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…se nos revela el incómodo hecho de que no fue lo homogéneo, lo similar, lo que nos suscitó el erotismo, sino que nuestros nervios temblaron ante un mundo extraño en donde no podemos sentirnos en casa…
Lou Andreas Salomé.
El epígrafe pertenece al ensayo Reflexiones sobre el problema del amor que Lou produce a la vuelta de su ruptura con el poeta Rainer María Rilke. Más adelante sugiere que la vida amorosa se funda en el principio de la infidelidad.
Curiosamente no he conocido ni a Lou Andreas Salomé ni a Rainer María Rilke del modo que hubiera podido prever. La primera me llega por el filme de Liliana Cavani, Al di lá dei bene e del male, (desconozco la traducción hecha en México) de 1977, y el segundo no por Las cartas a un joven poeta tan inspiradoras para los jóvenes que incursionan en la literatura, sino por su semblanza de Florencia en antítesis con Venecia en Diario de Florencia, escrito precisamente para Lou.
Así, por ese azar a propósito que jalona nuestras vidas he andado del uno al otro por mucho tiempo, aun cuando sus propias vidas se entrecruzaron por un breve lapso sin por ello dejar una huella menos honda hasta su partida final.
En el primer caso, el de Lou, nunca olvidaré su encarnación por parte de la actriz francesa Dominique Sanda, quien revela a través de su propia belleza, la de su personaje. Desde antes sabía que Liliana Cavani era la única directora de cine que por aquellos tiempos me convocaba, quiero decir a la mujer que soy. Su Portero de noche nos había sobrecogido a todos y su decisión de ir como en el título de la película mencionada más arriba, más allá del bien y del mal, era la propuesta de esta italiana lúcida y desafiante. En dicho filme, Lou Andreas Salomé tiene un suntuoso complemento, los otros dos personajes que gravitaron fuertemente en su andar: Nietzsche y su gran amigo Paul Rée, jugados magistralmente por Erland Josephson y Robert Powell respectivamente. Nietzsche, Rée y Lou Andreas pasaron una estación en el infierno y en Italia, valga la paráfrasis, y la Cavani se aprovecha.
Mi admiración por Lou tuvo las marcas de la desobediencia a la Ley y a la moral, tan subrayadas por la cineasta. No obstante, al leer sus novelas cortas y sus cuentos, mi entusiasmo por ella no ha dejado de crecer. Esta obra que corresponde precisamente a la época de su relación con el poeta, alrededor de los últimos años del siglo XIX, revela una penetración que rara vez he vuelto a encontrar en un discurso femenino.
En cuanto a Rilke realicé con él una comunión muy fuerte en la medida en que mis impresiones de las dos ciudades italianas, Florencia y Venecia, se parecen notablemente a las suyas. A partir de entonces he navegado una y otra vez por su poesía.
¿Qué fue lo que unió tanto a ambos para que la diferencia de edad no hubiera servido de disyuntiva? ¿La belleza y seducción de Lou? ¿La febril juventud de Rilke? Quién sabe. Se me ocurre que enamorados ambos de la naturaleza y el ser humano, habían coincidido en la admiración amorosa respecto del hombre que nos impulsó a ser mejores, Jesús. En el año de su encuentro, 1897, cuando él tiene 22 y ella 36 años, con una diferencia de pocos meses cada uno había vuelto sus ojos sobre la figura de Cristo, interpretándola de manera muy semejante. Jesús, el judío, el ensayo de Andreas Salomé y Visiones de Cristo, el poemario de Rilke, estaban ligados misteriosamente como estarían ligadas sus vidas a partir de allí.
El mundo perdió para mí su carácter nebuloso, confiesa Rilke, ese fluido hacerse y deshacerse que era el tono y la pobreza de mis primeros versos; las cosas eran, los animales se diferenciaban, las flores vivían; aprendí la sencillez, aprendí, lenta y penosamente, lo sencillo que es todo y maduré hablando de cosas sencillas. Y todo esto ocurrió porque te encontré a ti…
Y Lou, la maestra, la maga, derrama luz en la materia viva de su amor y repite con él, Sólo tú eres realidad.
