
Foto: pixabay.com.
La primera vez que tomé consciencia —verdadera consciencia— acerca de los roles de género fue a los nueve años. Hasta ese punto de mi vida, había gozado de cierta libertad de decisión acerca de los juguetes que quería: a veces me sorprendían con figuras de acción de los Power Rangers, o incluso figuras de Star Wars heredadas de mi hermano.
Recuerdo maravillarme con los exagerados comerciales de las pistas de Hot Wheels. Nunca me atreví a pedir una de esas a mis papás. Ya sabía la respuesta. En lugar de librar discusiones absurdas con mis padres, iba a casa de mis amigos y aprovechaba para jugar con sus cosas, que eran las que yo verdaderamente quería. A veces eran pistas de Hot Wheels, otras veces eran dinosaurios. Pocas veces cedíamos a jugar videojuegos; la mayoría de las veces aprovechábamos las figuras de acción para inventar problemas y jugar a ser el héroe, nunca la heroína.
Tras una infancia llena de amigos y amigas por igual, debo admitir que me sentía diferente. En la primaria comenzaba a ver cómo las interacciones entre niños y niñas cambiaban. Ya no éramos únicamente compañeros de juego, ahora teníamos que estar al pendiente de quién le gustaba a quién, con el propósito de hacer burlas a los enamoramientos. Durante cuatro años vi cómo todas mis amigas adquirían pretendientes, pero nunca me enteré de algún niño que gustara de mí. Pensé que simplemente no era una niña bonita ante los ojos de mis compañeros. No sólo me sentía fea y rechazada, sino marcada. Éste sería el inicio de una relación confusa y tormentosa con los enamoramientos.
En medio de mi adolescencia me percaté, después de sentir todos los signos de enamoramiento, que soy bisexual. Esto presentaba un problema aún más grande que el que tenía en primaria: ahora no sólo no era considerada guapa por un género que no me interesaba mucho, sino era imposible tener una relación amorosa con otra adolescente como yo. En estos años, comenzaría a favorecer aspectos más masculinos. Me cortaría el pelo, evento que desencadenaría varios episodios de confusión y me haría sentir únicamente frustración. Cada vez que un mesero me llamara “joven”, yo estaría al borde de las lágrimas. Y cada vez intentaría, con más ganas, resaltar mi feminidad, usando más maquillaje, o aretes más grandes. Mis esfuerzos serían en vano. Me vería obligada a pasar momentos incómodos con mis papás, donde nadie se atrevería a corregir al mesero con respecto a mi género. Lo único que me haría sentir mejor sería imaginar que, si fuera hombre, sería uno guapo. Me resignaría, y decidiría que era mejor restarle importancia a estos incidentes.
Durante ese periodo, saldría del clóset. Mi decisión sería producto de una desesperación por saber que mis papás me aceptaban y me seguían amando, de la misma manera que lo habían hecho toda la vida. Pero el resultado sería otro. Esta revelación ocasionaría reclamos casi diarios, pero sólo uno me sorprendería y ofendería enormemente: que yo, en realidad, siempre quise ser hombre. No, mis papás estaban confundiendo orientación sexual (lesbianas, gays, bisexuales) con identidad de género (tradicionalmente masculino, femenino). Yo no era un hombre transgénero, yo era una mujer bisexual. Así me definía en ese momento. La verdadera sorpresa vendría años después, donde me daría cuenta de que ese reclamo específico llevaba consigo la clarividencia.
Tras varias peleas fuertes, comenzaría un desfile de psicólogos, terapeutas y psiquiatras, cuyo propósito sería curarme. En lo único que culminaría esto, sería con un diagnóstico clínico: sufría de trastorno de bipolaridad tipo 2. La existencia de esta enfermedad en mí explicaría distintas cosas, como mis cambios repentinos de humor, mis tendencias autodestructivas, mis ideaciones suicidas, e incluso mis alucinaciones. Si la vida fuese reduccionista, mi bipolaridad hubiera alcanzado también a explicar mi bisexualidad. Pero la enfermedad mental no justifica la orientación sexual. Ni siquiera existen paralelos entre ambos: para una existen tratamientos verdaderos, y para la otra existen torturas disfrazadas de tratamientos.
