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Monomanía 

enero 20, 2018Deja un comentarioAristarquíaBy Víctor Barrera Enderle

Foto: The British Library.

Detesto los balances anuales en materia de lecturas. Listados, rankings, encuestas, top fives, todos esos chismes son, lo sabemos, formas de medición mercantiles, y ahora funcionan también como dispositivos de legitimación literaria (no negaré su aporte al estudio de los comportamientos públicos en el enrarecido universo de las letras, pero esa es otra historia y ahora no viene a cuento). Se habla ahí de la preferencia de los lectores (o al menos eso se desea dar a entender), pero lo que realmente señalan esos listados de fin o principios de año es la ausencia de lectores, o, mejor dicho, su invisibilidad en un campo que se rige por el mercado y la burocracia cultural. ¿Quiénes los hacen? Echemos un vistazo y obtendremos una mejor idea del fenómeno. Autores recomendando autores, periodistas compartiendo sus “preferencias”. Síntomas de la estrechez de miras (y de la omnipresencia de las mediaciones).  

 

En todo caso, resulta curioso (por decir lo menos) cómo se intenta imponer, en la conducta de los lectores, la dinámica del presente, de la novedad y de lo “representativo” —lo realmente representativo—. Su mensaje parecería ser: está bien leer, pero no es suficiente, debes leer esto aquí y ahora (en realidad, lo fundamental es que adquieras el libro, lo que hagas con él después ya no será tomado en cuenta). 

 

Para mí, la lectura es (o debería ser) otra cosa. Para comenzar, no es algo medible, al menos no con los parámetros tradicionales. Daré algunos argumentos para sostener lo anterior. No están ordenados, los consigno aquí conforme van llegando a mi mente. Primero, la temporalidad. La lectura anula la supuesta continuidad del presente y establece sus propias marcas y presencias. Es el acto de leer lo que concreta lo literario (no la adquisición ni el comentario apologético de tal o cual libro). Segundo, los universos de la lectura son individuales. ¡Es casi imposible el consenso! Algún título puede gustar masivamente, pero su hegemonía está muy lejos de la totalidad. Tercero, quienes suelen enlistar nombres y obras están vinculados a mediaciones específicas. En nuestro contexto, por ejemplo, los títulos más mentados suelen ser novelas publicadas en ciertas editoriales (aquellas que poseen los recursos materiales para imponer una marca y garantizar la distribución de sus productos, previa remuneración económica). Sinécdoque perversa: llamar a esa pequeña porción literatura nacional. Cuarto, el listado es, en la actualidad, el más visible esfuerzo por clasificar algo que, en rigor, no es representativo, porque se ha realizado sólo en un espacio diminuto de un territorio mayor (aquí apunto al vuelo lo interesante y enriquecedor que sería conocer las conductas lectoras de todo el país: no la compra de libros, ni la promoción de obras premiadas o legitimadas.) Quinto, desconocemos aún la distancia y los contrastes entre el ejercicio de lectura realizado en diversas instancias: en la academia, en la prensa, en la educación media, o las formas en que lee el llamado público juvenil e infantil (de nuevo: hablo de lectores, no del consumo de bestsellers) y los lectores promedio (si es que alguien puede saber realmente lo que eso significa). Sexto y último, el criterio de venta no ha servido nunca para dar cuenta del valor de una obra. Ahora, sin embargo, algo ha cambiado. No es que los libros seleccionados sean los más vendidos: siempre han existido los bestsellers, al menos desde que el libro se convirtió en producto de consumo con la invención de la imprenta. Deben tener, además, calidad (no importa que nadie pueda argumentar en qué consiste dicha calidad). No basta con la rentabilidad, se debe convencer al comprador de que, por el pago del importe, se lleva a casa una verdadera obra artística. En resumen, los listados, que proceden del mercado, pretenden mostrarse como resultado de reflexiones críticas.  

 

Porque una cosa es cierta: los criterios de medición distan mucho de basarse en juicios críticos; y para colmo: tampoco reflejan un gusto particular, sino tendencias (palabra en boga). Casi ninguna lista justifica su selección. De hecho, ni siquiera pueden decir por qué tal libro o tal autor son buenos y los recomiendan (dejo fuera el habitual parafraseo del contenido y la tradicional referencia a la vida del escritor). George Orwell solía decir que la crítica era la argumentación de un gusto, y tenía razón. Ahora los gustos son secundarios. Como en casi todo, lo fundamental es el consumo, no la satisfacción que éste debería producir (algo que puso sobre la mesa hace casi cien años el sobrino de Freud, Edward Bernays, padre de la publicidad moderna). 

 

Lo inquietante es que estos simulacros dan por verdadero un fenómeno (pongamos por caso: la “literatura mexicana”), pero no explican ni mucho menos describen su historicidad o sus particularidades, en pocas palabras, el entramado contexto en el cual se desenvuelve. 

 

Quizá estas líneas suenen un poco negativas. Acepto mi responsabilidad en ello. Tal vez debí haber señalado antes que, en mi caso, la lectura es un tipo de monomanía: un ejercicio continuo que no se clasifica por años o por novedades, que va del presente al pasado y viceversa, y lo mismo combina clásicos con modernos, y autores de moda con escritores olvidados, que rescata algunas páginas y censura otras (¡en un mismo libro!), que no discrimina géneros (¡bienvenidos sean ensayos, monografías, tesis, tratados y artículos académicos!). De ahí mi animadversión por los listados. Es probable, me dirá más de uno, que quien tiene un problema soy yo y no las industrias culturales. No podría afirmar ni una cosa ni la otra. Que el lector decida. 

 

*Imagen de portada: The Internet Archive Book Images. 

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Sobre el autor

Víctor Barrera Enderle

Ensayista y crítico literario. En 2005 obtuvo el Certamen Nacional de Ensayo "Alfonso Reyes", y en 2013, el Premio de Ensayo "Ezequiel Martínez Estrada". Su último libro es "Nadie me dijo que habría días como éstos".

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