Veamos cómo sucedió. Lou y Rilke se conocen en Munich, él es un joven enfermizo y algo desesperado que no encuentra más que confusión en lo que quiere exaltar, es decir, los vínculos sagrados con la propia naturaleza y la de su entorno. Por el contrario, ella, casada con Friedrich Carl Andreas ya hace tiempo, vive el esplendor de un pensamiento que se traduce con soltura en el ensayo y la narrativa, y asimismo es una especie de musa para todos sus amigos que siempre, como lo vimos con el mismo Nietzsche y su amigo Rée, están signados por la fama y el talento, sino el genio. Wassermann, Conrad, Wedekind, Keyserling y otros artistas, reunidos en el Barrio Latino de Münich, auguraban el Cabaret Voltaire del siglo XX.
Rilke, venido de Praga, no se arredra a pesar de la irónica mirada de Lou sobre su persona. Wassermann los presenta. Al otro día Rilke se hace presente en una carta casi confesional donde le declara su admiración. Lou se ve excedida por un muchachito insignificante pero obcecado, que habrá de imponerle su pasión. Por supuesto al principio lo mira de soslayo. Pero es tanto el énfasis y tanta la vehemencia que impulsan a Rilke a perseguirla sin tregua, que la fría Lou, aquella que siempre diseñó un corte transversal donde el amante quedaba del otro lado, ahora se ve invadida dentro de sus propias fronteras.
Porque la muy rara Lou Andreas Salomé, Nomen est omen, nunca radicó en el amor enteramente, no puedo ser fiel a otros, sólo a mí misma, hubo de manifestar. Sin embargo, Rilke es para ella, finalmente, el amado. Si durante años fui tu mujer es porque fuiste para mí la primera realidad, cuerpo y ser en una unidad indivisible…Y más adelante su prosa se conmociona al advertir que el amado es también el otro y ella misma. Y fuimos como hermanos, pero hermanos de tiempos pasados, cuando el matrimonio entre hermanos no era pecado. Si hay amor, hay incesto, y en él convergen todos los modos de la comunión hasta la simbiosis.
Por su parte, antes de conocer a Lou, en el joven poeta el tema constante y por ende el de sus lamentaciones, es el desconocimiento de la vida, su misterio, la vida no vivida sino la vida que se mezcla y se confunde, que no alcanza la hondura del acierto. Sus versos eran bonitos, señala Lou, pero no llegaba a comprenderlos del todo, algo faltaba allí, una certeza orgánica, y era ella quien estaba destinada a impulsar al poeta, no al virtuosismo sino al rigor de la precisión, donde cada palabra es esa y ninguna otra, y dice lo que tiene que decir, sin alardes ni florilegios.
Se amaron en un paisaje de ensueño cerca de Münich, en Wolfratshausen, en plena alta Baviera, desde donde se divisan los Alpes y cuya riente naturaleza se derrocha en bosques, arroyos, senderos y casitas de altos techos rojos a dos aguas. Allí, en pleno junio, se concretó el acto del amor. Y Rilke poética y metafóricamente expresa que llegaba a parajes donde ningún iniciado anduvo antes que yo.
¿Cómo hizo Lou para escapar al acecho de su marido? Amigos nunca faltan para la complicidad y ellos los tenían por partida doble. Fingieron una aventura colectiva y el resto lo pergeñó Eros. Pero sobre todo ¿qué había pasado antes en su vida amorosa? Parece que nada. La incierta tarde en que años antes Nietzsche enloquecido de amor la asediara y por algunas horas desaparecieron juntos, indica que no hubo contacto carnal. De su lado, Andreas, el marido, había intentado suicidarse la noche antes de los esponsales. Otros hombres habrían de ostentar cierta intimidad con ella, de ninguno de ellos hay pruebas como en el caso de Rilke. Hermana mía, esposa, exclama él y más tarde:
Cuando tengamos hijos rubios
les daré para bailar
una corona a los niños
y guirnaldas a las niñas.
De ese tamaño el amor, y con esa fuerza los vínculos que él demandaba para ambos.
Sin embargo nunca el amor, los lazos, o incluso la literatura debían ser prioridad en la vida de Lou. Sólo la felicidad. Sólo gozar con la flor y el canto, con la luz y el aire. Cuando advirtió que la luminosidad primera amenazaba en convertirse en un triste invierno plagado de reproches, se fue apartando. No de su responsabilidad, sí de los lazos amorosos, de lo que pudiera sumir el hermoso vínculo en una lenta declinación. En verdad, qué espíritu tan autónomo la acompañaría siempre que lejos de eclipsarse frente a los grandes hombres que circularon por su mismo camino, fue capaz de hacer fulgurar su presencia y su huella.
