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En lógica, una falacia ocurre cuando se establece una relación espuria entre premisas que en sí mismas pueden ser verdaderas, pero que incorrectamente son relacionadas de manera causal, cuando en realidad un suceso es debido a otro factor que no es tomado en cuenta.
Eso ocurre con la argumentación de fondo de la Ley de Seguridad Interior —publicada en el Diario Oficial de la Federación el 21 de diciembre de 2017—, que de ninguna manera nos llevará al buscado resultado de la gobernabilidad democrática y el respeto al Estado de Derecho. Los legisladores afirman en la Exposición de Motivos —disponible en la Gaceta Parlamentaria del 30 de noviembre de 2017— que el crimen organizado y el narcotráfico constituyen nuevas amenazas a la seguridad de las personas y a la de las instituciones del Estado; reconocen que el crimen organizado ha penetrado en el tejido institucional y esto se constata en la corrupción e impunidad de funcionarios; citan diversas encuestas que revelan que las policías, ministerios públicos y jueces son los que generan menos confianza en la sociedad y su desempeño es considerado reprobatorio. Sin embargo, en lugar de buscar formas de regenerar y fortalecer a las autoridades e instituciones civiles, los legisladores ofrecen como solución legalizar la participación de las fuerzas armadas en tareas relacionadas con el orden público interno. Una falacia, o bien, una pésima conexión entre el análisis causal del problema y la propuesta de soluciones. ¿De qué manera podrían los militares y marinos en funciones policiales acabar con jueces corruptos, con ministerios públicos que no quieren o no saben investigar, con policías que por presión o por opción trabajan también para las mafias? Eso no lo explican los legisladores ni la nueva ley lo resuelve.
Los legisladores aseguran que no se trata de que los militares asuman la seguridad pública, señalan que de ninguna manera las tareas que realicen las fuerzas armadas para asegurar el orden público interno serán consideradas “seguridad pública”; para ello inventaron el eufemismo “Seguridad Interior”, como si con una magia de palabras evitaran violar la Constitución.
En la nueva Ley, y en otros documentos previos,se define a la seguridad interior como “condición que proporciona el Estado mexicano para salvaguardar la seguridad de sus ciudadanos y el desarrollo nacional mediante el mantenimiento del Estado de Derecho y la gobernabilidad democrática en todo el territorio nacional” (Programa para la Seguridad Nacional 2014-2018, p. 58). “Se trata de una función política que, al garantizar el orden constitucional y la gobernabilidad democrática, sienta las bases para el desarrollo económico, social y cultural de nuestro país, permitiendo así el mejoramiento de las condiciones de vida de su población” (p. 109). En el Programa Sectorial de la Defensa Nacional 2013-2018 se enuncia que “la Seguridad Interior, vertiente de la Seguridad Nacional, es la condición necesaria que proporciona el Estado para el desarrollo de la nación, mediante el mantenimiento del Estado de Derecho. La Seguridad Interior tutela a las instituciones democráticas y el orden constitucional”. Parecen solo definiciones a secas. Pero si se considera a la seguridad interior una vertiente de la seguridad nacional, entonces los asuntos relacionados con la seguridad interior no podrán ser tema de consulta popular ni estarán sometidos a la exigencia de transparencia y protección de datos personales, pues la seguridad nacional está por encima de todos estos escrúpulos democráticos. La misma Constitución establece que la seguridad nacional no se consulta y es casi el único motivo que permite legalmente la opacidad.
Luego de leer las definiciones de seguridad interior, resulta preocupante que la única herramienta con la que cuenta el Estado Mexicano para garantizar el Estado de Derecho y la gobernabilidad democrática sean las fuerzas armadas. ¿Qué no hay otros caminos para lograr el Estado de Derecho y la gobernabilidad democrática? No se les ocurre o no quieren pensar que la mejor seguridad interior, la mejor estabilidad institucional, es la que se logra con justicia, no solo la justicia penal tan ausente en las procuradurías y tribunales, sino la extensa justicia social que tendría que regir las relaciones sociales de todo tipo, empezando por las entabladas entre ciudadanos y gobierno. Esta justicia que cimienta la seguridad interior de una nación se compone de políticas fiscales donde los que tienen más aportan más, de políticas sociales no asistenciales sino que favorecen el desarrollo humano no dependiente, de políticas laborales que permitan que el salario de un trabajador o trabajadora sea el sostén de una familia completa con garantías de estabilidad y desarrollo, de políticas de rendición de cuentas donde la transparencia es la regla y el incumplimiento en la función pública se sanciona empezando por quienes tienen las responsabilidades más grandes. Nada hay de esto en las políticas públicas emprendidas por los gobiernos federal y estatales. Solo más policías, policías militares, militares metidos a policías, y ahora leyes que lo avalan.