Empecé a explorar mi identidad de género el año pasado. Al principio me daba miedo, porque no quería perder la estabilidad mental que tenía y el género, para mí, siempre había sido una caja de Pandora. Estaba acostumbrado a la idea de ser una machorra y sentir incomodidad por la existencia de lo femenino en mi identidad. Comenzó con un simple cambio que discutí e implementé con mi novia: que comenzara a usar pronombres masculinos para ver cómo me sentía. Decidí aventurarme e intentar conocerme más, aunque no esperaba mucho. Esperaba sentir incomodidad cada vez que mi novia usara un pronombre masculino: creía que iba a seguir sintiéndome lejano, desconectado de mi cuerpo, e incluso hasta irreal. La mayor parte del tiempo sentía que no existía. No lograba conciliar a mi mente con mi cuerpo.
En poco tiempo me di cuenta de que, entre más utilizaba mi novia los pronombres que le había indicado, mejor me sentía. Comencé a tener confianza en mí mismo y a construir mi autoestima. Faltaba sólo una cosa para sentirme completo: un nombre. No sabía cómo iba a ser ese proceso, sólo sabía que cada vez que alguien me daba un cumplido por mi nombre antiguo, me frustraba. Era un nombre precioso, pero no lograba conectarme con él. Entré a una página que presumía tener todos los nombres de varones, y los leí y probé de manera meticulosa, utilizando mi imaginación. ¿Me veía como un Daniel? No. ¿Qué tal Francisco? No, tampoco. Seguí así, con cada nombre que me llamó la atención, hasta que sentí aquella familiaridad atraerme, casi implorarme que ya había encontrado lo que estaba buscando. Mi nombre es Mateo.
Decidí comentar este cambio con mis amigos cercanos. Esperé encontrarme con alguna resistencia de su parte, o simplemente deserción, pero, a diferencia de mi primera experiencia saliendo del clóset, lo único que encontré fue apoyo y amor. Claro, me pidieron paciencia: estas personas me conocieron como mujer, y ahora tienen que acostumbrarse a verme como hombre. Es difícil cambiar el chip y tenía que entender que a veces me iban a llamar por mi nombre anterior. No porque no me quisieran reconocer, sino porque todavía no se acostumbraban. Ellos saben que sigo siendo la misma persona de antes, sólo que feliz.
Mi identificación como hombre trans requirió de un proceso que, hasta ahora, ha llevado toda mi vida. He tenido que hacer un recuento de experiencias que se encuentran en mi infancia y adolescencia para darle sentido a mi identidad actual. No es cosa de un día para otro. No me levanté por la mañana y dije “hoy quiero ser hombre”. Llevo 20 años sintiendo no sólo comodidad, sino familiaridad dentro de la masculinidad.
Incluso, me pregunté si mi deseo por ser hombre era algo machista. A la masculinidad, tradicionalmente se le relacionan las características de poder, fortaleza e incluso intelectualidad. Estas cualidades no son exactamente parte de la feminidad tradicional, la cual casi siempre ha tenido un rol de sumisión y complacencia hacia el hombre. Tenía que identificar si lo que quería era verdaderamente ser hombre, o los beneficios de ser uno. De haber sido el caso anterior, mis motivaciones hubieran sido machistas. ¿Acaso no consideraba posible que una mujer fuera fuerte, inteligente y poderosa? No, me di cuenta de que ese no era el caso. Conocía a muchas mujeres admirables, bien sabía que las limitaciones de los roles de género habían sido desafiadas por el feminismo y que, en el tiempo actual, no es una idea descabellada adscribir cualidades tradicionalmente masculinas a una mujer.
Pero no quería eso: no quería ser una mujer poderosa, no quería ser una mujer con aspecto masculino. No porque pensaba que no fuera posible, sino porque no me sentía yo. Quería, verdaderamente ser hombre. Que mis amigos y los desconocidos me reconocieran y asumieran como tal. Tras obligarme a estar en un estado letárgico, estaba permitiendo la manifestación de mis deseos e intrigas con respecto a mi identidad de género.
Mi vida recién está comenzando. Apenas estoy despertando.
*Imagen de portada: pixabay.com.