Por un momento parece que Rilke imaginó que ella quedaba embarazada, hay una carta muy sugestiva de su parte que denota una esperanza en este sentido. No fue así. Pero él había sido bendecido por el hálito de Lou, y lo sabe. Después de seis años de relación cuyos tres primeros fueron maravillosos, de común acuerdo y a instancias de la mujer, la pareja se deshace. Queda la domesticación, queda la mutua admiración y el afecto, quedan los dones que ambos brindaron al otro. Seguirán intercambiando correspondencia, seguirán las voces de tanto en tanto en diálogo, en preguntas y respuestas. Generalmente las preguntas siempre vienen del lado del poeta. Ella continúa regalando su experiencia, su afecto y su ternura maternales.
Se hará grande el poeta, se hará preciso e incuestionable su verso. Ella le ha provisto de los dones que le faltaban, disciplina y empecinamiento. Lo ha puesto en abrazo con la naturaleza, los seres y las cosas, la vida que discurre en la rosa y en la estrella y la ligadura de ellos con los seres humanos. No en balde alguien había acertado con esta declaración: “Cuando Lou entablaba relaciones apasionadas con un hombre, a los nueve meses el hombre traía un libro al mundo”. Si Nietzsche después de su encuentro con Lou gesta, Así habló Zaratustra, Rilke inaugura su mejor poesía. Boda, unión, fueron para ella el encuentro no del mero acto físico, sino el más importante, el del espíritu.
En su Oración a la vida, Lou proclama:
Contar milenios ¡pensar!
Tómame en tus brazos.
¿No puedes ya darme más dicha?
Entonces, ¡dame tu dolor!
Estos versos habían sobrecogido a Nietzsche.
Por fin ha llegado el momento para el poeta de sumirse en la soledad creativa donde nadie podía seguirlo. Llegan también para Lou los nuevos senderos donde ella quiere probar todavía su juventud y su libertad.
Al cabo de los años, Rilke, el amante de las rosas, fue herido por una de ellas, una espina desembocó en una leucemia que lo llevó lentamente a su fin. Habían pasado tres décadas desde su encuentro. Más allá de los tiempos del amor, siguieron viéndose y estrechando los vínculos espirituales que habían sabido construir entre ellos. Sin embargo en los últimos años su contacto fue sólo epistolar. Por cierto ahora que Lou se robustecía en el saber piscoanalítico, alumna, y luego amiga ferviente de Freud, el aliento que le enviaba siempre a través de sus cartas, se volvió más suntuoso. Pero el fervor con que lo acompañara no pudo hacer nada en las últimas jornadas frente a un Rilke que se desmoronaba día a día sumido en el dolor. Todavía se aferraría a ella como si de un milagro se tratara, Lou lo sabe todo; quizás conozca el remedio, insiste a los médicos. Hasta el último minuto ella continuó enviándole palabras de socorro y de esperanza. Quién sabe si él pudo leerlas, quién sabe si incluso, llegaron a sus manos. Muere en diciembre de 1926.
Lou se instala en Gotinga; allí vuelve a reunirse con su marido Andreas breve tiempo, él ya cuenta con 85 años y muere poco después. Es su amigo y ex maestro, Sigmund Freud, quien la sostiene económicamente hasta su muerte, sucedida en 1937. Año y medio después el gran psicoanalista se refugiará en Londres. Pero antes de su muerte y antes de que Hitler se volviera la peste sobre la tierra herida por su poder, Lou dio público testimonio de su reconocimiento, amor y admiración, hacia la obra del fundador del psicoanálisis en un libro que se llamó Mi agradecimiento a Freud.
En mi recuerdo, Rilke diseña a Florencia y Venecia como los polos de una contradicción, mientras Venecia se deja mirar, penetrar, se abre a los ojos de los otros, Florencia, enigmática, se oculta y al mismo tiempo nos observa, ella es la que nos mira. Pienso en la condición de sujeto de esta última y de puro objeto de la otra. Pienso en Rilke y en Lou, los veo frente a frente, vueltos uno sobre el otro. “Hermana mía, mi esposa…” De igual a igual. A la par. Y, pura intuición, vislumbro que el amor cierto y por lo tanto más difícil, es aquel que se da de sujeto a sujeto.
*Imagen de portada: llegim.ara.cat.