Quienes defienden la nueva legislación aseguran que no se traducirá en militarización ni violaciones a los derechos humanos. Quizá tengan razón, porque ambas cosas ya están presentes en el país desde hace más de 10 años, lo que hizo el Congreso es legalizar esa situación. Aunque tampoco hay mucha claridad sobre cómo operará la aprobación de la intervención de las fuerzas armadas, pues por un lado se establece que se requiere de una Declaratoria de Protección a la Seguridad Interior, pero también se indica que no se necesita dicha declaratoria para atender amenazas identificadas en la Agenda Nacional de Riesgos. El problema es que esta agenda es un documento confidencial del que nada se conoce, salvo algunas filtraciones esporádicas en notas dispersas de prensa. Esta Agenda Nacional de Riesgos se actualiza y aprueba anualmente por el Ejecutivo Federal. Según notas de prensa, en la lista de riesgos destacan “delincuencia organizada, conflictos agudos focalizados, anarquismo, terrorismo, flujos migratorios descontrolados; corrupción e impunidad; ciberseguridad; tráfico ilícito de mercancías en fronteras y mares; desastres naturales y pandemias, y subversión” (“Las 10 peores amenazas a la seguridad nacional de México”, Contralínea, 17 septiembre 2017). En ninguno de estos casos se requiere de una declaratoria para que las fuerzas federales —incluyendo Ejército y Marina— realicen las acciones preventivas, de reducción y contención que consideren necesarias, en cualquier parte del país. Es tan abarcativa esta agenda, que no queda claro entonces para qué casos sí se requiere de la declaratoria; se dice que para las amenazas enlistadas en los artículos 3 y 5 de la Ley de Seguridad Nacional cuando tengan un origen interno, pero basta leer dichos artículos para constatar que coinciden con las amenazas incluidas en la Agenda Nacional de Riesgos.
En cuanto a la declaratoria, es cierto que requiere justificación y que la entidad federativa solicitante deberá incluir un presupuesto para cubrir los gastos implicados por la participación de fuerzas federales y fuerzas armadas. Podría pensarse que difícilmente los gobiernos estatales querrán adquirir más gastos que los que ya tienen, por lo que cargarles la responsabilidad de cubrir el gasto es un mecanismo de control para que no sea una salida fácil pedir constantemente el apoyo federal y militar; sin embargo, no sería novedad que actores económicos interesados en mantener mano dura en alguna entidad estuvieran dispuestos a dar su aportación para cubrir los gastos de la intervención. Esto sería muy grave. La Ley indica que tal intervención federal/militar no podrá durar más de un año… pero podrá prorrogarse mientras subsista la amenaza. Si en 10 años no han podido con la delincuencia organizada a pesar de que la han enfrentado con el Ejército y la Marina ya podremos imaginar la duración de la participación de militares en aras de la Seguridad Interior.
Por si fuera poco, hay un problema de origen con esta ley, y es que el Congreso no tiene facultades para legislar en materia de seguridad interior, pues la Constitución expresamente solo le da facultades para emitir leyes en materia de seguridad nacional y de seguridad pública. Los legisladores lo saben bien, por eso en la exposición de motivos echan varias “maromas” argumentales, con “salto mortal” incluido, para decir que la seguridad nacional, la interior y la pública no son lo mismo pero se parecen, y que la seguridad interior es una rama de la seguridad nacional, materia en la que sí pueden legislar, por lo tanto se toman la licencia de hacer extensiva esa facultad para abarcar también la denominada seguridad interior, pues en todo caso es una “facultad implícita” que se les concede en el artículo 73 constitucional. Y como esta acrobacia argumental es endeble y los mismos legisladores lo saben, entonces recurren a la jurisprudencia de la Corte que señala que el Congreso puede “expedir toda clase de leyes que estime necesarias con el objeto de hacer efectivas las facultades que se le atribuyen y que le son propias, e incluso, para hacer efectivas todas las demás facultades concedidas por el mismo texto constitucional a los Poderes de la Unión”. Llevando al extremo esta lógica de los legisladores, salen sobrando más de la mitad de las 31 fracciones del artículo 73 constitucional que precisan las materias en que el Congreso puede legislar; bastaría con una sola fracción que dijera que tiene facultad para expedir todas las leyes necesarias para hacer efectivos los Poderes de la Unión. Porque con esta lógica: ¿Qué sentido tiene que en 2002 se haya reformado la Constitución para agregar en el artículo 73 que el Congreso está facultado para legislar en materia de seguridad nacional, y que en 2015 se haya reformado de nuevo la Constitución para agregar la facultad de legislar en materia de desaparición forzada?
Se dice en las noticias que es una ley apoyada prácticamente nada más por el PRI y el Verde, y que los legisladores de los demás partidos o votaron en contra o nada más no se presentaron a la sesión, salvo alguno que otro “descarriado” que votó junto con el tricolor. Sin embargo, no puede concluirse que el PAN y PRD como partidos estén en contra, no del todo, pues los gobernadores panistas y perredistas y hasta los autodenominados independientes han expresado públicamente su apoyo a la nueva ley, e incluso urgieron a su pronta aprobación. Allí están los priístas Aristóteles Sandoval de Jalisco, Héctor Astudillo de Guerrero, José Manuel Carreras de San Luis Potosí, Marco Antonio Mena de Tlaxcala, José Ignacio Peralta de Colima; los panistas José Rosas Aispuro de Durango, José Antonio Gali de Puebla, Francisco Domínguez de Querétaro, Miguel Ángel Yunes de Veracruz; los perredistas Graco Ramírez de Morelos, Silvano Aureoles de Michoacán y Arturo Núñez de Tabasco y hasta el independiente Jaime Rodríguez de Nuevo León, todos dieron declaraciones públicas a favor de la Ley de Seguridad Interior tal como ha quedado, sin marcar fallas ni riesgos.
La esperanza que queda para quienes han expresado los peligros entrañados en esta Ley es acudir a la Suprema Corte de Justicia de la Nación para que la declare inconstitucional. Pero yo no espero tanto de los ministros, cuando en la exposición de motivos de la Ley de Seguridad Interior citan las tesis y jurisprudencia de la Corte avalando la participación de las fuerzas armadas en labores policiales. Ojalá los ministros estén a la altura y regresen a México al camino de una democracia respetuosa de los derechos humanos. ¿Podrán?
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