De niño siempre me gustó el final de Matilda. Por supuesto que me refiero a la película que pasaban los fines de semana por Canal 5; el libro lo conocí mucho después. Matilda estaba en su cama, cobijada por la señorita Miel, y utilizaba sus poderes telequinéticos para atraer una edición de Moby Dick. Contrastaba mucho con las anteriores ocasiones en que Matilda leía, pues en ellas la lectura solía acompañarse con los gritos de su familia. Tardé mucho para darme cuenta de que el final era un comentario que la película hacía sobre sí misma, aquello que los lógicos llaman “metalenguaje”, siendo la película su “lenguaje objeto”: “así como Matilda se liberó leyendo, ustedes pueden”. Ese era el “instructivo” que la escena final nos daba para interpretar la película.
Este tipo de comentarios no son raros en el cine. Olive Penderghast, el personaje de Emma Stone en la comedia adolescente Easy A, al comentar las comedias adolescentes de John Hughes es parte de un truco tan viejo como Hamlet poniendo en escena una obra parecida al crimen de su tío. Matilda hace un comentario bastante optimista sobre sí misma. Después de todo, es parte de la filosofía de los no filósofos el axioma de que el arte puede cambiar el mundo. Una respuesta es que, en efecto, lo ha logrado: la música de Richard Wagner impulsó bastante el movimiento social del político con el bigote más famoso del siglo XX. Otra, que el arte es tan bueno como la guerra: buena para nada.
Un ejemplo lo tenemos en la serie Black Mirror. De entre todas las críticas que recibe, que en nada se corresponden con sus pocas fallas, la más graciosa es aquella que tilda a la serie como un producto hecho a la medida de los mamertos (o “chairos” en México). Uno puede odiar mejor al capitalismo tardío y la revolución digital si tiene un iPhone desde el cual ver la nueva temporada en Netflix, dicen. Esto pasa por alto el segundo capítulo de la primera temporada, 15 Million Merits (2011). En él, el personaje principal termina siendo el anfitrión de un programa de televisión que critica al “sistema” en que vive, una sociedad cerrada donde todos deben jugar a ciertos juegos para ganar “méritos”, que pueden cambiar por comida y otros bienes.
El programa, ya lo adivinaron, está pagado por el mismo sistema, y es en sí mismo el juego que debe jugar el protagonista. Como la escena de Matilda, Black Mirror nos explica cómo desea ser interpretado: como un producto cultural que, aunque critica los recientes cambios tecnológicos, es inseparable de ellos, por lo que no debemos verlo con optimismo, ni con el tipo de lectura ingenua y orientada ligeramente a la derecha que han recibido en los últimos tiempos obras como 1984. Es un aviso de cuidado: “yo no sirvo para mucho.”
La más reciente y genial expresión de nuestro pathos es War Machine (2017), con la dirección de David Michôd y Brad Pitt en el papel protagónico del general Glen McMahon. War Machine está basada en el reportaje para la Rollling Stone y el libro que escribió el periodista Michael Hastings sobre el general Stanley McChrystal, quien, como McMahon, fue comandante de la Fuerza de Asistencia de Seguridad Internacional de la OTAN en la guerra de Afganistán. Antes hemos “hecho hablar” a los instructivos. En este caso no es necesario, pues la escena final es bastante clara al respecto con la voz en off de Sean Cullen, quien representa a Hastings:
But, sadly, while I would’ve liked to have thought that my story had made a difference, it didn’t. It just became another celebrity-fall-from-grace story. It would’ve been nice if the conversation after had been about the failure of counterinsurgency, or why we seem so desperate to be at war all the time, or how maybe what we’re doing is just making more enemies all in the name of keeping America safe. It might’ve been nice if it had caused someone important to ask what any of this says about us. But really, the only question anyone seemed to want to ask was, “What the fuck was Glen McMahon doing talking to a Rolling Stone reporter anyway?” Which, admittedly, is a good question. Anyway, in the absence of any real soul searching, what do we do? Well, obviously, we sack Glen and we bring in some other guy.
[Pero, tristemente, mientras me hubiera gustado pensar que mi historia hizo alguna diferencia, no fue así. Sólo se convirtió en otra historia sobre otra celebridad caída en desgracia. Hubiera sido bueno si la posterior conversación hubiera sido sobre el fracaso de la contrainsurgencia, o de por qué parecemos tan desesperados por estar en guerra todo el tiempo, o de cómo, quizás, sólo nos creamos más enemigos en el nombre de mantener segura a América. Hubiera sido bueno si hubiera causado que alguien importante preguntara qué es lo que todo esto dice sobre nosotros. Pero realmente, la única pregunta que alguien parecía tener era “En todo caso ¿Qué carajos estaba pensando Glen McMahon al hablarle a un reportero de Rolling Stone?” Debo admitir que es una buena pregunta. En todo caso, en la ausencia de un real examen de conciencia, ¿qué hacemos? Bueno, obviamente, despedimos a Glen y nos traemos a otro tipo].
War Machine enseña los límites del arte, si consideramos que el reportaje tiene algún mérito artístico en una sociedad como la nuestra: todo cambia para que todo siga igual. Y el arte, al ser interpretado de la manera más banal posible, contribuye a eso. Llegados a este punto, puede parecer que nuestro pathos es característico de cierto tipo de obras ubicadas en la difusa franja de la “crítica social”. Pero, en contra de lo esperado, existe un género que desde su inicio nos mostró una buena capacidad de autoconsciencia, traducida con el tiempo a un buen número de películas y series desconfiadas con su propio discurso y el de su tradición cultural. Me refiero, desde luego, a las comedias románticas.
Una escena muy normal en las rom-coms es la de un personaje viendo o discutiendo una película romántica que le sirve de base. Si muchas aceptan sus valores, otras adquirieron la consciencia de que sus modelos, o al menos su interpretación standard, resultaban inútiles en el momento presente. El mejor caso existe ya desde el 2001, con Not Another Teen Movie de Joel Gallen, una sátira a las rom-coms, las chick-flicks y las películas de adolescentes en general. El argumento parodiado es el mismo que hemos visto en incontables ocasiones: un joven macho muy macho enamora a una chica fea muy fea, y lo que comienza siendo una apuesta termina revelando los “verdaderos sentimientos” de ambos, o séase, el amor. Aquí el modelo principal es She’s All That (1999), de Robert Iscove. Herida al descubrir que ha sido siempre parte de una apuesta, la chica decide tomar la oportunidad de estudiar en París, ante lo que el chico la persigue para “recuperarla”, otro lugar común en las rom-coms. El chico lo intenta mediante una serie de discursos románticos que se copia de otras películas. Irónicamente el personaje que lo pone al descubierto es interpretado por Molly Ringwald, actriz recurrente en las películas de John Hughes. En el último momento, él se da cuenta que realmente no la ama, y que lo mejor sería terminar para que ella pueda estudiar sin problemas. Pero ella cree que es otro discurso robado de otra película, y quedan juntos.
Y esto es el colmo de la banalidad: que ni siquiera el mensaje directo, claro y denotativo sea tomado como tal, sino como parte de un conjunto de tropos fijos e inmutables, eliminando cualquier posibilidad para cambiar. “Ni siquiera burlarse del género sirve para que la gente cambie. Aunque, ¿cuál es el punto?”
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