cada ser que inventa, que crea desde la inmovilidad de la pérdida. De su propia pérdida, de la pérdida del otro o la otra, del hermano o el amante, de la madre o el progenitor.
Esta tradición es mexicana, esta tradición de nuestro escritor se forja con los mejores de su literatura, en él persiste y prosigue la herencia de la obra dramática de Elena Garro, de la narrativa de Rulfo. Y sin embargo no hay imitación, su tierra, este Norte de fronteras truncas, ríos secos y senderos mortales donde se acumulan los restos humanos de un país entero, le provee de un mito, no de muertos en un hogar sólido, no en los límites de un pueblo inexistente, sino la trágica índole de una trashumancia de sur a norte, de las costillas de los pueblos, de las costas del este y el oeste, con la violencia que presupone el abandono de lo que hace a los seres humanos gregarios.
Es como si estas páginas de Hernando estuvieran engarzadas en materias que se deshacen en el aire y en el agua. Cuyos poseedores fueran asimismo hechos de aire, humo, brumas, porque lo que está es lo que se ha perdido y lo que se ha perdido es lo que se busca enconadamente sin resolverse nunca el regreso, la partida o el encuentro, para que lo perdido pudiera ser recuperado. Los pueblos, las casas, las ciudades no son recintos para encerrarse sino para salir, porque ellos sufren la misma erosión de los seres humanos y se deshacen sin mayor explicación.
Por lo tanto, lo que aguarda a los seres y las cosas es el olvido y es precisamente el olvido el que ejerce su lenta tarea corrosiva. Así es el olvido el que oscurece la pantalla, el que pone el hueco sin fondo, el que deshace los cuerpos amados. El que trastoca las ciudades en viejas demoliciones dando lugar a las nuevas.
—Hay cosas que no termino de entender, dice Hena
—Yo tampoco, responde Zita
—Hay cosas que no tienen explicación…dice Hena
Una dramaturgia que no intenta dar explicaciones está tan viva como para guardar el testimonio de nuestras vidas por mucho tiempo.
* Imagen de portada: Rogelio Ojeda